PREGÓN DE FERIAS 2011
Siempre he pensado que un pregón dedicado a la apertura de Feria de un pueblo era tarea que se encomendaba a personas importantes, de fácil verbo y ágil pluma, que con alguna habilidad literaria y palabras rebuscadas, fueran capaces de evocar, ensalzar las maravillas de sus rincones y las actividades a celebrar. Pero ya veis, no es mi caso, ni facilidad para la pluma ni agilidad de verbo. Naturalmente, que al pedírmelo la corporación municipal que preside nuestro alcalde Felipe, me provocó la lógica preocupación por no defraudar. Desde dicha proposición me sentí muy honrado y casi obligado a aceptar por la deferencia habida y así poder manifestar y dar rienda suelta a lo que brota del corazón, a esos sentimientos que me sugiere este pueblo desde mi niñez hasta la bien entrada madurez biológica en la que me hallo.
En Granja, las cosas se hacen bien o no se hacen. Es el primer punto de la idiosincrasia granjeña. O lo hago bien o no lo hago, a fuer de que nos tachen de apáticos. Y aquí me gustaría hacer hincapié en que deberíamos valorar y desenterrar las tradiciones, porque un pueblo que se recrea en sus tradiciones, un pueblo que cultiva la memoria colectiva, la memoria de las cosas, está afianzando las raíces y está creando cultura, lo que implica que como pueblo, es más libre y está predispuesto a la tolerancia en la convivencia. Hagamos un repaso a la historia.
Si pudiéramos oír a la Plaza, porque hablarnos ya nos habla, nos contaría de que antes de que ella naciera, hace ya más de cinco siglos, los ancianos del lugar contaban cómo llegaron los primeros humanos a estos contornos casi con lo puesto, que apenas si sabían confeccionar su ropa y sus chozos, fabricar sus cacharros de barro y que hacía poco que dominaban el arte de la agricultura y la ganadería.
Según le contaron a nuestra Plaza, en este crisol se vertieron diferentes compuestos:
Sobre una base de ráfagas helénicas - sustentado por la presencia de ánforas griegas -le añadimos un reactivo llamado ibérico - lo indica el hallazgo de monedas – y le sumamos una proporción de fecunda dosis romana – lo acreditan los restos hallados en Cerro de la Socorra , centro de un lavadero de mineral - donde se han encontrado con relativa frecuencia monedas y restos de época. Todo ello coloreado con una fuerte presencia islámica, cuya representación más genuina es nuestra torre. También los visigodos hicieron acto de presencia, bien visible por cierto, en eso dos testigos mudos que aún siguen vigilantes como columnas basales, una en la parte anterior y otra en la posterior, en la estructura de la torre.
Aquí puede decirse que comienza mi historia, la gestación como pueblo que hoy conocemos, la Plaza embrionaria de una Granja cuya fe de bautismo, concedida por Felipe II el 3 de febrero de 1565 en Real Carta escrita en pergamino y que custodia el Exc. Ayuntamiento, donde para diferenciarla del resto de las Granja existentes en España, le da el apellido de Torrehermosa y además es verdad. Una torre gótica-mudéjar sin parangón en toda la región, si exceptuamos el Monasterio de Guadalupe.
Pero creo que vamos muy deprisa. Aunque hoy estamos aquí, entre otras cosas, para celebrar el inicio de Ferias y de paso los cinco siglos de nuestra Constitución como ente municipal propio. Antes de seguir adelante, voy a hacer un inciso para honrar a los granjeños y granjeñas, que sin tener la suerte de haber nacido aquí, llegaron un día por estas latitudes y decidieron consumir su existencia al calor de nuestro sol.
Por un momento, dejemos volar nuestra imaginación. Retrocedamos en el tiempo 5000 años para mirar con los ojos de aquellos primeros humanos que pisaron nuestra tierra. Situémonos, por ejemplo, por los alrededores de la Cerca de los Buiza, o el Coto, o las Monjas, allá por las postrimerías del Neolítico.
