lunes, 9 de marzo de 2009

LA BODEGA DEL TÍO SERAFÍN

LA BODEGA DEL TIO SERAFÍN

La familia de mi padre vivía en Nogales. Desde muy pequeño me pasaba temporadas que duraban meses con mis abuelos. Hubo un tiempo en el que mis cuatro abuelos residieron en el mismo pueblo. Mi abuelo Ricardo, siendo guardia civil, fue trasladado aquí.
Mi primer recuerdo, era yo un bebé, ese recuerdo que queda grabado en lo más recóndito de tu cerebro sin saber porqué, se remonta allá en la época en que yo tenía trece meses. Sé que tenía esta edad no porque yo en sí supiera que tenía esta edad, sino porque rememorando alguna vez este recuerdo a mis padres, teniendo en cuenta la fecha en que murió mi abuelo Antonio, tenía esos meses de vida. El hecho de ir a menudo a Nogales, también influiría notablemente en mantener grabada la imagen.
Mi abuelo Antonio, bata blanca, bastón de puño de plata, se pasaba la mayor parte del día en la botica. Cuando daba un paseo por el largo zaguán, tenía la costumbre de sentarse en un diván sin respaldo y sin brazos que, situado a mitad de pasillo, le servía de descanso. Estaba el diván sobrecubierto por una colcha roja con lunares blancos. Allí se sentaba y me cogía en brazos sobre sus piernas mirándome sonriente a través de aquellas gafas de redondos cristales y de patillas metálicas flexibles. Con estos abuelos y entre tantas tías aún solteras, yo era el centro de atención. Aún más, el hecho de ser el primer nieto llamado Antonio, como mi abuelo, supuso una disposición especial de mayor miramiento. Por otra parte, tenía allí a mi primo Antonio con el que me llevaba extraordinariamente bien. Siempre estábamos juntos y no íbamos el uno sin el otro.
El padre de mi primo, Serafín, regentaba un negocio bodeguero. Fue un negocio próspero durante muchos años. Después, o no quisieron o no supieron, les faltó adaptarse al nuevo sistema de embotellamiento que requería el momento, y el negocio ha ido a menos hasta casi su total disolución. Pienso yo, pues a decir verdad, hace tiempo que no voy por allá.
Tenía el tío Serafín una bodega donde se pisaba y se prensaba la uva. Llegada la época de la pisa, allí estaban los Antonio dispuestos a descalzarse y meterse en el lagar a pisar, a estorbar más bien, diría yo, con esa visión de la cosas en la lejanía, los arracimados granos de uvas. El dorado mosto salía por el caño en un permanente chorro que llenaría pausadamente la cisterna donde fermentaría el dulce jugo. De vez en cuando un vasito en el que bebíamos todos los presentes y que se llenaba al rumoroso caño del lagar. Durante los días de la pisa, mis intestinos desalojaban sin el menor esfuerzo aquello que necesariamente había de ir fuera. Tal cantidad de mosto ingeríamos, que llegada la hora de comer, nos embargaba la inapetencia más absoluta.
Todo el interior de la nave estaba rodeada por gigantescas tinajas que llegaban hasta el techo, barriles de viejo roble, cubas y toneles dispuestos al tresbolillo uno encima de otro, que servirían para el trasvase, fermentación y envejecimiento.
Cuando mi primo y yo nos cansábamos de pisar uvas, nos lavábamos los pies en un barreño de hojalata, y enfilando la carretera abajo a paso de podenco, nos íbamos a otra bodega situada a las afueras del pueblo. Era un corralón de amplias naves dispuestas para el envejecimiento del vino y cuya parte superior estaba dispuesta para palomar. En las paredes, multitud de cajones donde anidaban las palomas que, en viendo a los invasores de su tranquila estancia, daban en desbandada de ruidoso aleteo a través de los ventanales. Subíamos al palomar por una larga escalera que siempre permanecía adosada a la pared. Nuestra misión era curiosear los huevos de los nidos, así como coger en nuestras manos los desplumado pichones que abrían desmesuradamente la boca aún con chijarreras amarillas. Por el suelo del palomar anidaban los pardales de cuyos nidos latrocinábamos los huevecillos de los que absorbíamos con fruición su interior. Previamente, mirabas, no fuese que ya estuviera empollado el huevecillo y te sorbieras un pollico de pardal. ¡Cuántos pajarillos volanderos hemos asado en parrilla al rescoldo de una ligera candela!
