viernes, 5 de diciembre de 2008

EL CAÑAVERAL

El arroyo se desliza suave lamiendo mansamente las orillas, inclinando las junqueras en el sentido de la corriente. Colindante, se yerguen altivas las cañas de verde pinocha de un extenso cañaveral bamboleadas por leve brisa. Pertenecía este cañaveral a mi abuelo Antonio, un hombre culto y de exquisitos modales del que mis recuerdos se esfuman allá en los primeros meses de mi existencia. Sí recuerdo verlo con su bata blanca tras el mostrador de la botica que regentaba. Unas estanterías, donde visiblemente y con orden militar, se distinguía todo el botamen cerámico con el nombre de los ungüentos y pócimas inscrito en el frontal. En una de las repisas se apoyaba, inmóvil, dentro de una vitrina de marcos amarronados, una balanza de precisión de platillos y pesas liliputienses de brillante cobre. Andaba el abuelo lentamente apoyado sobre un bastón de negro palo terminado en una empuñadura de plata con la cabeza y fauces abiertas de un perro.
A mi primo Antonio y a mí nos encantaba ir de forma furtiva a aquellos parajes, era saborear el encanto de lo prohibido, pues de ninguna de las maneras podíamos ausentarnos de casa para tal menester. El arroyo, en época estival, no cubría más allá de la rodilla, pero los mayores, en ese afán de protección, no transigían a nuestras exigencias y sin permiso, eso sí, acompañados de alguna persona adulta, no nos dejaban. Siempre ofrecían excusas para evitarte, lo que ellos decían, que nos pasara algún percance desagradable del que pudiéramos arrepentirnos. Era delicioso recrearte en el agua clara y limpia del arroyo que discurría silencioso entre riscos y peñones, en el reflejo sinuoso de las cañas, vigías estoicos de los caminos polvorientos.
Era la hora de la siesta, esa hora en la que el sol, en la vertical de su cénit, calienta las encaladas paredes en un aparatoso resplandor que te ciega los ojos; esa hora impía en la que los perros sonnolientos duermen tumbados indolentes en la breve sombra de los carros; esa hora en la que los pájaros se detienen cansinos entre la fronda oscura de las encinas suavizando su canoro gorjeo en un profundo silencio sólo roto por el machacón e insistente chirrido de la chicharra entre la avena loca. Esa hora en la que los lagartos permanecen inmóviles, estáticos entre los resquicios y oscuras grietas de los canchales.
En fin, esa hora en la que el abuelo, silente, perezoso, la cabeza reclinada sobre el respaldo de la mecedora, se balancea, con la intermitencia de sus breves cabezadas, en la gris penumbra del zaguán. Una línea de luz procedente del postigo, ligeramente entornado, incide sobre un quinqué dispuesto sobre el aparador. Silencio. Sólo se oye el tris-tras de la mecedora.
A esa hora, Antonio y yo, de común acuerdo, decidimos ir por aquellos andurriales del cañaveral a eso que denominábamos cazar lagartos. No era la primera vez que a hora tan intempestiva tomábamos las de Villadiego. No estábamos dispuestos a soportar el suplicio de la siesta a pesar de que ya habíamos tomado posesión de la habitación de dos camas, donde en un rincón, majestuosa, se apreciaba las presencia de una aparatosa caja de música que funcionaba con unos discos metálicos agujereados y un cilindro con puntas. Al lado, sobre una pequeña mesa de pino, un gramófono al que había que darle vueltas con una manivela para su funcionamiento y unos discos amontonados uno encima de otro, llenos de polvo y excesivamente rayados por el uso de aquellas agujas de hierro que se gastaban y se quedaban romas, no bien habías puesto un par de discos.
- Oye, Antonio, ¿y si nos fuésemos ya al cañaveral?- insinué yo.
- Es que estoy pensando que si después se entera mi padre, me dará una zurra más
grande que la me dio la última vez que fuimos. Todavía tengo el culo caliente.
- Que no, hombre, que no se enterará nadie.
- Si, eso mismo me dijiste el otro día y mira cómo se enteró. Aquí hay más ojos de la
cuenta.
- Porque tú te cagaste a la segunda vez que tu padre te preguntó si no era verdad que habíamos estado allí. Si hubieras mantenido el no, tal como quedamos, no habría pasado nada. A última hora, el que quedó mal, como un mentiroso y un embustero, fui yo que me mantuve en mis trece diciendo que no y que no. Y al final, como tú decías que sí, por mucho que yo dijera que no...
- Es que si a la segunda vez que me preguntó mi padre si no era verdad que habíamos
estado allí, le contesto que no, me deja sin boca y sin dientes.
- Pero es que tú y yo habíamos quedado en que contra viento y marea mantendríamos que no habíamos estado. Y te cagaste, y yo el embustero. Eso no se hace. Si decidimos decir que no, es que no aunque te maten, so caguilla – le decía yo, dolido por su actitud tan poco valerosa que a la primera de cambio se pone nervioso y dice lo que sea con tal de no tener complicaciones.
- Que no, que no voy.
- Venga, hombre, que no pasa nada – insistía yo, no muy convencido.
Logré convencerle al poco rato prometiéndole, que si no nos pescaban, le invitaría
a media gaseosa en casa del tío Ciríaco. El tío Ciríaco tenía una taberna en plena plaza. Era un hombre entrado en carnes, corpulento, de amplios mofletes y nariz chata, el pelo rojizo. Llevaba una blusa de manga corta con los botones desabrochados por cuya abertura asomaban indiscretamente una maraña ensortijada de pelos, aún negros, como espeso bosque. Unos anchos pantalones grises sujetos con unos tirantes abotonados a la cintura. Era pariente lejano. Había sido maestro, y por sus ideas socialistas y haber
luchado en el bando rojo durante la guerra civil, fue denostado y postergado a tan villano, según él, empleo.
Montamos la estrategia de salida. Nos pusimos los pantalones cortos que estaban sobre los pies de la cama y con las sandalias en la mano, con todo sigilo, salimos de la habitación procurando aminorar lo más posible el chirriar de las bisagras al abrir la puerta. Más silenciosos que gato en despensa, llegamos a la puerta que daba salida al patio después de pasar por la cocina. Era el momento más peligroso. Había que mover un grueso cerrojo falto de sebo, levantar un pestillo, abrir suavemente y lo menos posible la puerta; salir, volver a echar el cerrojo y el pestillo. Lo hice yo que era más templado. Mi primo tenía el susto en el cuerpo y se acordaba de la zurra que le dio su padre días atrás.
Llegamos al patio. Era de amplias proporciones y en buena parte estaba sombreado por el frondoso ramaje de seis parrones que pintaban ya incipientes racimos de uvas. Un marco de arriates llenos de pinillos esponjosos y suaves como borlas de seda, rosales de vivos colores, tupidas aspidistras, unas decenas de higueras de verdoso fruto dulces como el almíbar, unos melocotoneros de viña de fruto sedoso, aterciopelado, de tacto suave y olor sutil. Una alberca cuadrada rebosante de agua con pardales sedientos en el brocal, saltarines, nerviosos, que avizoran el menor ruido y movimiento.
Salimos por la puerta falsa, un ancho portalón pitado de azul que daba entrada a carruajes y que casi siempre estaba de par en par. Salimos al exterior ya exentos de la tensión que supuso insonorizar el menor movimiento por nuestra parte.
El sol caía a plomo en leve inclinación. Sólo se oía el bronco ladrido de un perro despistado hacia un gato que huía por las bardas de un corral. Cogimos el camino de la fuente flanqueado por unos hermosos y gigantescos eucaliptos que enlazaban sus ramas construyendo un túnel de agradecida sombra. Al final del camino se oye el cantarín rumor de un fino chorro de agua clara que cae sobre un pilón que rezuma por las paredes.
Después de refrescarnos la cara y enjugarnos con el antebrazo y el dorso de la mano, proseguimos nuestro camino en dirección a la huerta de Tirilla, mote con el que se le conocía al tío Romualdo.
El calor era sofocante. Nos quitamos la camisa y nos la pusimos sobre la cabeza a modo de los saharianos para mitigar algo los rayos de sol. La frente chorrea sudor pegajoso que discurre veloz hacia la punta de nariz, te empapa la cara, y bajando por el cuello, te impregna el torso y la espalda como si hubieses salido de un chapuzón en la alberca. Un sol de justicia, por lo que salir a esas horas debería ser, por lo menos, pecado venial. A ambos lados del camino, campos segados con pajotes puntiagudos que te arañan las piernas de los que emanaban una especie de vaho que distorsionaba la visión en la lejanía. Quemaba la tierra.
Por el camino, de frente, vemos acercarse a alguien que monta a horcajadas sobre un burro que camina a paso lento y cabizbajo. Era Tirilla. Lleva un cigarrillo a medio apagar en la comisura de los labios; sujeta al rucio con un cabestro, un poco suelto, entre las manos; tiene la cabeza cubierta por un sombrero de paja, bajo el cual aparecen los rebordes de un pañuelo blanco anudado en las cuatro puntas a manera de boina y cuya misión es enjugar el sudor de la frente. Unos pantalones de pana marrón sujetos por una faja negra donde lleva un mechero de chispa con una corta mecha anaranjada y la petaca. Una blusa ocre de negros botones remangada hasta medio brazo que le apretaba de forma inhumana el botón del cuello.
- ¿Dónde van los Antonio y a estas horas?
- Pues... pues... vamos... ahí , un poco más allá – contesté.
- Un poco más allá, ¿eh? – Je, je - riendo de forma irónica - ¿Vais al arroyo, verdad?
- ¿Nosotros? Que va, nosotros no vamos al arroyo – decía mi primo, que ya se la veía venir encima. ¿Para qué íbamos a ir allí? – proseguía - intentando convencer a Tirilla.
- Por eso, por eso. ¿Y dónde vais?
- Pues ya se lo hemos dicho, ahí un poco más allá.
Queríamos disimular y el buen hombre, comprensivo a nuestro absoluto y total infantilismo, dejó de martirizarnos con más preguntas. Mi primo me pellizcaba el brazo insinuando con un gesto de la cabeza que nos volviéramos para atrás. Yo no quería escucharle y le apartaba dándole con el codo pequeños empujones para que me dejara en paz. Después de estar ya tan cerca del cañaveral, ¡ ni hablar! Tirilla era conocido de la familia, pero tal vez no dijera nada acerca de nuestro vespertino y caluroso encuentro.
- Tened cuidado y no os bañéis hasta que hayáis hecho la di gestión – fue su última recomendación y despedida.
El burro nos dio el culo y prosiguió su marcha, cansino, lento, con las orejas gachas
y moviendo el rabo de lado a lado espantándose los tábanos.
- ¡Vamos allá, Genaro! ¡Aaarre!, - oímos que le decía al jumento para espolear su paso.
Llegamos al cañaveral llenos los pies y piernas del polvo del camino. En un acto mecánico zambullimos la cabeza en las suaves y tranquilas aguas de la rivera y sentándonos a la orilla, sumergimos los pies en la corriente del agua
Tomamos asiento a la sombra de un olmo para refrescarnos del sofoco del camino. Teníamos la cara más colorada que un bejín y los ojos sanguinolentos e irritados por el cáustico sudor. Una vez que nos hubimos recuperado, que fue en un santiamén, enfilamos nuestros pasos por una recta vereda hacia el canchal, un pedregal situado en lo alto del cerro lleno de chaparros, coscojas y jaras. Continuaba el mismo calor asfixiante. Por la ladera, los guijarros rodaban a nuestro paso rompiendo la monotonía del silencio y dejando a su paso un reguero de polvo El pedregal parecía muerto, sin vida aparente, silencioso su entorno, pero sabíamos que allí se criaban los lagartos más grandes del término. Llevábamos cada uno una vara de acebuche, húmedas aún por la savia, peladas a filo de navaja campera de cachas de madera. Era el instrumento más apropiado para registrar cuevas y atosigar a los reptiles. Al cabo de un tiempo registrando oquedades, vimos uno que descansaba tranquilo y reposado en un hueco entre dos cantos.
- ¡Primo, mira, mira uno! – le susurré con voz apagada.
- ¿Dónde, dónde? Yo no lo veo.
- Míralo ahí, so cegato, ¿no lo ves?
- Ahora sí. ¡Qué pedazo de lagarto! ¡Mira qué cabeza tiene! Yo no lo toco.
Mi primo era un poco miedoso, la verdad. Siempre se mantenía a las espaldas de
mis iniciativas. Yo era más bravucón, más echado “ pa lante”, más inconsciente e irreflexivo ante un peligro.
Con la vara atosigué al bicho y retrocedió en su madriguera. Esperamos pacientemente a que volviera a salir. Asomó nuevamente la cabeza y volvimos a azuzarle con la vara. Se escondió. Al volver a salir le hurgué otra vez. Manteníamos la esperanza de que saliera de su escondite para atraparlo. Merodeamos por los alrededores un momento en prevención de nuevos descubrimientos y regresamos al mismo lugar después de habernos arañado las espinillas con las ramas de una coscoja que se interpuso en nuestro camino. Allí asomaba de nuevo la cabeza y le azucé por enésima vez. El lagarto ya no se escondía, sino que abría la boca enseñando dos perfectas hileras de blancos dientes e intentaba morder el palo.
Ante tanta molestia y tanta insistencia por mi parte, el bicho, en una de aquellas, salió tras de mí y no precisamente con muy buenas intenciones. Me veo con todo el peso de mis siete años corriendo como un poseso y el bichejo tras de mis talones. Yo lo sorteaba, pero aquel monstruo verde me perseguía allí donde yo me dirigiera atraído por el imán de mis pantorrillas. Se me puso el vello, el poco que tenía, de punta y mi corazón latía desbocadamente.
El bicho, según parecía, estaba sumamente cabreado conmigo. La verdad es que yo no entendía que la tomase así con un asustado chiquillo. Al fin y al cabo no le había hecho gran cosa. Mi primo, que me veía en apuros, lo que son las cosas, vino en mi ayuda. Cogió un buen peñasco, y arrojándolo en plan lanzamiento de peso, qué buena suerte y buen tino, el pedrusco le dio de lleno en todo lo alto. Yo, al ver el lagarto malherido, me volví y le arreé unos varazos dejándolo en el sitio. Cuando lo vi muerto y bien muerto, le daba con la varita para cerciorarme de que así era, lo agarré por el rabo y lo puse panza arriba, quedando quietecito con la blanca barriga al sol.
Reconozco que pasé bastante miedo con el percance. Yo había oído contar, no sé si es verdad, que el lagarto, una vez que muerde su presa, difícilmente la suelta, que es harto improbable que se le pueda abrir la boca ni aun apalancando. Se incrustan las mandíbulas de tal forma, que es imposible abrírsela. Ése era mi miedo, que me mordiera en el talón y no pudiera quitármelo de encima. Por otra parte, dicen, que el lagarto posee unas mandíbulas muy frágiles a pesar de ello. Que con un trapo entre sus dientes, eso dicen, y con un brusco tirón, se queda desdentado pendiendo la dentadura del mismo. ¿Será verdad? Yo no lo sé, pero lo he oído.
Llegamos a casa cuando aún los rayos del sol incidían con inusitada fiereza sobre los tejados y las bardas de los corrales. En la espadaña de la torre crotora una cigüeña y dos cigoñinos aletean frenéticamente en el nido suspendiendo ligeramente las patas en el aire. Entramos por el portalón, y como atraídos por un invisible imán, fuimos derechos hacia el pilón del pozo donde zambullimos las cabezas en agradecido frescor. Colgamos el lagarto en una alcayata del cobertizo atándolo con una cuerda por la cabeza. Tenía los ojos abiertos en una mirada perdida. Con sumo cuidado fuimos despegando la piel hasta que estuvo, no sin cierta dificultad, totalmente desollado, ya que queríamos sacarle la piel entera.
No me gustaba, y me daba asco, que la sangre me llenara las manos. Una vez desollado, pusimos la piel al sol para que se secara. Fue un pequeño trofeo durante unos días. Alguna vez, ya de mayor, vi rodar la piel por el cajón de un armario llena de polvo.
Por la noche, durante la cena, olvidados de la correría de la tarde, ante un plato de patatas fritas con un huevo, su padre, mi tío, con cara adusta y seria, nos preguntaba:
- ¿Esta tarde habéis estado en el cañaveral, en la rivera?
- ¡.....!