Imaginemos que somos uno de los apenas media docena de hombres que partimos hace unas lunas de otro territorio y que por primera vez nos aventuramos en la exploración de estas tierras de suaves lomas. La mentalidad de estos hombres, que seguramente vestían con pieles y cuyo armamento más sofisticado eran las puntas de piedra de sus flechas, debieron sufrir un fuerte impacto. Descubrirían el calor de esa bola de fuego en estos lares, la riqueza de la caza que habrían observado por los alrededores, y por si fuera poco, la tierra dócil y predispuesta a ser arañada por la azuela de piedra en estos albores de la agricultura.
No descubro nada nuevo, simplemente lo rememoro, que la fundación de Granja de Torrehermosa se sitúa sobre el siglo XV por unos caballeros de Azuaga. Estos señores tenían una granja o quinta en la que los colonos que trabajaban las tierras, solían pagar por renta la quinta parte de los frutos cosechados. Y aquí se asentó en la cercanía del río Zújar, en una zona comprendida entre los arroyos del Alamillo, el Madroño y la Hoyana. Como la mayoría de los pueblos del entorno, Granja perteneció a la provincia de León bajo el mecenazgo de la Orden de Santiago - ahora entiendo lo de tantos apellidos Santiago en este pueblo – y la jurisdicción tutelar de Azuaga.
Quiero recordar aquí algunas efemérides que me parecen debieran saber los escolares de nuestro pueblo. Resaltaré en primer lugar, la creación o fundación de la Hermandad del Santísimo Cristo del Humilladero, mediante cédula concedida por Felipe II, el 11 de septiembre de 1576. Hay que agradecer a este rey que, teniendo que gobernar un Imperio tan grandioso como el que rigió, el mayor de toda la historia de nuestro país, tuviera aún tiempo para solventar ciertas actuaciones que parecen no tener importancia, como el hecho de conceder licencia para la fundación de nuestra querida cofradía. Algo debería ver el rey en la actitud de aquellos aldeanos que son los ancestros de nuestra existencia
Quiero también destacar el crecimiento económico y demográfico motivado por la explotación de las minas de Santa Bárbara, La Juanita y El Encinar, que a pesar de lo esclavo del trabajo fue un tiempo de entusiasmo y esplendor para la población, en un tiempo mucho más próximo.
La supresión del Ferrocarril de vía estrecha Peñarroya – Fuente del Arco el 1 de agosto de 1970, marco de la vida social y económica durante 75 años, cuyas últimas traviesas las recorrió aquel tren de madera de cuentos infantiles, que asmático y asfixiado, le costaba subir la cuesta de La Hoyana. Y allí, en la estación, paraba el tren. Una estación enjalbegada de cal blanca con un reloj de grandes números adosado a la pared. Y ver llegar el tren. Viajar en aquel tren que al asomarte a la ventanilla te enrojecía los ojos al impactarte la volátil carbonilla que desprendía la chimenea. Y el olor, aquel olor a carbón mineral impreso en nuestra pituitaria. Ya no lo veremos chirriar en el arranque, no veremos la lenta rotación de sus bielas, no sonarán en nuestros oídos las válvulas de escape del vapor de la caldera, no sentiremos crujir los desvencijados vagones, no sentiremos el fatigoso chic-chuc de sus entrañas, ni desatascarse por las bravas en la cuesta de la Hoyana rodeado por los verdes trigales salpicados de amapolas rojas. Y la llegada del automotor – hola, amigo Ernesto – de exagerado olor a gasoil subiendo con desahogo la misma cuesta. Menos mal que aún no nos han quitado “La´stellesa”. Aquel autocar de escaleras en la parte trasera para subir los bultos y maletas en la baca, que Pistolo, de buena mañana, los iba trajinando, después de tomarse un cafelito en el bar de Victoriano. ¿Seguiremos viendo durante mucho tiempo las actuales Estellesas? No faltará mucho en que desaparezcan por aquello de la poca rentabilidad.
Como final, si pudiera, me gustaría saltar desde la torre de la iglesia y volar como hacen las cigüeñas de nuestro campanario. De esta forma haría una certera apreciación; me advertiría de lo rectilíneo y ancho de nuestras calles, tentáculos de un gigantesco pulpo cuya cabeza sería justamente la torre de la iglesia, en contraposición a la forma a como acostumbraban los árabes a hacer sus pueblos con calles estrechas y dadas a revueltas y a la asimetría.