Por la tarde, después de finalizadas las tareas camperas, los hombres solían ir a tomarse unas copas a la bodega de arriba. Había por allí, dispuestos al afecto, largos bancos sin respaldos y banquetas de madera con una ranura en el asiento lo cual facilitaba el transporte de un lugar a otro. El encargado de servir en la bodega era Tirilla. Delgado, fibroso, de paso ágil, oído fino, movimientos rápidos.
- Tirilla, una de tres cuartos.
- ... una entera.
- Tirilla, una media.
Allí charlaban, allí discutían y se fumaba empedernidamente liando con parsimonia en un papel de librito Jean, con deleite, el negro tabaco guardado en la sobada petaca. Con igual lentitud, sacaban el mechero, desliaban la mecha de fuerte color naranja, le daban una colleja a la negra y estriada ruedecilla, y la chispa saltaba encendiendo el carbonizado extremo. Con suave soplo aligeraban la incandescencia, y sin prisas, prendían el cigarrillo cuyas primeras volutas impregnaban el ámbito de azul.
Otros, se entretenían jugándose pequeñas apuestas al hoyo. Ese juego que consistía en meter no sé cuántas monedas negras de perra gorda, en un agujero de poco más diámetro que el de las monedas, enclavado en el suelo y a cierta distancia delimitada por una raya. Mientras tanto, iban bebiendo todos en el mismo vaso acompañándose con un aperitivo de queso de oveja que alguno traía liado en un papel de estraza, cortado a yescas al instante a filo de navaja campera. Altramuces, para la gran mayoría.
Al llegar la noche, oscurecida la tarde, Tirilla iba encendiendo los negros y mugrientos candiles que colgaban en la pared y algunos carburos que reposaban dispuestos sobre unas repisas. El carburo era un artilugio de cinc en cuyo interior se ponían unas piedras de este mineral en agua, la reacción desprendía el gas que salía por una boquilla horadada por un fino agujero. Al contacto con una llama quedaba encendido. La estancia así, quedaba iluminada por varios puntos de luz.
El carburo nos servía también para uno de nuestros juegos favoritos. Mi abuela, después de la muerte del abuelo Antonio, convirtió la botica en una tienda de comestibles mayoritariamente. También vendía carburo que venía dispuesto en unos pequeños bidones metálicos. Me guardaba unos cuantos de trozos en los bolsillos, y con una botella de agua, nos íbamos a un campo cercano a la carretera. Disponíamos de una lata de conserva a la que previamente la habíamos agujereado un orificio en la base con un clavo. Abríamos un hoyuelo en la tierra del diámetro de la lata y lo llenábamos de agua. Poníamos el carburo, y al momento, hecha la reacción química, tumbado en el suelo para evitar percances no previstos, aproximaba una cerilla al agujerito de la lata, y salía disparada hacia arriba como un obús. Una de las veces en que no retiré la mano con suficiente rapidez, me dio tal golpe, que tuve el pulgar varios días hinchado, pero el único que me enteré fui yo. Faltaría más. A partir de entonces ya tuve más cuidado.
Tirilla, va cobrando al contado el importe de las distintas consumiciones. Se mete la mano en la faltriquera sacando un montón de chatarra, y le da el cambio a un vejete, con boina calada y chaqueta de pana, que guiña un ojo molesto por el humo del cigarrillo que le cuelga entre la húmeda comisura de los labios.