AntonioFernández Bozano
PISTOLO
Hace treinta años, Víctor Alvarado Pozo,de feliz memoria, hombre de verbo fácil, prosaico redactor local del periódico HOY, hizo una entrevista al, quizás, más popular personaje de estos últimos años. Quiero rememorar desde aquí, a aquel hombre sencillo que polarizó la vida de este pueblo, sin distinción de clase social. Un hombre que pervive en nuestro recuerdo sin otros parámetros que su candorosa sencillez: Florencio Romero Cabezas, Pistolo.
Nada sé de su nacimiento, poco importa al caso, pero recuerdo que si alguien le preguntaba la fecha, con marcada expresividad meteorológica, respondía que aquel año nevó mucho, y como referencia cronológica, que era de la quinta del hijo de Corrales. Pienso, Florencio, que sería un año magnífico si nos atenemos al refrán “año de nieves, año de bienes”. Naciste con una estrella blanca salpicando copos de nieve. Nada sé de tu infancia y poco de tu juventud. No sé nada de tus padres, linaje, ni si tenía rancio abolengo o era plebeyo como la gran mayoría. No sé tampoco si eras loco o cuerdo, torpe o listo. De tal manera me he acostumbrado a relativizar las formas y las apariencias, que una galaxia de dudas inundan mi opinión y un mar de ignorancia me impiden una definición taxativa. Nada sé de lo que sentirías en tu alma ante la contemplación de los trigales manchados de amapolas rojas,de tus emociones ante una puesta de sol, ni de tus arrobos ante el paso de una mujer. Sólo tengo vagos y deshilvanados recuerdos que se pierden en lejanía del tiempo. Y así como don Quijote fue hijo de sus obras, como cada cual, Florencio, tu fuiste hijo de las tuyas, y destacaba sobre todas, la bondad.
Era más bien bajo, de cierta robustez, de no muchas carnes y gran madrugador. Algo cargado de espaldas y de brazos un tanto largos, que fueron acrecentándose, vencido tal vez por cargas continuadas, con el paso de los años. Frente despejada y unos ojos pequeños, en otros tiempos vivarachos, que se fueron truncando en noche azul. Barbilla de mentón prominente, más acusada al fin por su falta de dientes. El andar espaciado, de adelantar caminos y un asiento de pies bastantes inseguros y torpes . De genio apacible que en ocasiones se tornaba colérico tocante a algunos puntos en los que consideraba llevar razón. Y desde aquí doy fe, sin petulancia por mi parte, que era rara la ocasión en la que dejaba de llevarla y tenerla. Todo ello embutido en un alma gigante. Era pobre; pobre, sí; pero su pobreza le hacía amar la vida y la pregonaba. Diógenes también fue pobre y, según su filosofía, la virtud, y tú la tenías, Florencio, es el bien soberano, y para ser sabio, sólo hay que saber librarse de las apetencias y reducir al mínimo las necesidades. Fuiste, Florencio, sin el menor resquicio de ironía, un sabio sin entrecomillado.
Te levantabas sin hora, no tenías que dar explicaciones a nadie. Un reloj, que enseñabas con orgullo, marcaba tu tiempo. Un reloj acerado, grandote, al que no sabías leerle los números y ni puñetera falta que te hacía. Tenías todo el tiempo del mundo para ti. Tú, Florencio, no pertenecías al follón y al aborregamiento, sino al sin número de los libres y solitarios. Todos los solitarios irán, iremos a tu lado. Creemos que vamos solos, pero formamos un gran batallón. Te levantabas antes de apuntar el alba y allá que te ibas a la panadería buscando calor, el calor humano y el que desprendía la boca del horno de leña en el que se cocía nuestro pan de cada día.
Hacía frío. Tú siempre tenías frío, Florencio, incluso en verano. Llevabas marcado en el cuerpo tu nacimiento de nieve. Helada mañana-noche de invierno. La luna se miraba en los espejos empañados de los cristales del hielo. Espero en la Parada la llegada de LEDA. Pistolo anda trajinando bultos desde dentro del bar de Victoriano a la puerta, depositándolos sobre la acera, bien arrimados a la encalada pared. Lleva puesto un abrigo largo de color gris, algo raído; un jersey azul de cuello vuelto, abrochado con una cremallera plateada, caminito de ida y vuelta, que le abriga la garganta; dos pantalones, uno encima de otro, y unas botas marrones de punteras remangadas. Cubriéndole la cabeza, un pasamontañas recogido sobre la frente y en la comisura de los labios, un cigarrillo de los de liar con los rebordes negros, a medio apagar. Una estampa del más típico estilo velazqueño. Entre bulto y bulto, un sorbo de café con leche, humeante y bien desleído el azúcar, con parsimonia y temple, a vueltas de cucharilla. A continuación, como si fuera un rito, saca un trozo de pan envuelto en papel de periódico y lo trocea migándolo en el café. El vaso no rezuma ni rebosa una gota.
Se proyectaba por entonces la película “La saeta rubia”. Ya sabemos lo “merengón” que era el amigo Pistolo. No creo que nadie pudiera encarnar más apoteósicamente al legendario futbolista que Florencio. Y así, le vimos efectuar la más espectacular propaganda que contarse pueda en los anales de La Granja de Torrehermosa por lo que respecta a esta película. De punta en blanco, como correspondía, con los colores del equipo que marcaba su afición futbolera, fue repartiendo prospectos, envuelto por la chiquillería de entonces en una verdadera simbiosis colectiva con el personaje, tanto por quién era, como por a quién representaba. El Real Madrid era para Pistolo el mejor, el imbatible, el campeón. Cuando alguien, con sorna, simplemente por oírle, se metía con el Madrid acerca de su calidad futbolística, respondía, a falta de argumentos que convencieran al opositor de turno, no sin cierta pasión y con verdadero enfado: “¡que sí, que sí, según tú !”. Muy bien, Florencio. No hay argumento más contundente que la razón demostrable. Tú no tenías que argumentar nada, te remitías a las pruebas que eran más que evidentes. Y si, en vista de la obcecación de tu contrario, no se avenía a razones, tú se la dabas, sin más, como a los tontos: ¡ que sí, hombre, que sí para que te calles !,quedándolo con la palabra en la boca, preso y rendido ante tu valerosa e intransigente postura en sostener lo que estaba REAL-mente claro. También don Quijote se las tuvo con algunos de sus asuntos y bien que lo definió con aquello de “la razón de la sinrazón”. A aquellos que no querían aseverar y manifestar la belleza de su señora Dulcinea sin haberla visto previamente, les decía: “ Si os la mostrara, ¿ qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria ? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender”. Pues con el Madrid, Florencio, eso y más, pues ahí están las copas de Europa.
Vivir el personaje de una obra de teatro, de cine, de cualquier acto representativo, no es signo de ningún tipo de paranoia. Para entender bien el personaje en toda su amplitud, hay que meterse dentro, alegrarse con él, divertirse con él, tomar decisiones con él, que ayuden a esclarecer y solucionar hechos. Al amigo Florencio le producía un gran divertimiento las películas del oeste americano, las policíacas y cualquiera que introdujese en el guión aspectos de acción. Era digno de ver cómo vivía el personaje, el del “valiente”. Hablaba con los actores desde su privilegiado asiento de gallinero, enfrascado en la acción como si realmente él fuera parte de la misma. Espoleaba y fustigaba al caballo persiguiendo a los “malos” - indios y vaqueros de mala catadura -, con gritos de apoyo rayano en lo quijotesco, como un verdadero desfacedor de entuertos del Far West americano.
Pistolo no era apolítico. Ahora que la mayoría sufrimos desencantos por las actitudes poco éticas de una parte de los políticos, él fue siempre fiel a aquel gobierno que mantuviera su pequeño respaldo económico. Su voto electoral nunca estuvo mediatizado, votaba a su padre económico del momento, fuera Suárez, Calvo Sotelo o González. Una pequeña paga que en los primeros tiempos era de “un billete verde y la mitad” - según su propia expresión - y que ahorraba en una cartilla que le mantenía el “Banco de Víctor”. Imagino que su economía, dentro de lo limitada, le permitió vivir a su aire sin excesivos agobios, ya que sus necesidades básicas las tenía, de alguna manera, cubiertas. Pedía los domingos a aquellos que consideraba sus amigos, sus conocidos. No andaba con remilgos ni pantomimas, se dirigía, cómo diría yo, con cierta exigencia, si tú quieres, a lo valiente, a tiro hecho, con la certeza absoluta de que aquella persona no le defraudaría ni le iría con evasivas. Tenía una idea clara de la justicia distributiva y era sabedor de que había que compartir, eso era todo. Y eras tan comedido, amigo Florencio, que sólo pedías los domingos dando una prueba de altruismo en sumo grado. Ya no tendré esa mano serena tendida amigablemente cuando me veías en la puerta de la iglesia durante mi estancia veraniega.
Hubo un tiempo en el que permaneció en el asilo, pero ya se sabe, los ruiseñores no son para tenerlos enjaulados. Seguro que estuvo bien cuidado, no me cabe duda, pero pudo más su sentido gregario hacia el pueblo, hacia el pueblo que le vio nacer, hacia la gente que le vio crecer, que tener como marco una residencia donde su vuelo fuese abatido por la norma y la regla. Qué sentimientos inundarían su alma de niño, qué añoranzas le arrobarían el corazón, qué nostalgias que no pudo resistir y, cogiendo su hatillo, se volvió con nosotros.
Beni, la mujer de Manolo “Buscalío”, bien sabe de sus últimos tiempos. Abnegada y desinteresadamente le preparaba y le aseaba la ropa con exquisito cariño. Tenía para él esa palabra amiga, le regañaba si así lo merecía. Gracias, Beni; hiciste lo que te dictaba el corazón sin más recompensa que una mirada de agradecimiento, un gesto de complacencia y una palabra que le saldría de lo profundo de su alma. No quisiste quedarte ni con el transistor que le sirvió de compañía en sus largas noches. Mudo y silencioso le acompaña en su ataúd.
Florencio, creíste que estabas solo, dudaste de la compañía. Ahora sí estás solo, solo ante el hambre, solo ante el frío, solo ante los besos. Eres el adalid de la soledad, de la independencia. Sigue tu camino, no necesitas a nadie, sigue así con la terquedad de la mosca. Estás solo, completamente solo, la soledad de no estar ni consigo mismo. Pero ante esta soledad, piensa, Florencio, que siempre habrá alguien que vea un ruiseñor camino de las estrellas.
Antonio Fernández Bozano