Hablando de la torre, se me viene a las mientes la ciudad de Éfeso, antigua ciudad de Jonia, cuyos habitantes se sentían muy orgullosos del templo que se alzaba allí, dedicado al culto de Diana. La verdad es que tenían motivos para enorgullecerse, pues el templo estaba considerado como una de las siete maravillas del mundo.
Pero no sólo encontraban méritos artísticos los efesianos a su templo. El culto a la diosa Diana se extendía por todo el mundo pagano, lo cual llevaba no pocos adeptos a la ciudad, revertiendo pingües ganancias para la población.
Y ya sabéis lo que ocurrió. Una noche ardió el templo, quedando destruido completamente. Los efesianos en un principio se llenaron de pesadumbre y ésta se trocó en furor cuando descubrieron que el incendio había sido intencionado.
Llevado ante los jueces el autor de semejante brutalidad y preguntándole la razón de ello, repuso:
-Para inmortalizar mi nombre.
A pesar de que fue condenado a muerte y de aplicar igual pena para quien pronunciase su nombre, no se frustró el propósito de Erostrato, éste era su nombre,
según recogió Teopompo en sus escritos. Yo me limito a recordarlo solamente.
Aquí en Granja teníamos que hacerlo al revés. Aquel que proclamase a los cuatro vientos y con más ahínco la hermosura de nuestra torre, deberíamos inscribir su nombre en los anales de nuestro pueblo y que su memoria perdurara, al menos entre nosotros, por los siglos de los siglos.
Iba diciendo, que si saltáramos de la torre, otearíamos desde lo alto el enclave de la “Hacienda de don Manuel”, con lo que supone de empaque un hotel de tal categoría para nuestro pueblo, en estos momentos venido a menos.
. Veríamos el esfuerzo por la elaboración y ejecución de todos los elementos adosados a aquella primera Cooperativa que tantos desvelos supuso para los pioneros de su montaje. Mi reconocimiento desde aquí para mi amigo Ismael Villarrubia por su empeño y para todos los que trabajaron y colaboraron para conseguirlo.
Vería también los tejados de las nuevas casas. Casas con todas sus comodidades. No vería la pobreza de tejados derruidos con la cocina al fondo comunicando con el extenso corral de usos múltiples, donde era frecuente la presencia de gallinas, cerdos y otros animales domésticos.
Y la charca del Poleo, ya sin las verdes ranitas de San Antonio sobre los juncales.
Y los Joyos donde cantaban las ranas en las noches de verano, cubiertas ya, oh, dioses, de escombros y cachivaches sus finas aguas. Desaparecerán las aneas de las charcas y de aquella tierra rojiza no saldrán más ladrillos macizos ni las tejas alisadas por las manos de aquellos tejareros que yo conocí.
Y el parque, y el cementerio, reposo de nuestros seres más queridos y ....¡Dios mío, cuántas cosas de las que está lleno el corazón!
Y aquí termino no sin antes daros un mandamiento que ya veréis es de fácil cumplimiento. No son ni de la Ley de Dios ni de la Santa Madre Iglesia.
Éste:
“To granjeño y toa granjeña siempre llevará a su pueblo y a su gente en lo máh jondo de su corazón y enjamáh reniegará d´el . Ma´h entoavía, jará patria ondequiera que se jallare”.
Antonio Fdez. Bozano
lunes, 8 de agosto de 2011
martes, 22 de febrero de 2011
GUSANO SATISFECHO
Esta poesía la realicé siendo jovencito y ahora a releerla pienso que puede ser de actualidad pensando la cantidad de parásitos que pululan por las altas esferas del poder.
GUSANO SATISFECHO
Comer, después dormir. Y nada más.
Siempre, siempre lo mismo.
¿Así tu vida es vida?
No llega el aguijón de la inquietud
a tu carne con grasa tan compacta
que parece un cirio sin pabilo
incapaz de dar luz ni aún del recuerdo.
Tus ojos incrustados en la grasa,
viviendo por la grasa y de la grasa,
con grasas oscurecidas tus pupilas,
no ven más que la grasa de bellotas
que arranca el duro palo a las encinas.