Antonio Fdez. Bozano

martes, 10 de febrero de 2009

LA POSÁ DE L´ANTONIA

LA POSÁ DE L’ANTONIA
Las casas de huéspedes recibían el nombre de fonda, posada y mesón cuando pertenecían al vecindario de aldeas y ciudades; el nombre de fonda se reservaba para las hospederías mejor acomodadas y de más distinción, y el de venta, para la que en los despoblados, alejados de los vecindarios, servían de albergue a transeúntes y viajeros. Existían además en las ciudades figones públicos, en los cuales se suministraba el único plato del día, que solía consistir en sopa y un trozo de carne, servido en sencillos comedores privados; se servían estos platos en un cuarto viejo en una mesa larga, en medio de la cual había un cuchillo, sujeto con una larga cadena, para que pudieran utilizarlo los que estaban sentados en los extremos y no pudieran llevárselo;o bien se ponían a la venta, en plena calle, la humeante olla podrida, en grandes calderos de tres patas. Aquí era donde se reunían aquellos allegadizos huéspedes de las más diversas clases sociales, para remojar el pan seco en las escudillas colmadas y dispuestas rápidamente a cualquiera indicación. Los relatos de la época están plagados de las más acerbas quejas contra el estado deplorable de las hospederías españolas en las décadas del Siglo de Oro. Las ventas eran paraderos públicos desmantelados, de un primitivismo oriental. ( “En las carreteras se topa a veces con una casucha de miserable aspecto, provista de una mesa no mal acondicionada, pero en la cual no hay nada de que echar mano. Si alguno toma asiento, aunque sólo sea por aliviarse un poco de las fatigas del camino, tiene que pagar solamente por eso al hospedero, aunque no haya encargado nada de comer o beber, seis maravedíes por la posada y sin recibir palabra de cortesía, ni deferencia” ),-J.W.Neumair, Viaje por Italia y España-.
En la fondas de las ciudades se proporcionaba al huésped cama, sal, aceite y vinagre, pero todo lo demás tenía que procurárselo el viajero por su cuenta y razón.
El mesonero mentiroso y trapisondista pasó a ser un tipo novelesco y su nombre se tomaba en el lenguaje popular como sinónimo de ratero o catabolsas, de ahí el refrán “Nadie sería mesonero si no fuera por el dinero”.
El término de venta tiene su origen, según la etimología popular española, en el hecho de “ vender gato por liebre”, y de ahí se dio en llamar venta al punto donde casi siempre se vendía el asado de gato como si fuera de liebre.
El ser ventero o mesonero era profesión poco honrosa o considerada para los españoles de los siglos XVI y XVII, y por eso se relegaba este oficio de ordinario a la actividad de italianos, moriscos y gitanos. El ventero inmortal del Quijote perjuraba en Dios y en su ánima que, a pesar de ser ventero, era un “viejo cristiano rancio”. Gracián, sin hacer distingos ni atenuaciones, denominaba a los venteros, en El Criticón, con los apelativos de “farsantes”, “alcabaleros” y “altra símile canalla”.
Los viajes se hacían, a no ser la gente de palacio y las familias nobles, exclusivamente a caballo o en mulo y resultaba, como puede colegirse, muy incómodo. “Es cosa cómica ver al español pasearse en su macho, la mayor parte de las veces sin daga, ni botas ni espuelas, llevando a las ancas a sus criados, y delante de sí un mundo de maletas, cajas, cofres y sombreros, que impedían en absoluto ver la calle”.
Entre las ciudades de aquel tiempo, tres llevaban la primacía “hotelera” por su tipicidad e importancia: Toledo; Madrid, residencia de la corte y emporio del teatro y Sevilla, la siempre floreciente y juvenil Sevilla, la metrópoli del comercio y circulación mundial, la ciudad dichosa que sentía la alegría de vivir.
Ya sé que cada cuál es muy libre de hacer de su capa un sayo. También entiendo que las circunstancias, a veces, marcan el camino y que, el señuelo de la imponderabilidad, de la modernidad, de la comodidad, del ahorro y una cierta displicencia hacia aquello que es historia y cultura local, han hecho desaparecer elementos tan propios, tan pertinentes a nuestras vidas, a nuestro entorno, que ante la ausencia de los mismos, ha sido como si de una amputación traumática, violenta, se tratara, hiriéndonos en lo profundo de las entrañas ese desgajo que te deja siempre un vacío que perdura a través de los años. Uno de esos elementos que pervive en la memoria colectiva y deambula como un fantasma alrededor de la torre, es la desaparecida posá de l’Antonia.
Enclavada en la que hoy es una doble vivienda - Víctor Alvarado y Juanito Ramírez- en el fondo de la plaza, en el ángulo oscuro, de su dueño tal vez olvidada, veíase la posada, parodiando toscamente la rima de Bécquer. Era la posada el arpa que acompañaba con su rasgueo una morisca melodía interpretada en baile por la esbelta silueta de la torre en el marco de un cielo azul.