Mi agradecimiento a Rafael “ El Cagueto” por la información que me ha proporcionado.
EL TEJAR DE ELÍAS

Con qué tejemaneje rellenaba el molde de las tejas, baldosas y ladrillos. Aquel sonoro chasquido de la embozada de barro soltado con fuerza sobre la mesa. A un lado, la ceniza de paja quemada con la que espolvoreaba el asiento del molde, al otro, un barreño con agua para alisar la pieza y, en el suelo, aquella mole de arcilla pegajosa de color rojo.
Elías parece llevar el compás de su cante a golpe de barro con aquella voz en falsete. El que es de la tierra, terreno es. Así era su rostro, esculpido por el cincel del Solano y del Gallego, surcado por ríos de sudor exprimido por un trabajo de sol a sol. Hombre neolítico sedimentado por la evaporación bajo el cristal del cielo...
Vivía yo por entonces al final del Barrio Cuenca, frente al Jerrete, a cuyo fondo, enmarcado por el paisaje, se divisa el cementerio rodeado de cipreses y encalado en blanco. Una familia de buitres carroñeaba los despojos de las bestias sacrificadas por El Curtidor, un hombre ancho y fuerte que regentaba una tenería situada un par de casas más debajo de la mía. Un olor penetrante se desprendía de los curtidos y ácidos. Mi puerta falsa daba a la explanada donde Elías tendía, con mimo diría yo, aquellas tejas artesanales alisadas con aquellas manos poderosas, grandes como una pala y dedos ágiles delicados.
¡Qué habilidad en dar forma a aquellas piletas para el agua de las gallinas! A mí me hizo una pequeñita de forma ovalada, una verdadera monada. Me servía para guardar más de un centenar de bolindres que me coció en aquel horno de reminiscencias árabes ennegrecido por las constantes hornadas. Por la noche me los jugaba a la “tanga” en la plaza –había una tenue iluminación- engañando al Feliso, a Navarrete, al Moñi, al Pulpo, a Quiquillo, a Gala y a otros que se me han perdido en el recuerdo. A la mañana siguiente, en la escuela, a la hora del recreo –en mi mente se agolpa la imagen de Plácido anunciando “la hora”- oí decir a Gala que como se enterara de quién el de los bolindres, le partía la cabeza. No volví más por aquello del refrán de la viña.
Al desperezarse la primavera de los trigos y amapolas era cuando Elías empezaba a desarrollar una febril actividad. De buena mañana cogía el carro y el Rucho, así se llamaba aquel borriquillo de color gris plata, camino de Los Joyos. Cargaba el carro de dos varales de aquella tierra rojiza que sus pies amasarían, calzón remangado hasta las rodillas, junto al pozo de agua dura por lo caliza que era. Apaleaba la montaña de barro con una barra de hierro para terminar de desterronar, a golpe seco, los grumos que quedaban. En más de una ocasión le volqué la carretilla cargada, en mi afán de probar a llevarla.
- Tienes que comer más garbanzos, Antoñito – me decía con aquella sonrisa, mitad ironía y mitad provocación-.
Era verano cuando los cobertizos del tejar se convertían en refugio de gitanos y menesterosos. Elías nunca se opuso a que allí se albergaran y así estuvieran a cubierto de las inclemencias del tiempo. Allí dormían en colchones rellenos con la paja del almiar, allí comían a punta de navaja y por allí correteaban los gitanillos con el culo al aire.
En el tejar empecé a fumar como todos los muchachos de aquella época lo hacíamos, por mimetismo, por contagio imitativo, que es como siempre se comienza. Era la hora de la siesta, el sol caía en vertical, un sol de justicia. No lo sentí, pero allí estaba mi padre, que por alguna razón me buscaba, y yo con una bocanada de humo en la boca a carrillo hinchado. No se me ocurrió nada mejor, al escupir el humo, que decir: ¡Qué niebla hace! Mi padre ni vio ni oyó nada. Qué generación más reprimida la mía. Entonces ya tenías buen cuidado de que no te viera fumar tu padre. Ahora debo tener buen cuidado de que no te vean los hijos. Dejádmelo expresar: ¡Amos, anda ya!
Si amenazaba lluvia, Elías ponía bajo el cobertizo los ladrillos apilándolos de canto, de dos en dos, del mismo modo que un niño superpone las fichas de dominó en su intento de construir una torre. Yo perseguía a Quintana entre aquellas torres de ladrillos, que estaban espaciadas de trecho en trecho. Choqué con una de ellas y, como en juego de bolos y al derrumbe de aquélla, cayeron algunas más. Yo me quedé lívido. Elías era un hombre cariñoso, pero también yo le manifestaba un gran respeto. Me sentía anonadado. Había derrumbado parte del esfuerzo y trabajo de un hombre. Tenía que hacer algo, no podía quedarme así, sería injusto. Fui a su casa, que aún continúa allá camino de fábrica de Joselito. Elías no estaba, tal vez había ido a “afeitarse”, que era el eufemismo que utilizaba, cuando de ir “parriba” se trataba, a tomarse una copitas a casa de Agustín o de Jacobo. Al día siguiente yo ya no quería verle, pero él sí quería verme a mí.
- De modo y manera –era uno de sus latiguillos- que tú eres el culpable del estropicio de los ladrillos, ¿ eh? Pues ven acá que me vas a ayudar a sacar un horno. Y cuida que “no te se caiga” ninguno en los pies – me dijo con voz grave -.O al menos, así me lo pareció a mí.
Aquel monstruo fantasmal de fuego que era el horno, ya no existe. No oleré nunca más a paja quemada, ni las pavesas llevadas por el viento caerán sobre mi cabeza. Los almiares simétricos ya no amarillean. El rucho, con epitafio de “él era valiente, él era mohíno”, tal vez fue pasto de los buitres y su piel adobada en la tenería.
En el lugar del tejar, Juanito ha preparado una enramada para cobijo de su ganado.
Al amanecer siguen los cantos de los gallos y tintinear de los cencerros.