Eres losa que pesa y hace estéril
el espacio en que estás inútilmente.
Eres noche por losa clausurada.
Digieres una sombra de intestinos
sin preguntas, sin dudas, sin estrellas,
sin pulso que recuerde a los relojes.
¡Oh, tu tiempo! La voz de digestiones
en letargo calmoso de laguna.
Un mundo te circunda hecho de limbo
para ti fabricado de ex profeso,
con sopor sobre blandos butacones
donde evocas la cruz cuando bostezas.
Un mundo que es exacto cebadero
donde comes y duermes…comes y duerme…
y así vives, gusano satisfecho.
GUSANO SATISFECHO
Comer, después dormir. Y nada más.
Siempre, siempre lo mismo.
¿Así tu vida es vida?
No llega el aguijón de la inquietud
a tu carne con grasa tan compacta
que parece un cirio sin pabilo
incapaz de dar luz ni aún del recuerdo.
Tus ojos incrustados en la grasa,
viviendo por la grasa y de la grasa,
con grasas oscurecidas tus pupilas,
no ven más que la grasa de bellotas
que arranca el duro palo a las encinas.
Eres losa que pesa y hace estéril
el espacio en que estás inútilmente.
Eres noche por losa clausurada.
Digieres una sombra de intestinos
sin preguntas, sin dudas, sin estrellas,
sin pulso que recuerde a los relojes.
¡Oh, tu tiempo! La voz de digestiones
en letargo calmoso de laguna.
Un mundo te circunda hecho de limbo
para ti fabricado de ex profeso,
con sopor sobre blandos butacones
donde evocas la cruz cuando bostezas.
Un mundo que es exacto cebadero
donde comes y duermes…comes y duerme…
y así vives, gusano satisfecho.
sábado, 28 de agosto de 2010
UN DÍA CUALQUIERA
*UN DÍA CUALQUIERA
Aquel ambiente que envolvía al pueblo y que yo respiré cuando iba con calzón corto sobre las calles empedradas me parece lejanísimo, una estampa desvaída de color oscuro, como si hubiesen pasado siglos desde entonces, como si de un sueño en azul se tratase y del que despertase violentamente con el corazón desbocado en palpitaciones, con esa nostalgia que te lleva a añorar el tiempo pasado atraído por esos sueños irreales. Verdad es que aquella vida no era nada cómoda; sí, que en la realidad en que se vivía, había menos complicaciones, las exigencias eran menores y las limitaciones a las que estábamos sometidos van ahora envueltas en la bruma de la memoria, una nebulosa de difusas cortinas que empañan y enmarañan los recuerdos.
Los que vivimos aquellos tiempos de tacañería forzosa y obligada, no podíamos imaginar que con el paso de medio siglo nos habríamos de volver tan poco conservadores. Ahora ya no se remienda de viejo. Aquellos calzones que nuestras madres nos remendaban en las culeras con dos parches imposibles de disimular, bien visibles las distintas tonalidades de las telas rebuscadas en los fondos del baúl, me parecerían un borroso, un horroroso cuadro de Miró y nos da buena cuenta de las necesidades sufridas en aquella época de posguerra; aquellos platos lañados, con los bordes astillados y ennegrecidos por el uso, era una forma, tal vez miserable, de conservar aquellos utensilios, la mayoría de las veces de poco uso, puesto que el caldero en medio de la mesa, cuchara va y cuchara viene, fue la tónica en la gran mayoría de familias, y cada uno de los comensales al rebusco de alguna presa que llevarse a la boca; la mancera del arado, reatada con alambre ambas empuñaduras, era un ahorro en mano de obra y de remaches en la fragua, pasando en estos momentos a adornar casas de campo y museos rurales; aquellas alpargatas de esparto agujereadas por el dedo gordo, nos enseñaban a andar con cuidado en las calles llenas de guijarros, y las botas de campo, pieceadas con piel de becerro en la coyuntura de los juanetes, se asentaban sobre los encharcados barbechos como barquichuelas sin remos; y aquellos asientos de las sillas de aneas, desgarradas por las uñas de los gatos, deshilachadas y ajadas por el uso, recosidas con aquella agujas grandes de arreglar los costales, en un mosaico de colores y aposento de chinches y carcomas… Para qué seguir. Se terminaron los arreglos chapuceros cantados a plena voz y pregonados por calles y plazas. ¡Compro hierro viejo, metal viejo, camas viejas! ¡El latero! ¡Se arreglan sillas! ¡El afilaó! ¡Cambio crúo! ¡Soguerooooo!