Era de estilo herreriano, de una combinación académica austera de alineamientos y relieves, con dos ventanas salientes en la fachada, del mismo estilo, si mal no recuerdo. Cerraba la entrada una ancha puerta de cuarterones en una de cuyas hojas se abría un postigo con un tirante de picaporte, postigo siempre abierto o entornado, como un alminar, en el cual se voceaba pidiendo entrada franca. La respuesta a esta petición de entrada era siempre la misma: “Quita el picaporte y dale una patada abajo”. Eso mismo hago yo en mi casa cuando por razón de las lluvias, las puertas se hinchan y quedan encajadas. No hay mejor sistema, es total y absolutamente expeditivo y práctico.Lo normal es que la puerta estuviera abierta y, es por esto, que un muchacho, aprendiendo a montar en bicicleta, cogió la cuesta abajo de la plaza y, franca la puerta, pasó con el velocípedo del primer cuerpo de casa al quinto, sin permiso y sin que nadie se lo impidiera, hasta estrellarse en el brocal del pozo enclavado en el corral. -“Parece que ha pasado un muchacho en bicicleta”- dijo el Moñi, mientras se llevaba la cuchara a la boca.
Al entrar, a mano izquierda, había una sala grande con una mesa, sillas y un aparador. En las paredes, unos cuadros con la pátina del tiempo y cagados de moscas. A la diestra de la sala se abría una puerta con visillos que daba entrada a una habitación más profunda.
A la derecha estaba situada la sala chica. Imagino, porque no lo sé, que aquí, l’Antonia, tendría una camilla con brasero en el invierno donde haría ganchillo las tardes que su trabajo le dejase libre, entre los crujidos de sonoras carcomas.
Un largo zaguán empedrado desde la entrada hasta el corral, con los laterales de baldosas rojas repintadas y brillantes, daba entrada, más hacia dentro, al salón comedor donde comía la tribu de los Ramírez alrededor de una olla de regimiento. Una campana servía de escape a los humos que producía la candela donde bullían los garbanzos, a fuego lento, al lento borbollón de un puchero de arcilla vidriada, con las huellas dactilares del alfarero estampada en los bordes, apoyado en los rescoldos. Un día, estando comiendo la tribu, unas gallinas picoteaban por la sala las migajas que caían. Entró un perro por la puerta, como Pedro por su casa, y las asustadizas gallinas, visto al intruso, se alborotaron - no hace falta mucho para que estos necios plumíferos se asusten- digo, que se alborotaron y dieron de estampida en vuelo corto, dando una de ellas, de pechuga, en la fuente de la comida. ¡Vaya estropicio “gallinovolatinero” que se armó!
En el zaguán, unas cantareras de mampostería con dos cántaras de barro rojo, rezumantes de agua fresca por sus poros, y un vasar en la parte superior que servía de apoyo a algunos vasos y platos. En un cuarto oscuro, tinajas de vino y agua.
Era una casa, larga y ancha, de cinco cuerpos, con techos de alfargías y ladrillos pintados de rojo. En el tercer cuerpo, una escalera por donde se subía a un doblado, que en tiempos de lluvia - en casa del herrero cuchillo de palo- era una pura gotera. Fernando, con ese humor que siempre le ha caracterizado, subía al tejado con el paraguas, mientras que el Moñi le indicaba golpeando con el palo de una escoba, desde el doblado, dónde chorreaba el agua, que caía a borbotones en el cubo que ya había puesto l’Antonia.
En la cuarta estancia, una cocina pequeña con una pajera para servir prontamente paja a las caballerías, y a continuación, las cuadras, caballerizas y el corral. Aquí había un retrete por donde pasaba el albañal; debía ser tan ancho, que un día se cayó un cochino y tuvieron que ir a buscarlo al Pozo Nuevo. El retrete, parece ser, era un enclave animalesco, pues allí, además, anidaba una gansa que realizaba sus pertinentes posturas. Vive y verás.
A l’Antonia no le venía de nuevo su oficio de posadera. Ya su abuela Inés había regentado una posada a principios del siglo XIX, mientras su abuelo Juan, sentado fuera en un sillón, con un látigo, ahuyentaba los perros que se acercaban al olor de la olla podrida.
Recuerdo, que de niño, la posada era el lugar donde pernoctaban los arrieros, merchantes, diteros, aceiteros, sogueros, que recrean en mi memoria una bella, vieja y perdida estampa que no volveré a ver. Los que venían con bestias, era frecuente verlos dormir, durante el verano, a la puerta, sobre jergones y aparejos, al tiempo que los animales descansaban y comían dentro.