Antonio Fdz. Bozano

lunes, 1 de diciembre de 2008

LA PRIMERA COMUNIÓN
(A Franci, que me enseñó a jugar a los bolindres)
Todos los niños, en los meses previos al día de la primera comunión, tienen la cabeza hecha un batiburrillo. Toda la familia gira alrededor de lo mismo. Y las abuelas, con ese cariño tan de abuela, las que más organizan y desorganizan.
Era un 24 de junio. Mañana calurosa del día de San Juan en los entrantes del período estival, cuando las chicharras esparcen su monótono sonido por las enramadas colindantes. Las paredes enjalbegadas recortaban la silueta de un perro, rabo entre las patas, que corría azuzado por cuatro mozalbetes a pedrada limpia. Por la acera de enfrente iba yo con un traje de chaqueta blanco, largo pantalón y camisa blanca de cuello duro que me apretaba cual dogal de reo en la horca; un redondo medallón de mi madre, un relieve de la virgen con manos suplicantes, sostenido por un grueso cordón azul con una inscripción en círculo que dice: Asociación de Hijas de María; un misalito de blanco nacarado con el dibujo de un cáliz dorado y una Hostia de la que salían rayitos, unos más largos que otros. Qué calor, y por si fuera poco, unos guantes blancos de tela.
Llegué a la iglesia y me puse al lado de Juanín, un niño menudito y moreno, de sonrisa amplia, del que no he vuelto a saber más, se esfumó en mi entorno como una ligera niebla en un día de sol, vestido de gris corto, con zapatos y calcetines negros. No me gustó mi parafernalia al ver a Juanín tan normalito y yo tan empingorotado. Le pregunté a mi padre por qué aquel niño no iba de blanco como yo. No recuerdo qué me contestó.
La tarde anterior fui a confesarme de mis pecados con D. Arcadio. Por el camino, barrio Cuenca arriba, mi padre fue repasándome los Mandamientos de la Ley de Dios y los de la Iglesia.
El primero, “Amar a Dios sobre todas las cosas”. A pesar de las veces que lo había recitado en la catequesis, seguía sin enteder lo de “sobre”. Yo quería amar a Dios, pero ¿dónde estaba? Y eso de sobre todas las cosas, sí que era para mí un galimatías. Si Dios estaba sobre todas las cosas, ¿por qué no lo veía yo? Ni siquiera lo había visto yo “sobre” mi caballo de cartón, que eso sí que era una cosa bonita para estar sobre.
“No tomarás el nombre de Dios en vano”, era el segundo. Para mí tomar era sinónimo de coger. ¡Cómo iba a coger el nombre de Dios si no lo veía por ninguna parte! ¿Y cuál era el nombre de Dios? Yo le pregunté ami padre, era preguntar por preguntar, pues ya sabía la respuesta, cómo se llamaba, y me respondió que Juan.
- ¿Y el nombre de Dios?, pregunté yo.
- Pues Dios, me contestó.
Y seguía sin entenderlo. Lo de vano, para mí, era que no tenía el grano gordo una espiga de trigo o cebada. Me imaginaba a Dios como una espiga con todos los granos vanos. ¿Estaría el nombre de Dios en los granos vanos de las espigas? No me atreví a preguntarle a mi padre, sería vano, no me enteraría.
“Santificar las fiestas”, tercero. Entendía bien lo de fiesta, pero eso de santificar, no sé qué carajo era. Seguíamos andando la cuesta arriba.
El cuarto, “Honrar padre y madre”. ¿Qué es honrar?, pregunté.
- Querer, respondió mi padre.
- Ése sí que lo entiendo. ¡Claro que os quiero!
“No matarás”, el quinto. Ése lo entendía perfectamente. Quitando alguna cucaracha, alguna salamanquesa y unas pocas hormigas, no había matado más. Tendré que tener más cuidado de aquí en adelante y dejar de matar bichos a diestro y siniestro.
El séptimo, “No hurtar”, iniciaba mi padre cuando pasábamos por la zapatería de Plácido que entonces estaba a medio camino entre mi casa y la plaza, hacia arriba por la acera izquierda
- ¡Que te quedas el seis, el seis, que me los voy contando con los dedos!, le increpé yo con esa impaciencia propia de los pocos años.
- Ése a ti no te toca, repuso mi padre sin más.
- ¿Y por qué?, torné a preguntar yo que no quería que se pasase el sexto así porque sí.
- Eres pequeño y tú no sabes.
- Pero el seis dice “No fornicar”, que me lo he aprendido bien en la catequesis, que simpre que digo los mandamientos de retahíla me dan un vale para cambiarlo por juguetes el día de Reyes.
¿Pero qué es fornicar?, preguntaba el niño y vuelta con la burra al sembrado.
- Son cosas feas, por toda respuesta de mi padre.
Aquello no tenía fin y seguía sin saber por qué a mí no me podía tocar fornicar si era un mandamiento como los demás. ¡Era pequeño! ¡Vaya respuesta!
“No hurtar”, continuó mi padre para que yo fuese examinando mi conciencia.
- Hurtar es robar, que ya veía venirse la pregunta encima- me dijo mi padre.
- Pues le he robado a Pascualín dos estampas de cajas de cerillas y tres bolindres-, contesté.
- Se los devuelves y así estarás bien.
- ¿Y no puedo guardarme las dos cosas? En verdad eran cinco.
- No, ya sabes que hay que devolver lo robado para que se te perdone el pecado.
Aquello se ponía feo. Tendría que ver a Pascualín con la vergüenza que me suponía realizar el gesto de la devolución Pero no había más remedio. Porque si un suponer, ahora se desbocan las mulas de un carro y yo voy tan tranquilo por la mitad de la calle, me pasa una rueda de aquellas de aro de hierro por la cabeza y me mata. Pues eso, que me voy derechito a las calderas de Pedro Botero, o sea, al infierno para toda la vida. Demasiao, chacho. Que no, que le tengo que devolver las estampillas de cerillas y los bolindres. No quiero chamuscarme. ¡Pues no tendrá que haber allí aulagas ardiedo! ¿Para qué se los quitaría si yo tengo mas de quinientos apilados en cajas de cerillas? Y de bolindres, pues lo mismo, centenares.
“No levantar falso testimonio ni mentir”-, proseguía mi padre. Y éste, que los voy contando yo, es el ocho. Me quedan dos dedos.
- ¿Y pesa mucho el testimonio ese?
- Cómo que si pesa, ¿qué tiene que pesar?-, me preguntaba mi padre que no intuía la relación de lo que había dicho con mi pregunta.
- Es que si tengo que levantar el testimonio – yo me pensaba que testimonio era una especie de demonio – no sé si podré.
Mi padre se reía de mi candidez en analizar las palabras bajo mi prisma infantil, y yo sin saberlo, moviéndosele la barriga hacia arriba y hacia abajo ostentosamente. No sé de qué se ríe, pensaba yo.
- No pienses en el testimonio. ¿Tú dices mentiras?, me espetó a bocajarro.
Confieso que me quedé desconcertado y con los ojos como platos ante la pregunta. Se me vinieron a la mente montones y montones de mentiras. Esta mañana sin ir más lejos, una maceta de pilistras se ha roto sola. Yo no había sido. Habría sido mi hermana Rosario o el gato, que según mis cuentas, ya había roto unas cuantas.
El noveno, “No desear a la mujer del prójimo”, me lo dijo de pasada diciéndome mi padre que no me tocaba a mí ése, que no hiciera comentario. Como no quería discusiones lo dejé así. Eso debía de ser cosas de mayores. A mí no me tocaba porque era pequeño, lo presentía.
Me queda un dedo, el último, el que hace diez, pero no debía de ser nada importante porque ya llegábamos a la puerta de la iglesia. El “No codiciar los bienes ajenos”, que era el dedo diez, lo entiendo bien ahora. ¡Es que los ajenos tienen cada bienes! Qué tentaciones, Dios mío.
Entré en la iglesia y D. Arcadio ya estaba en el confesionario. Ya sabía él que yo iba a ir para confesarme por primera vez. Estaba metido en aquella especie de chabolita de madera con rejillas a los lados. Siempre me pareció aquello – lo digo con todos mis respetos – como una caseta de mastín, pero más alta.
- Ave María Purísima.
- Sin pecado concebida.
Sin más preámbulos, me arrodillé delante de D. Arcadio y desembuché el me arrepiento, padre, de mis pecados. D. Arcadio fue preguntando y yo iba contestando. No era tan complicado, solamente había que ir diciendo sí o no y cuántas veces, él te repasaba la conciencia mejor que uno mismo. ¿Cómo podría ser que te preguntara aquello que justamente tú no querías ni insinuar? ¿Sería verdad que los curas leen en la frente? Me miraba con una cara bonachona y sonriente enmarcada por aquella gafas de cristales gruesos llenos de redondelitos concéntricos y me despidió con una galletita en la mejilla izquierda cuando ya me dio la bendición.
Al día sigiuiente fue la comunión. Mi abuela paterna – yo era el ojito derecho de los nietos – estaba allí para asistir a la ceremonia. Era una mujer excesivamente gruesa. Vestía de negro, el cabello, terso en la frente, lo recogía detrás en un abultado moño. Su presencia llenaba la estancia con esa pose de las personas mayores. Sentada sobre una silla, preparaba los detalles de mi vestimenta con ese cariño y mimo de las abuelas. Me quería con verdadera pasión, entre otras razones, porque ella sabía que yo quería ser cura. Era una persona bastante religiosa y tener a alguien en la familia que rezara por ella alguna misa, era sacarla del purgatorio antes de tiempo, que no era poca cosa ya que, según apostillaba el Ripalda, lo mal que se pasa allí. Un día que me enfadé con ella, no recuerdo porqué, le dije que ya no sería cura y a aquella mujer se le caían unos lagrimones como puños al pensar que su salvación estaba en mis manos. ¡Pues menuda responsabilidad cargaba a mis espaldas la buena mujer!
En aquel tiempo era muy raro que una comunión se celebrara en un restaurante como es costumbre en estos días. En mi casa estaba dispuesta la camilla llena de bandejas de roscos, perrunillas, pestiños, bolluelas,etc. A mí, yo no me acordaba de que no se podía comer, se me iban los ojos detrás de las perrunillas doraditas y azucaradas que había hecho la señora Josefa. En un descuido de los presentes cogí una y le di un bocado. No bien empecé a saborearla, cuando:
- Niño, escupe eso-, me increpó roja de espanto mi abuela que en un tris vio que no podría hacer la comunión ese día.
Me quedé con los carrillos inflados sin atreverme ni a respirar. Llegó mi madre y me hizo escupir lo que tenía en la boca a la vez que me restregaba la lengua con una servilleta preguntándome si había tragado algo. Dije que no, qué iba a decir, vaya usted a saber. Desde las diez de la noche del día anterior que no probaba bocado y eran las once de la mañana, mañanita de san Juan. ¡Qué castigo, Dios mío!
Ya he hecho la primera comunión. Qué importante me sentía, era como si de un vuelco me hubiera transformado en otro chiquillo con esa especie de valentía interior que denota que has hecho algo que redundará en la posteridad. Y si no, a qué venía esa pregunta entre irónica y de reproche que te hacían ante cualquier tropelía: “ ¿y tú has hecho la comunión?” , “pues a ver si te portas mejor”, si la situación era de menor calibre, o “ a ver si te portas bien”, si la cosa había sido gorda.Mi madre me hizo visitar, con cuello duro y zapatos de charol blanco que me habían hecho una sobadura, a las vecinas y amigos para que vieran lo guapo que iba. Alguna pesetilla cayó. Porque si no, a guisa de qué iba a ir yo en tal jaez.
En una de mis idas y venidas estaban en la plaza unos muchachos del barrio Cuenca jugando a los bolindres. Sin encomendarme ni a Dios ni al diablo me puse a jugar con ellos como debía ser. La plaza entonces estaba cercada por un murete de rojizos ladrillos; una palmera en el centro, pequeñita, desplegaba sus palmas al sol canicular y unos arriates con plantas pisoteadas la circundaban por su interior. Era tierra tierra.
- Está en bebe, eso no es gua -, decía el Moñi que estaba de mirón.
- Eso es gua – terciaba yo, que veía el bolindre más bien dentro que fuera.
La discusión se terminaba ahí, en un tira y afloja hasta que, de común acuerdo, se volvía a tirar nuevamente. Otras veces no había discusión. Dependía a menudo de la envergadura, de la prestancia, fortaleza, catadura del que tenías enfrente y te callabas. Amén, que pintan tortas.
- Tiro a porve -, es decir, en plan entrenamiento.
- Vale, respondía yo, mientras que Manolín probaba con su china en dirección al gua.
- Ahora ya, a perde -, o sea, de verdad.
En uno de los lances, el Manolín, con su china, le dio un arbello a mi bolindre azul que había comprado en ca Argimiro, que me lo descalabró. No lloré, pero no me faltaron ganas. Azul, nuevecito, brillante, que lo había picado al restregarlo contra la arenilla aprisionándolo con la suela de los zapatos para que no resbalara entre los dedos. ¡Qué arbello me dio!
Por la tarde, ya sin traje ni cuello duro, nos arremolinamos en la plaza toda la caterva de muchachos. El pijotero Moñi nos organizó una de guardias y ladrones. Se decía en este juego una retahíla cuando uno de los ladrones había sido localizado para que se estuviera quieto donde estaba. Era así:
Hilo verde, travieso.
Más adelante.
¡Quietecito mi compañero!
La verdad es que aquello era un lío. No se sabía bien quién era el que te había visto, pues la cancioncilla se oía por todos los frentes y de forma atropellada en aquel guirigay de gritos.
Se acabó de momento el juego. Por la puerta del Ayuntamiento salía cautelosamente Crespo, agente autoritario de la autoridad autoritaria, con el vergajo en la mano, dispuesto a terminar con aquella algarabía de sabandijas andantes que pisoteaba, como caballos de Atila, los parterres de la plaza. Visto que fue, no quedamos ni uno por todos los alrededores. ¡Que viene Crespo, que viene Crespo! Era la voz de alerta ante la cual lo menos que podías hacer, so pena de que quisieras que te estriaran las nalgas, era desaparecer por una de las ocho calles que desembocan en la plaza.
La tarde languidece – esto es lo más cursi que he escrito en mi vida, pero lo dejo, so lánguido, – y el sol se oculta tras los tejados del Ayuntamiento. Los aviones, vencejos, en negra bandada, surcan el azul del cielo en acrobáticos vuelos impregnando el aire con sus estridentes chillidos. Suena el esquilón de la torre anunciando al santo rosario. Dos viejas agarradas del brazo marchan en suave charla en un bisbiseo imperceptible Un velo negro cubre sus blancas cabezas. Miran el reloj de la torre que marca las ocho en punto y se adentran en la iglesia.