En mis años de estancia en el Seminario, cada vez que tenía que marcharme a Badajoz, era como si me amputaran parte de mi ser. Por la noche se me agolpaban los recuerdos de la torre, los juegos en la plaza, el sol tras la sierra de la Grana, los cipreses del cementerio, la frondosidad del parque y el bullicio de las calles.
Entonces, a causa de los problemas económicos que conllevaba el trabajo del campo, me asaltaba una especie de pudor que me cohibía la inspiración, y me resultaba casi demagógico lo bucólico; sentir en las manos a través de la mancera la tierra herida por la reja; paladear las manzanas robadas en la huerta; pronosticar el tiempo a través de las rojizas nubes en la puesta de sol, o por la aparición de las hormigas alonas fuera del hormiguero, o si el aire venía gallego o solano. Decir esto parecerá literatura barata, una cortina de humo a aquella realidad endurecida por un trabajo de sol a sol. Sin embargo, el campo, al menos para mí, era la panacea y por esto hoy rompo un secreto guardado toda una vida, y manifiesto el reflejo de mi sentimiento.
María, la Cortijeña, era ya una vieja entrada en años cuando yo la conocí. Ya se sabe que la perspectiva de la edad de una persona cambia conforme uno va avanzando también en el tiempo. A mí me parecía una anciana y a lo mejor no lo era tanto.
Vivía en el barrio Cuenca dos o tres puertas más arriba de la mía, y yo frecuentaba las entradas en su casa, porque tenía nietos de mi misma edad: María y Javier; José, Juan y Teodorita eran más pequeños. La madre de esta tribu era Teodora, casada con José, el cuenqueño, hombre avezado en las faenas del campo, consumado experto en la tala de encinas y contumaz hacedor de los boliches que le proporcionarían carbón de leña y picón con el que soportar las intemperancias del invierno.
María se levantaba antes de que los primeros rayos rompieran la mañana, estuviera lloviendo o hubiera escampado, hiciera frío o calor, raso o nublado. Era menuda, de rostro surcado por profundas grietas, de un moreno bronceado por los rigores del solano y manos sarmentosas con los tendones y venas incrustados bajo la piel. Sus pelos canosos, bien repeinados, tan tirantes que parecían querer salirse de las raíces y arrancárseles de cuajo, y que terminaban en un moño que iba enrollando con el índice hasta darle la forma apetecida. Entre los labios, sujeta un par de negras horquillas que le servirán para que el moño no se desprenda de su posición. Qué habilidad en la ejecución con aquellas manos ya temblorosas.
Viste una saya negra y un refajo del mismo color que le llega hasta los tobillos, dejando entrever unas medias, también negras, y unas zapatillas, ya decoloradas, que en su tiempo también lo fueron. Lleva puesta una toca de lana algo denegrida que le cubre los hombros y le abraza la encorvada espalda. Sobre la cabeza, un pañuelo grande, negro azabache, anudado con un voluminoso nudo debajo de la barbilla, de donde caen las dos puntas en un ligero balanceo, como alas lánguidas de una enlutada mariposa.
Anda con pasos lentos como si tuviera miedo de perder el equilibrio ante cualquier sobresaliente del enrollado pavimento de la cocina. No utiliza el bastón, creo que por vanidad, más que porque le impida la realización de los quehaceres domésticos.