Nació l’Antonia en Granja en 1898, en el tiempo de aquella grandiosa generación de indeleble influencia literaria, y murió en 1969 en goce de Dios. Era una mujer arriscada, con una leve sonrisa en el rostro que hacía que te acercaras y te recibiera con cariño. Peinaba un moño entrecanoso de estilo praxitiliano, que dejaba la cara,de un color moreno natural, al descubierto y despejada. Un alma caritativa que nunca supo decir que no a las exigencias vecinales, a los menesterosos, que acuciados por el hambre, se acercaban por la “posá”; a los enfermos sin cuidados familiares no era difícil verla llevar un caldito para reponerlo en la medida que fuera posible. Mujer de misa de alba al segundo toque y asidua a la misa de la Adoración Nocturna donde encendía el incensario con los rescoldos de la candela. En pos de la luz, la vida lo va llenando todo como en una resurrección activada por el sol; antes que el cántico de los gallos y el son de las campanas y las carraspeadas toses de los hombres, lo que se percibía, lo que denunciaba la existencia de la posada, era una ventana iluminada por una bombilla de quince bujías y una sombra que se proyectaba sobre la pared. L’Antonia comenzaba su trajín y así continuaría hasta bien entrada la noche.
Veintidós partos no todos logrados. En uno de ellos dio a luz dos niñas siamesas unidas por el vientre. Un caso por el que toda la Europa médica se interesó. Una era rubia y la otra morena; una, tenía los pulmones, la otra, el corazón; una, riñones, la otra el hígado; la una defecaba, la otra orinaba. Un caso de difícil solución médica en el que el desconocimiento de la época impuso un final poco feliz.
El día que entraron las Fuerzas de Queipo de Llano en la Granja, l’Antonia también estaba de parto. Parió un niño que ya, de nacimiento, venía con una pulmonía doble. El Parte Militar del día dejó constancia del hecho y de la ayuda necesaria en medicinas para su curación.
Por entonces, sesenta años atrás o más, había un rapsoda, un coplero, un poeta popular, Manolito el de la Cecilia, que tenía ciertas artes para satirizar los asuntos puntuales del pueblo. Mirad ésta que refleja la hambruna que se pasaba en aquel tiempo y cómo un determinado día, hartándose de patatas guisadas y huevos, que dudo que fueran fritos, compuso:
“Como el hambre me devora,
me puse ayer como nuevo.
¡ Qué buenísimas las patatas,
qué riquísimos los huevos!”
O ésta dedicada a Ramón Cano, el Zorrito, estando jugando a las cartas en el casino de Luciano:
“Te fuiste a la Granjuela
por librarte de la aviación.
Por el hambre que pasaste
te compadezco, Ramón.”
Manolito era por entonces una especie de amanuense o gestor que, entre otras cosas, se dedicaba a rellenar papeles, instancias, etc., a la gente. Dada la incultura de entonces, cualquiera que supiera leer y escribir estaba capacitado para ello. La coplilla que a continuación detallo le costó caro. Algún dime y diréte tuvo que tener con el comandante de puesto de la Guardia Civil para componer ésta:
Del comandante de puesto
estoy muy agradecido.
Esa persona tan buena
no tenía que haber nacido.
Dada la represión de la época, dio con sus huesos en la cárcel. Allí estaba l’Antonia para llevarle un poco de comida y no se acordara de las patatas, de los huevos y de la madre que parió al comandante de puesto. Aún la recuerdo, ya mayor, con su moño, su vestido negro, mangas remangadas hasta los codos, sonrisa abierta, a la puerta de la Posá,darle yo las buenas tardes y contestarme con un “adiós, niño”. Su recuerdo tiene para mí el tono de una estampa sepia, desvaída, como si hubiera salvado siglos desde entonces. Un pasado que hace nostálgico el tiempo ido, desacreditado por los actuales aconteceres, y al que quisiera volver, aunque la distancia y el desvaimiento le den la atrayente realidad de los sueños.
En lo alto de la iglesia, en uno de los ángulos que coronan la picota, hay un nido de cigüeñas. Los reverberos del mediodía elevan al cielo un brindis crepitante de luz y crotoraciones de las zancudas, pero noto la ausencia, plaza abajo, de la Posá de l’Antonia.