Antonio Fernández Bozano
EL REY

Despuntaba el alba con arrobos de azul intenso. Una pareja de burros, con las orejas caídas y la panza peluda, sin lomos, pero con muchas mataduras, uno tras otro caminan cansinos en pos de la jornada de trabajo.
Con la blanca esclerótica como fondo de unos ojos profundamente negros, con traje negro, zapatos de un negro brillante, como un jaspe, calcetines negros, mascota negra, levemente encajada, y camisa también de color negro, camina con paso señorial, a ritmo de soleá, con el sueño aún colgado de las pestañas, el Rey. Un oscuro Velázquez viviente de la raza gitana.
Eso de que en el pueblo viviera el Rey de los Gitanos me llamó la atención desde el primer momento en que lo escuché. No daba crédito a tal habladuría. Nunca había oído nombre tan relumbrón y su presencia majestuosa ya me incitaba a imaginarlo con cetro y corona real. Corona no llevaba, pero sí que de la solapa le colgaba con real aplomo una cadena de oro macizo sujetando un reloj del mismo metal que guardaba en un pequeño bolsillo. Sebastián Márquez, no exento de fabulación, me decía que esa cadena de oro era el símbolo de su realeza gitana. El cetro era su bastón, que debía ser, al menos, de madera noble por lo elegante y fino.
Es notoria la antigua inclinación de los gitanos a traficar con bestias, yendo de mercado en mercado, de rodeo en rodeo, a esquilarlas, venderlas, comprarlas y trocarlas o cambiarlas.
Cervantes, en la novela de La Ilustre Fregona, cuenta la maña de los gitanos para hacer pasar por ligeros los asnos que vendían. Don Lope Asturiano, resuelto a tomar oficio de aguador, queriendo comprar un asno, “ aunque halló muchos, ninguno le satisfizo, puesto que un gitano anduvo solícito por encajalle uno, que más caminaba por el azogue que le había echado en los oídos, que por ligereza suya”.
Hasta tal punto era fama el engañar de los gitanos, que los payos usaban la misma estrategia cuando de comerciar con bestias se trataba. Si no, ahí está como muestra la estratagema utilizada por Ginés de Pasamonte para deshacerse del jumento que le había robado a Sancho: “ como era conocido, por vender el asno, se había puesto en traje de gitano, cuya lengua y otras muchas sabía muy bien hablar como si fueran naturales suyas”.
- Ah, ladrón Ginesillo, deja mi prenda, suelta mi vida, no te empaches con mi descanso, deja mi asno, deja mi regalo, huye, puto, auséntate, ladrón y desampara lo que no es tuyo- le gritaba, con todo el coraje de su alma, el pobre Sancho.
En la Gitanilla, Cervantes hace una descripción harto simpática y graciosa de la idiosincrasia gitana: “ Parece - dice Cervantes- que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones, y finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo, y la gana del hurtar son en ellos como accidentes inseparables que no se quita sino con la muerte”.
He sacado a colación unos fragmentos de las Novelas Ejemplares y del Quijote, con premeditación. No se piense nadie que tengo la más mínima animadversión hacia esta raza a la que considero digna de mi mayor respeto y consideración. No en vano he tenido por amigos de mi niñez a Manolo y Pepe, hijos del Rey Calé. Esos conceptos acerca de los gitanos se han ido diluyendo en la noche de los tiempos, como cascada de arroyo en el remanso de la ribera entre las brozas de un cañaveral.


Los gorriones, excitados, con las plumas alborotadas por el calor de la tarde, chirrían furiosos a la sombra de los tejados. El sol estremece las aristas y arrecia tanto que parece va a encender el minísculo tizón de las hormigas que cruzan la calle enhiladas con dorados granos de trigo en las maxilas, sobre el polvo de la tierra que hierve. Aúllan los oídos de puro silencio. De pronto, una catarata de música anega la carretera de la estación, llevando el compás con sus golpes trotones sobre el pavimento, la caballería real: caballos, yeguas, mulas y burros a galope por las traseras. Crines al viento en haces de luz policromada. Un perro, con las fauces abiertas, lengüetea el aire empapado de olor de romero.
Manolo y yo íbamos a la misma clase, hacíamos tercero de primaria con D. Mnuel López Quintana. Yo quería hacer amistad con él y no fue difícil a pesar de su alta alcurnia. Para mí, si su padre era el Rey, Manolo tenía que ser un principito o un infante, aunque sólo tuviera ocho años. Desde entonces pienso que los niños por sí mismos no crean barreras sociales; las creamos o marcamos los mayores no sé porqué maldita razón. No olvidaré, Manolo, esa tarde que me dijiste: “Ven, Antonio, que te vas a montar en mi pony” -para mí era un caballo enano- . Me hiciste el niño más feliz de la Tierra. Qué poca cosa y cuánta grandeza vi en aquella invitación. Nunca te manifesté esta ansiedad mía por montarme en tu pequeño caballo, pero tu sensibilidad gitana lo intuyó. Hiciste desbordar en aquel momento tu alma profunda de soleares y fandanguillos. Gracias, Manolo.
Parece ser que los gitanos fueron originarios de Hungría, donde continúan establecidos hoy en día en número considerable, y de donde hubieron de transmigrar y derramarse por toda Europa. Fueron recibidos con poca hospitalidad y eran maltratados en todas partes, ya que la Pragmática de Medina del Campo, al describir sus costumbres, les trata de andar siempre “ pediendo lemosnas, e hurtando, e trafagando, engañando e faciéndovos fechiceros e adevinos e faciendo otras cosas no debidas no honestas”.
Es decir, lo mismo que los payos hacen y han hecho en distintas épocas de la historia. Y si no, leed, por ejemplo, la prensa de estos últimos meses.
Aislada de esta suerte la raza por la persecución y con la complicidad de todos, fue natural que los gitanos, convertidos ya en enemigos de la sociedad en que vivían, huyesen de ocupaciones estables y sedentarias, y prefiriesen otras compatibles con la facilidad de mudar residencia. Motivos muy semejantes habían introducidos a los judíos en la dedicación al ajercicio del comercio, pero los gitanos que eran más pobres y menos cultos, se dedicaron generalmente al tráfico por menor de ganado y bestias.
El Rey de los Gitanos, Juan Antonio, también se dedicó a estos menesteres. Hablaba con parsimonia en sus tratos, con señorío, con casta, sabedor de poderío, pero justo y ecuánime en sus propuestas. Era yo un mocoso y, en el rodeo, le veía sacaar unos fajos enormes de billetes dispuestos para el pago del ganado en trato. Lo hacía sin ostentación, sin lujos, con esa sensación de naturalidad que implica un hecho común y corriente por lo cotidiano.
Los Reyes Católicos, allá por el siglo XV, mandaron que saliesen los gitanos del reino si no tomaban oficio y ocupación permanentes. Carlos V agravó la pena y Felipe II les vetó traficar en las ferias y fuera de ellas si no llevaban testimonio legal de residencia y de que eran dueños de lo que vendían.
Llegaron los tiempos de la mecaninazación del campo y consiguiente disminución de la compreventa de ganado para los menesteres de labranza. El Rey fue asesorado por algún vecino del pueblo para que adquiriera tierras en el término. No lograron convencerle en este sentido. Tuvo miedo de dedicarse al algo totalmente nuevo y desconocido para él; tal vez fue esa ley atávica que imprimió en el subconsciente gitano la norma de Felipe III exigiéndoles a que tomasen sólo los oficios de labranza que eran los que cabalmente más aborrecían.
Carlos III, quizás con una visión más abierta, con una mente más sencilla, desengañado de tantas funestas experiencias, tomó un camino diverso. En lugar de atormentar y destruir a los gitanos, tendió a diluirlos e incorporarlos en la masa general de la población.
Cuando en mis viajes em preguntaba la gente mayor de dónde era, al decir que de La Granja, era raro no escuchar algún comentario a los desmanes cometidos durante la guerra civil y de que allí vivía el Rey de los Gitanos. Esto último me vanagloriaba y yo adoptaba cierta pose de importancia. Granja no ha sido mi cuna, pero ha sido la almohada de mi niñez y juventud.
Ya no veré mas al Rey. La última vez que hablé con él, paseaba por la estación, se le notaban los años, pero continuaba manteniendo la misma prestancia. Rememoró con mis preguntas recónditos rumores que desaparecieron con el viento errante, secretos al aire en la congoja de una saeta, esas cadencias que rayan y abren surcos profundos y ponen rictus de tragedia en las faces gitanas heridas por la pena como una mueca del cante grande.
Antonio .Fdez. Bozano
LA ESCUELA