Coge una escoba, casi mocha, con los palmitos raídos de puro uso, y parsimoniosamente va llevando las hojarascas de la leña, hacia la candela que arde en una chimenea de alta campana, en cuyo vasar se ven un par de platos floreados apoyados sobre la pared, un puchero de cinc rojo con el esmalte saltado, como negros ojos, y un quinqué de petróleo con el extremo de la torcida requemada y la tulipa que cubre la llama, empañada por la grasa desprendida de pucheros, guisos y torreznos. El fuego se aviva prendiendo con rapidez una mata de verde aulaga y un poco de paja, en un sonoro chisporroteo que incendia la leña seca ya dispuesta. Las lenguas de fuego lamen una gruesa cadena de hierro que cuelga de una viga de madera ennegrecida por los muchos humos que la han impregnado y de la que pende una renegrida caldera llena de agua. Las llamas ya remiten, la leña termina en rojas ascuas incandescentes, las extiende lentamente con unas tenazas, y posa sobre las brasas un puchero pequeño de dos asas en el que ha dispuesto un par de latas de agua que ha cogido de una tinaja, roja y descascarillada, que está asentada en un trípode, allá en un rincón. Una tapadera de madera, limpia como un jaspe, estanca la boca y sobre ella descansa una lata de conservas con un asa estañada por el latero.
María mira si el puchero hierve, ya se oye el burbujear del agua. Con una cuchara de madera extrae de un paquete tres cucharadas colmaditas de achicoria que deja caer suavemente en el agua que cuece, cuidando que no rebose. Permanece quieta durante unos instantes sentada en el tajo de corcho. Con la punta del delantal aparta el puchero del fuego con mano temblorosa. Deja que se asiente la infusión y con un colador dispuesto sobre el tazón, embroca un cuarto de puchero y mancha el negro líquido con un chorreón de leche recién ordeñada de la cabra que campa ahora a sus anchas por el corral. Coge un trozo de pan y lo rebana en finas lascas con una navaja, de cachas de madera, y los pone en la humeante taza. Con la cuchara lo remueve parsimoniosamente, sin prisas, con cuidado. Prueba una pizca con la punta de la cuchara y a continuación va engullendo el alimento con su desdentada boca.
Unas gallinas picotean incansables y escarban frenéticas en el estercolero. El gallo, desafiante, abre ostentosamente las alas, alza la cabeza y se le erizan las plumas del pescuezo en un ritual gesto de fiereza. A su lado pasa una gallina con una fila de pollitos, amarillos como borlones, siguiendo a la madre que va cantando su rítmico cacareo. Picotea una tripilla, y toda la prole lucha a porfía por ver quién se lleva el apetitoso bocado, trompicando unos con otros en una sonora algarabía de pío, pío, pío.
En una desconchada pared del corral, bajo un cobertizo con dos palos en vertical que sostiene una techumbre cubierta de ramas grises, dos pellejos de conejo, ya secos, aún se mantienen pegados a la pared, desafiantes a la ley de la gravedad. Sobre un taburete de encina, se ve un fardo de pellejos atados con una guita.
Un cubo de lata, que en su momento sirvió de recipiente de aceite, cilíndrico, con los bordes remachados y un asa de recio alambre, del que cuelga una herrumbrosa herradura, permanece quieto, amarrado a una gruesa soga que pasa por una chirriante carrucha, sobre el brocal de rojo ladrillo del pozo.
A media mañana, Felipe toca el silbato. Un sonido vibrante invita a los vecinos a salir de sus casas con cántaros y cubos a reponer agua para uso culinario y llenar el botijo. Es un hombre ducho en el trato con el género femenino. Siempre hay alguna que trata de zaherir, eso sí, con buen humor, el tranquilo talante de Felipe. Ni se inmuta. A veces contesta pícaramente y las más, hace oídos sordos a las provocaciones. Está para lo que está. Tiene parada la cuba hacia la mitad de la calle; no le da la gana de bajar más para que la mula no sufra la cuesta arriba. Así, que todos a la plazoleta. Esperamos turno cada uno con nuestro cántaro. Siempre el mismo rito: Felipe coge la vasija vacía, la pone bajo el grueso grifo, apoya el cántaro en la punta de su pie para darle altura, abre la palanca de salida, y surte el chorro de agua clara con sonoro estrépito al llenar la panza de la vasija, en un principio, bronco, y al final, conforme se va llenando, en un suave siseo. Dos reales y para casa.
- Que no me eches las escurriajas – se queja una.