In memoriam: A mi padre,Juan F. Fito, a D. Manuel Santiago, maestro de maestros,a D. Antonio Tena, y a todos los maestros de Granja que supieron y saben transmitir su sabiduría a multitud de escolares.


Mis primeras letras las aprendí de mi padre. Impartía enseñanza en una escuela unitaria situada frente a Correos, en Santa Marta de los Barros. Era una especie de habitación amplia con una puerta a la entrada, de color gris, y un ventanal estrecho, acristalado por encima de la puerta, por donde entraba la luz del sol a media mañana. Un subido peldaño daba acceso al aula.
El mobiliario formado por unos pupitres dobles, desbarnizados, rayados, manchados en su superficie por chorreones de distintos tonos, daban paso a un cuadro surrealista del más clásico estilo Miró. Cada pupitre tenía dos agujeritos, donde reposaban los tinteros de pesado plomo, uno para cada uno, como dos chisteras embebidas que esperasen la mano de un prestidigitador encantado. En un lateral, adosado a la pared, un armario o vitrina de dos puertas acristaladas en la parte superior y dos puertas macizas, opacas, en la inferior, donde el maestro guardaba el poco material fungible y no fungible que había. Entre ellos, una botella de más o menos un litro de capacidad, con un tapón negro de rosca y una inscripción tipográfica que ponía: Tinta PELIKÁN. En esta botella de alquimista, el maestro tintaba el agua con fucsina o anilina azul para llenar los tinteros, en los que siempre secos, a fuerza de mojar las plumillas adosadas a aquellos finos mangos de color lila, en uno de cuyos extremos, forrado por un canuto de hojalata, con una ranura dispuesta al efecto, se anclaba la plumilla. ¡Cuántos borrones, Dios mío, habremos echado en aquellas libretas de dos rayas, primero, y de una raya, cuando ya tenías más arte para escribir!
A tu ladito, no muy lejos, un cartón secante de color rosa - ¿por qué sería siempre rosa y no de otro color? – universo de manchas enteras y de medias palabras que se leían al revés. Si no escurrías la tinta en el borde del tintero, casi seguro, que al empezar a escribir, se te ponía un punto gordo de tinta en la primera letra, y allá tenías que ir absorbiendo con la punta del secante aquella esfera achatada por un polo, si no querías que la tinta te traspasase un par de hojas, con la regañina consiguiente por parte del maestro. Así, que las cuatro puntas del secante estuviesen impregnadas de tinta de tonalidades multicolor del más claro al más oscuro.
Pero para poder escribir a pluma, ¡ qué alegría te daba poder hacerlo !, saltabas y brincabas de gozo, el maestro había de dar su parecer y consentimiento. Por lo cual tú te esmerabas, hacías méritos para que tal sucediera, afianzando el pulso sobre la libreta con ímprobos esfuerzos. Los más enanos utilizábamos una pequeña pizarra individual enmarcada en madera. En uno de los laterales del marco tenía la pizarra un agujero que servía para que, pasando un trozo de cuerda, sujetara al otro extremo un trapo con el que borrar las cuentas y dictados de palotes que escribías. El procedimiento para tal menester era el siguiente: pensabas que comías limón, las glándulas segregaban gran cantidad de saliva, te la preparabas entre los dientes, aspirabas aire para llenar los pulmones, y con todas tus fuerzas, estampabas con rabia el escupitajo sobre la pizarra; agarrabas el trapito, frotabas frenéticamente la superficie , la secabas bien con el otro extremo del trapo, que estaba seco, y aquella pizarra quedaba negra, limpia, reluciente como los chorros del oro, como una patena. ¡Qué gusto volver a coger el pizarrín de punta afilada sobre un adoquín a la hora del recreo y empezar un nuevo trabajo sobre el fondo oscuro de la pizarra!
Había dos clases de pizarrines. Uno, duro, de pizarra gris. Un cilindro más bien irregular de un palmo de largo. El otro, de color blanco, blando, cremoso, como de yeso y totalmente cilíndrico. Estos eran más caros. Pintaban mejor sobre la pizarra y se veía lo escrito con mayor nitidez. Uno y otro, cuando caían al suelo, se partían en mil pedazos – qué coraje te daba cuando se te rompía, con lo bonito que era entero – y de esta forma, pues nada, que tenías muchos más pizarrines, eso sí, más pequeños. Te guardabas en el bolsillo los demás trozos y seguías escribiendo con el cacho que tenía la punta afilada. A la hora del recreo, si no había otra cosa mejor que hacer, te dedicabas a aguzar los distintos trozos para tenerlos dispuestos y no tener que escribir de lado, cambiando de posición el pizarrín a cada palabra o número.
Era signo de buena educación, ya te lo avisaban y tú lo tenías en cuenta, el que te pusieras de pie cuando entraba una persona mayor. En esa posición permanecíamos hasta que el maestro, con un gesto, nos indicaba que nos sentáramos, o bien, hasta que dicha persona se marchaba, si era asunto de poca monta lo que había que tratar. Es que en aquel tiempo éramos muy educaditos y civilizados.
Entonces, los padres, cuando tenían que hablar con el señor maestro para preguntar por su niño, iban sin cita previa ni hora convenida. Aquí te cojo, aquí te mato. Si la mamá del nene, un suponer, venía en aquel momento de la plaza de abasto cargada con dos repollos, un kilo de brevas, tres kilos de papas, media morcilla lustre y una coliflor, al pasar como pasaba frente a la escuela, no era mal momento para preguntarle al señor maestro qué tal va mi niño, a la vez que apostillaba: -Y si hace falta darle una bofetada, señor maestro, désela usted, que este niño es un desmadrado y un desmandado que no hace caso de nadie-. Y terminaba diciendo, más o menos, que las cosas bien pudieron suceder de otra manera: -¿Quiere usted unas pocas brevas, señor maestro?- Ande, tómelas usted, que yo me he comido ahora mismito una y son dulces como la miel. Están de fresquitas, que da gusto comerse una. Tome usted, señor maestro, cómase ésta que está llorando almíbar-.
A todo esto, el señor maestro, disculpaba el ofrecimiento, tan inesperado como inoportuno, argumentando su inapetencia en aquel momento y lo poco apropiado del lugar, para zamparse un par de brevas mientras los niños miraban cómo se las engullía. - Que no, señora, en otro momento más oportuno. Estoy en clase y no me parecería correcto-.
También los maestros eran muy educados y civilizados.
Así, que en vista de la negativa del señor maestro a zamparse las brevas en tiempo de trabajo, la señora optó por dejárselas en la mesa sobre una verde hoja de higuera. Los de la clase estábamos en suspense viendo el tira y afloja de la situación. Cuando vimos que la señora hacía ademán de marchar, muy educadamente, nos levantamos y la despedimos con un vaya usted con Dios.
De cuando en cuando nos visitaba la señora Inspectora de Enseñanza. Para entonces, el señor maestro, nos aleccionaba del modo y manera de comportarse en su presencia. Había que estar quietecitos, bien sentados, hablar bajito, no molestar, no decir palabrotas y otros cuantos noes y afirmaciones para la situación. Los mayores vigilaban que todo estuviera en orden. Cuando entraba, puestos en pie, nos sonreía, y con un gesto de la mano, nos hacía sentar. Ella se sentaba en una silla frente al señor maestro y allí hablaban un buen rato de no sé qué asuntos revisando papeles, listas, libretas de los diarios, dibujos y trabajos de los mayores. Después venían el interrogatorio de la señora Inspectora. Era el momento clave. Todo el mundo atento a su pregunta y cuidado con la respuesta. Siempre eran preguntas fáciles, de andar por casa. No se complicaba la vida.
Cuando entré en la escuela, yo era de los más pequeños junto a mi amigo Ignacio. Los grandes tenían ya catorce o quince años. Me fascinaban los dibujos que hacían en aquellos diarios de clase. ¡Qué bien pintaban aquellos mozalbetes, ante mis ojos de renacuajo!
Me sentaba yo en primera fila, en el primer banco, que para eso mi padre mandaba allí, junto a mi amigo Ignacio, cuyo padre trabajaba en el Ayuntamiento y también mandaba. Cada día, a la misma hora, después de atender el señor maestro a uno de los grupos de la clase, nos tocaba leer a los dos. Teníamos cada uno su cartilla de Primera RAYA. Aquélla que empezaba con las vocales en orden y después las ponían tan desordenadas, que era dificilísimo diferenciarlas sin que te dieran un pescozón a cada vocal; aquélla que al llegar a la m , había dibujada una chica joven, de media melena, con el nombre de mamá debajo. "Mi mamá me mima, mi mamá me ama". Más adelante, el papá y la pipa. Por cierto, que el papá tenía poco pelo y la pipa era curvada y no echaba humo. El tití, estamos en la t, era un monito pelado con la cola enrollada en espiral, la mar de "mono" y sonriente, con cara de travieso. Yo estaba a la espectativa, y a una señal del señor maestro, salía disparado hasta su mesa para leer el primero. Siempre llegaba yo antes a leer, entre otras razones, porque mi asiento estaba más próximo a la mesa del maestro y segunda porque, ya lo he dicho, estaba atento a la indicación. Pero mira tú por donde, que un día, estaría yo en las Batuecas, en Babia, pensando en las musarañas, poniéndole a una mosca un cucurucho de papel de fumar en el culo, o lo que sea, la cuestión es que Ignacio llegó aquel día antes que yo a leer. Era la primera vez que me sucedía esto en dos años. Ello hirió mi orgullo y se me saltaron unos lagrimones como puños. Yo no quería llorar, pero mi padre no pudo por menos que reírse de mi actitud y aquello me hizo estallar en rabia, llorando desconsoladamente.¡ Mierda niño!
Aquel día, las desgracias no vienen nunca solas, no pudimos salir a recreo. Llegó un municipal a la escuela y avisó al maestro de que no saliera nadie, que un perro rabioso andaba suelto por el pueblo.
Un escalofrío me recorrió la columna vertebral cuando el señor maestro nos explicó las consecuencias que sufriríamos en caso de que el perro nos mordiera. Allí dentro estábamos totalmente seguros. Los alumnos mayores en sus pupitres, ajenos a todo lo del perro, ya eran unos sabuesos, pero los más pequeños nos arremolinamos alrededor del maestro, temerosos e inquietos. Mi padre tenía entreabierta la puerta y observaba el exterior. Al poco rato, pasaba el perro por la acera de enfrente con la cabeza gacha y babeando. Lo vi a gatas entre las piernas de mi padre. Por allí marchaba, tranquilo, como si no fuese nada con él, seguido de una pareja de la Guardia Civil a prudente distancia, en espera del momento propicio para dispararle. Cayó a las afueras del pueblo, allá por el pilar.
Al llegar a Granja me sorprendió enormemente la Escuela Graduada, la Escuela Pública, según le llamábamos entonces. Me llamó la atención su enorme estructura, una mole rectangular desnuda de todo ornato, de blancas paredes encaladas a golpe de mirasol atado a una larga caña. Una especie de fábrica insolente, sin estilo. Una fachada lisa de corajuda austeridad, abierta por dos ringlas de ventanales, ofreciendo a la mirada inquisitiva del viandante, la melancolía tenue de un establecimiento fabril. Una breve escalera daba entrada por sendas puertas a la escuela. Niños a un lado, las niñas a otro. Los niños con los niños, las niñas con las niñas, en aquel jaulón de micos.
El primer día de clase, yo, como era nuevo, aún no sabía dónde tenía que ir. El director, D. José Cuenda, me llevó a su despacho de dirección, y me sondeó con varias preguntas para ver mi grado de sabiduría o ignorancia, que esto no lo tengo muy claro. De la única pregunta que me acuerdo era aquella de "qué es un triángulo". Le respondí muy bien que era un polígono de tres lados y que podían ser "más chicos y más grandes" (sic). Cuando me preguntó qué quería decir polígono, ahí me la tragué doblada, no tenía ni la más remota idea de lo que significaba, y me quedé embobado mirando la impertérrita cara de D. José. Viendo mi supina ignorancia, me explicó que poli, mi amiga Poli, significaba muchos, y gono, no tenía ningún amigo que se llamara así, ángulos. O sea, muchos ángulos, cuando en verdad sólo tenía tres.¡ Sí que me lo ponía difícil! Y encima me dijo que era griego. Ya me parecía a mí que algo raro tenía la palabrita para no saber lo que quería decir. Por mi parte , no había visto yo en mi vida a un griego para que me lo hubiera dicho o al menos insinuado. Después me hizo recitar el Credo y la Salve. Esto ya fue mejor. Sin más, me llevó del brazo a la clase de mi padre, le dijo lo que fuera sin soltarme, y salí de nuevo levemente arrastrado, hasta la clase de tercer grado donde, vestido de negro traje, se levantó cortésmente, ante la entrada del director, D. Manuel Quintana. Me presentó al resto de la clase, y mirando de hito en hito, me sentó al lado de Calderón, mi amigo Manolo, al que tratábamos de martirizar llamándole Calderón de la Barca. Ahí es nada, ni se inmutaba el tío. Por allí, en el banco de delante, andaba también Antonio Quintana y Valentín Heras, amigos para siempre. La verdad es que no recuerdo a otros elementos, quiero decir compañeros, de la clase.
Desde el aula, a tiro de bolindre, al otro lado de la carretera de la Estación, pace parsimoniosamente, como si tuviera todo el tiempo para él, en una cerquilla, el caballo de Caramelo, mostrando sus viriles atributos (el caballo), ante la mirada infantil y un tanto maliciosa de los escolares. Al lado , una casita de sencilla rusticidad arquitectónica con un par de ventanucos estrechos y un tejado de viejas tejas descoloridas por las inclemencias del tiempo, donde sobresale enhiesta, una blanca chimenea de negra boca que expele un tenue y claro hilillo de humo que se deshace al leve contacto del aire.
Nos reíamos con el caballo y alguien, no sé quién, soltaba aquella adivinanza que decía:
Grande lo tengo,
más lo quisiera,
que entre las piernas
no me "cabiera".
(El caballo)
Repito, el caballo,¿eh?
Es la hora del recreo. Plácido, traje de pana marrón, gorra de plato de oficial marinero en un mar de niños, un reloj de bolsillo asido a una gruesa cadena que sobresale del chaleco, abre la puerta de la clase y anuncia la hora del esparcimiento al maestro: "la hora", va avisando por los distintos grados. Los chicos vamos saliendo como sabandijas escaleras abajo. Uno, no sé quién, monta en la sobada barandilla y algún saliente le engancha el pernil del pantalón haciéndole un siete de arriba abajo por donde se le ven las entretelas y parte de los interiores. El director, ojo avizor que estaba, sólo le oí decir "me alegro; para que no vuelvas a hacerlo otra vez". ¡Toma ya, pa que t´enteres! Se cogió el roto pinzándoselo con una mano y fue camino de su casa a un forzoso cambio, un poco a la pata coja y un tanto escorado hacia la derecha debido a tan incómoda posición.
Se llena el patio de una escandalosa algarabía infantil. Unos juegan a "fútgol" con una mediana pelota de goma que arremolina a su alrededor una amalgama abigarrada de escolares a ver quién le da la patada a la enjaulada pelotita entre tanto pie a porfía. Hoy, los muchachos juegan con más sentido posicional. Han visto mucho fútbol por televisión.
Otros juegan al repión. Los que al tirar se quedaban en el círculo, miraban con ojos como platos la afilada punta de los repiones con los que intentaban sacarlo del redondel a puazo limpio.El que más y el que menos ya llevaba uno de repuesto para tales menesteres, so pena de quedar expuesto a que su repión bueno quedara seriamente dañado. Había unos repiones grandísimos, gordísimos, de madera de encina, que para tirarlos, en vez de un cordel, necesitaban más bien una soga y un descomunal brazo para lanzarlos. ¡Qué repión! No recuerdo de quiénes eran, pero había un par de ellos que llamaban la atención. ¡Qué pedazo de tocón con púa, Dios mío, hecha a machamartillo de herrero, a los que dábamos la lata inmisericordemente unos, otros y los demás, con lo de ponerle púas a los repiones!
Si era tiempo de bolindres, se veían por aquí y por acullá verdaderas parvas de niños alrededor de un gua apostando cantidades ingentes de bolas, los que más tenían y menos les importaba perder o ganar, mientras que los más, apostábamos de dos en dos o de cuatro en cuatro como mucho, jugando a la tanga. Si cortabas pares, eras ganador; si impares, ganador el otro.
Otros jugaban al triángulo, juego menos espectacular, pero no exento de estrategia para que no te mataran o no te quedaras dentro del mismo al tratar de sacar algún bolindre que iba derecho a la faltriquera o la bolsita de tela que te había hecho tu madre si lo sacabas del triángulo. Previamente se había tirado a raya para decidir, por la mayor o menor proximidad, quién comenzaba a tirar, una vez realizada la apuesta.
Otros simplemente jugaban al gua, aguardando pacientemente mediante la táctica de proximidad al hoyo, que algún pardillo quedara lo suficientemente al alcance como para darle un sello y mandarlo fuera del juego.Un contrincante menos y sigue la guerra de los bolindres. Pero Plácido vocea desde las escalerillas que ya está bien de juegos, que es la hora de volver al trabajo escolar. Los más reacios, los remoloness, los que se recuelgan en el juego, se ven expuestos a la ira de Plácido, que con una palabra más alta y acompañada de un gesto que no indica la menor duda, sirve para que la caterva remisa de zangandungos salga dando pingos vapuleándose el culo con los talones. En la huida uno se da un guarrazo al trastrabillarse con otro, pero no le da tiempo nada más que a levantarse y seguir la indicación de Plácido, sin mirarse tan siquiera el rasguño de las rodillas y el codo. Despejado el campo, Plácido se sienta tranquilamente en una silla de aneas rotas de tanto amolarse las uñas los gatos, a la sombra de una parra, allá a la puerta de la casita donde vive. Un olorcillo a puchero se expande por el derredor.
Llegamos al aula y D.Manuel Quintana tiene puestas en la pizarra varias multiplicaciones de tres cifras y un problema de ovejas, vacas y un caballo -¿ sería el de Caramelo?- que decía más o menos:
Un labrador cambia un rebaño de 120 corderos valorados en 268 pts cada uno, por cuatro vacas,valoradas en 6390 pts cada una, y además un caballo. ¿Cuál es el valor de éste?
- Es el caballo de Caramelo, decía el Valentín, al que llamábamos la Rana por su peculiar manera de nadar, riéndose por lo bajito como una jimia:ji,ji,ji, - levantando y bajando rítmicamente los hombros en su hilaridad. Éste también tiene dos colas, una más arriba y otra más abajo, ji,ji.
Los que estábamos a su lado, sonreíamos su oportunismo sin atrevernos a más, pues D. Manuel estaba ya dando golpes en la mesa con la palmeta, en vista del pequeño alboroto.
Salían los dos empatados en cuestión de dinero si el caballo valía 6600 pts, pero a mí me daba la operación 6500 pts, que tampoco estaba mal para un caballo, y aquí me tienes repasando las multiplicaciones y la resta para averiguar dónde estaban las malditas 100 pts que me faltaban.
Los sábados rezábamos el rosario, a pie firme en el pasillo, dirigido en los misterios por D. José el director, hombre de profunda fe y religiosidad donde los haya habido. En mayo, mes de María, nos reunía a todos los escolares en una clase, creo que era la segunda subiendo a la derecha, donde una imagen de la Virgen asentada en su peana adosada a la pared, presidía los cantos y ofrendas de flores que traíamos los niños. El "Venid y vamos todos / con flores a María /con flores a porfía / que madre nuestra es", lo entonaba con una bonita voz de tiple mi amigo José Mari Espinal, y cantábamos a coro los demás. Al llegar al verso de "con flores a porfía" aquello no era cantar, aquello era berrear al unísono un centenar de chiquillos a ver quién voceaba más intensamente, incluidos los desafinos de unos cuantos que tenían el oído uno enfrente del otro. Reconozco que cuando José Mari hacía el solo yo sentía una endiablada envidia, porque modestia aparte, yo cantaba mejor que él. Pero José Mari era un enchufado del director con aquella carita de angelito y de niño bueno que tenía. Sí, he de reconocer que él cantaba mejor que yo por Antonio Molina y Juanito Valderrama, pero en lo demás no. Y como su padre le regalaba un saco de garbanzos cada año al director, pues eso, que siempre cantaba el niño. ¡Qué granuja y qué egoísta el muchacho! Y además siempre le hacía las pelotas al director - perdón, en singular, la pelota - y por eso le dejaba siempre cantar. Un abrazo desde aquí, José Mari.
También cantábamos el "Cara al sol", que mira tú por donde, no sé por qué siempre lo cantábamos de espaldas, bueno, sí sé, era sencillamente porque a esa hora el sol lo teníamos a la espalda. No recuerdo bien si era una vez a la semana o dos. Lo digo por lo de izar y arriar bandera que son dos tiempos distintos. Aquello de "impasible el ademán" no había quién entendiera lo que quería decir y aún más si lo traducías por "imposible el alemán". Lo de imposible ya lo intuías más o menos, pero lo de impasible era ya harina de otro costal, ¿qué querría decir? Ademán, ni por asomo te sonaba el significado. Eso es lo que pasa desde tiempo inmemorial cuando la transmisión es oral, de boca a oído. Se me vienen a las mientes algunos romances que se transcribían más por afinidad sonora y se invertían términos, hasta tal punto, que no los entendía ni la madre que los parió. Ahora recuerdo el término latino "in diebus illis" (en aquellos días, en aquellos tiempos),mal separado por un ignorante que dijo no entender qué significaba el "busilis". Hay busilis cuando suceden acontecimientos imprevistos, misteriosos, mágicos. Gustavo A. Bécquer emplea el término en la leyenda de Maese Pérez, el organista, cuando durante la misa del Gallo suena en el órgano los mismos sonidos que imprimía Maese Pérez cuando vivía:
- ¿No os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara; no os lo dije yo? Aquí hay busilis (...) Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira...., aquí hay busilis. En efecto, el busilis, el imposible el alemán, era el alma del Cara al sol.
Salimos por la tarde de la escuela y, al ver pasar un carro cargado de costales, algunos nos recostasmos en la parte trasera, con el consiguiente enfado del conductor, que no estaba dispuesto a llevar una sobrecarga sobre las ya sufridas mulas. Es una tarde espléndida que invita a ir las Pedreras a darle cachiporrazos a las despiertas e inquietas ranas. Allí pasamos un rato. Al atardecer, la plaza se llena del bullicio propio de una chiquillería entretenida en los más diversos juegos. Los aviones chirrían desaforadamente despidiendo las luces del último sol.


A. Fernández Bozano
EL TREN

Una serpiente trepidante de cabeza negra discurre por los raíles asentados sobre las viejas traviesas de madera de encina a medio tapar por el balasto, tal vez picado a golpe de maceta –de mango largo y flexible- por un sudoroso torso desnudo y unos brazos bravos y musculosos. Un camino terso, paralelo, que se pierde en la vega amarillenta de los trigales...
Nunca hasta entonces había visto el tren. Contaba yo por entonces la edad de ocho años y tenía, ya entonces, la imagen seria, excesivamente seria, que me ha caracterizado desde que me conozco. Mi abuela, con esa filosofía popular que poseen los viejos, siempre me decía que tenía cara de juez y que iba estirado como si me hubiera tragado un sable.
Con esa impaciencia propia de los niños que desea algo al momento insistía yo, una y otra vez, para que me llevaran a la estación a ver el tren. Hacía dos día que vivíamos en el pueblo y, a pesar de la lata que le daba a mi padre, mis deseos no los veía cumplidos y las evasivas eran continuas. Bastante tenían con ordenar los bultos y enseres que conllevó el traslado de nuestra casa en Santa Marta. Pero al tercer día, como una admonición evangélica, así sucedió.
Doña Elena, maestra de grato recuerdo, me presentó a mis primeros amigos de La Granja: Quini Muñoz y Mariano, que en paz descanse. Fueron a mi casa del Barrio Cuenca, por entonces vivíamos allí y, pasando por la calleja de Mejago, enfilamos la carretera de la estación a paso de galgo corredor, tales eran mis ganas de llegar. El camino se me hizo largo, quizá por esa vehemencia que suponía ver cumplir un deseo tan largamente esperado.
Llegamos a estación. Mi primera visión del entorno fue un pozo blanco con brocal rojo y sobre él, un cubo sujeto a la cuerda pasante de una carrucha ennegrecida por el óxido. A su lado, dándole sombra y, si mi memoria visual no se ha perdido en el recuerdo, una higuera de verde fronda. No lejos de allí, al lado mismo, una gran casa blanca de enormes ventanas rodeada por una verja de hierro asentada sobre un muro encalado y una esbelta palmera en el jardín como un enorme paraguas de varillas desplegadas.
Llegado que hubimos a pie de estación, yo no veía el tren por ninguna parte. Qué nervios. No podía ser, tenía que estar allí tal como lo había imaginado en multitud de ocasiones. Mis ojos escrutaban en vano en ambas direcciones. Fue una grave desilusión para mí. Mariano, después de observar el reloj adosado a la pared de estación, enjalbegada de cal blanca, de muros y salientes de ladrillo a la vista pintados de color marrón rojizo, dijo que aún no era la hora.
Había gente deambulando por el andén, otros que aguardaban pacientemente sentados en sendos bancos también marrón rojizo, mientras los más, esperaban a pie rodeados de maletas y bultos de diversa índole.
No tardó mucho tiempo, aunque a mí se me hiciera interminable la espera, en llegar el tren. Yo no hacía más que mirar, bien arrimado al borde del andén, inclinado el cuerpo hacia la vía y alargando el cuello cuanto podía hacia el lugar de procedencia. Al fin apareció lentamente por la izquierda. Tragué saliva, y un escalofrío me recorrió desde la nuca por toda la espalda. Era algo majestuoso a mis ojos de niño. Un monstruo enorme de color negro avanzaba por los raíles y por su lado derecho desprendía un ruidoso chorro de vapor. De su chimenea, un ojo negro que miraba al azul del cielo, despedía un humo blanquecino que iba dejando una estela perdida de jirones y un olor a carbón mineral que quedó para siempre asociado a mi conciencia. De una boca pequeña situada delante de la chimenea salía un chorro discontinuo de vapor, a la par que un silbido estridente anunciaba su llegada. Una llegada suave en el rodar, pero ruidosa por los constantes escapes de vapor de aquel monstruo de hierro.
Ajetreo de gente que baja y de otras que suben. De un vagón de carga abren una puerta corrediza y entran y sacan pesados fardos que transporta en una carretilla de manos, con ruedas de hierro, un empleado vestido de pantalón y camisa azules.


El jefe de estación, gorra de plato color azul y una banderola roja enrollada sobre un mástil breve bajo el brazo, da la salida tocando insistente y repetidamente una campanilla situada al lado del reloj, toca un silbato de grave sonido, y la máquina le contesta largo como una despedida amorosa. El tren chirría en su arranque, las bielas son lentas en su rotación, suenan las válvulas de escape, crujen los desvencijados vagones y un chuc-chuc fatigoso fluye de sus entrañas.


Al paso de los años, en mi época de estudiante en Badajoz, fueron innumerables las veces que tuve que viajar en tren. Era un tren de vía estrecha, un tren familiar, acogedor y seguro –viajaba una pareja de la Guardia Civil con tricornio y mosquetón-, un tren de cuentos infantiles: pequeñito, coqueto, con asientos de madera, con sus ventanillas abatibles por las que asomabas la cabeza para que te entraran en los ojos pavesas de carbonilla incandescentes que te ponían los ojos rojos como tomates rojos.
Era frecuente que el tren, en su férreo caminar, al llegar a la cuesta de la Joyana, temblara, palpitara, sudara vapor por sus cuatro costados y, exhausto por su largo caminar, asmático, se tomara un descanso en plena subida para oxigenarse entre medio de las amapolas rojas. Su parada era total y absoluta. El choteo que se organizaba era de órdago a la grande. Algunos pasajeros bajaban y empujaban en medio de la chanza, el delirio y el jolgorio general. Mientras tanto, el tren reponía energías e insuflaba presión a su caldera. ¡Ahí era verlo encarrilar hacia su destino y desatascarse por las bravas de la empinada cuesta! ¡Cómo hipaba la máquina con su pobre pulmón de acero asfixiado!

Por la carretera, de vuelta a casa, Tomás marcha al paso de un burro uncido a un viejo carrillo donde transporta mercancías y bultos de la estación. Es un hombre enjuto, entrado en años, y sus ojos desprenden una mirada serena. Lleva una chambra desabrochada gris oscura y su cabeza la cubre con una gorra de visera un tanto ajada por el uso. No tiene prisa, y si la tiene, el rucio, marrón y de hocico blanquinoso, parsimonioso como si tuviera todo el tiempo del mundo, no lleva ninguna.
Al final de la carretera, entre los tejados rojos, emerge la torre hermosa. Erguida, enhiesta, centinela de la tarde. A su alrededor, un enjambre de aviones –vencejos- veloces y chillones, en acrobáticos vuelos desafiantes de las leyes de la gravedad. Dos cigoñinos mueven aparatosamente las alas y saltan sobre el pretil de la torre ensayando un próximo vuelo.
Llegamos a la plaza. Don Arcadio, con sotana y manteo, pasa entre nosotros y en un santiamén le rodeamos y nos da a besar las mano. No sabíamos por qué, pero así era y así lo hacíamos.
Suenan las campanas a las santas inclinaciones y su tañido se expande en el atardecer rojo de los campos. Huele la brisa a jaras y a tierra mojada.

Antonio Fdez. Bozano