- No te preocupes, está limpia. De vez en cuando suelo limpiar la cuba – aduce sonriente.
- ¡A sabé si tú limpias la cuba o no la limpias! Como yo no te veo, verigua tú.
- Que sí, mujé, que m´ha dicho el veterinario que es necesario limpiarla pa que las animalas no cojan el tifu.
-¡ Mirá éste qué lengua má suelta tiene!
No hay agua para todos. Se quejan. No oye, el aire viene del otro lado. No hay respuesta. Da media vuelta y se dirige a la huerta para llenar la cuba y reemprender nuevamente la ronda allí donde la dejó. La verdad es que no tarda gran cosa, pero fastidia tener que venir otra vez.
Es media tarde. Los zagales hemos salido de la escuela y andamos por la calle con los repiones. Dejamos el juego. Hay novedades.
En la plazoleta se ha formado un corro de abundante chiquillería y no menor número de gente mayor. Ha llegado un cantor de romances y los asistentes le rodeamos con atención y curiosidad. Es un hombre joven que raya en los treinta, ciego por más señas, y le acompaña una mujer, joven también, con un vestido floreado y una larga melena rubia recogida en cola de caballo. Merodea por los alrededores un perro color canela, con el rabo entre las patas y mirada desconfiada al observar tanto alboroto y gentío.
Soy un pobre ciego,
como podéis ver,
y sin caridad no puedo comer.
Un amigo mío
todo esto escribió,
para que yo coma
me lo regaló.
De esta manera empezó su disertación.
En aquel tiempo se explotaba mucho el romance cantado en la calle. Se cantaban las coplas de un crimen, las gestas de un bandido, las guerras, acompañado la mayoría de las veces de un retablo en el que aparecen pintadas las escenas para de esa manera completar la imaginación.
Se me viene a las mientes en este momento aquel romance de la Agustinita que anduvo por el pueblo en su debido momento. Paso a transcribirlo para que los niños y jóvenes tengan conocimiento de esta historia que sobrecogió el ánimo de los de entonces. No sé si hay familiares de aquel suceso. Pero conste que en mi ánimo sólo existe el afán de que se conozca, sin ninguna otra pretensión, por la gente joven.
La Agustinita
En el pueblo de la granja / había una señorita
hija de Antonio Moreno, / que se yam´Agustinita.
Estando l´Agustinita / con su Redondo a la puerta,
vino su padre, el cruel, / la trató de sinverguenza.
- ¡Padre, qué malita estoy! / ¡Padre, que me voy a morir!...
Deje ust´entrar a Redondo, / que se despida de mí.
Y el padre l´ha contestado / con palabrah muy soberbia:
- Aunque te muerah mil vece / Redondo en casa no entra.
Adioh, Redondito, adioh / qu´en cielo noh veremo,
qu´el padre que me dio el ser / no quiere que noh casemo.
¡Ay, qué padre tan cruel / y qué familia tan baja,
que anteh de morir la hija, / le han encargado la caja!
La caja era de cristal; / lah columnah de madera,
que se la hizo Luciano / pa que Redondo lah viera.
Ya se ha formado el entierro / con mucha rigoridá;
Redondo iba delante / y Luciano iba detrás,
y el criminal de su padre / liando un cigarro va.
Al entrar en el cementerio, / Redondo le ha dado un beso,
y el criminal de su padre / le tiró de loh cabeyo.
A entrarla en el panteón, / Redondo s´echó a yorá,
y el criminal de su padre / le ha dado de puñalá.
Ya se murió Agustinita, / la de loh ojitoh garzo,
la que le quitó a Redondo / tantas horah de trabajo.
Ya se murió Agustinita, / la de loh ojitoh negro,
la que le quitó a Redondo / tantas horitah de sueño.
Los juglares, los romanceros, enjugaban las lágrimas y encendían la ilusión de los corazones. Sin proponérselo, el romancero desempeñaba la función de informar a los oyentes de cuanto ocurría en el vasto espacio geográfico. Fue debido a estos infatigables andariegos lo que permitió a los historiadores reconstruir parte de la historia cumplidamente.
En un principio, allá por la Edad Media, los juglares recorrían pueblos y caminos ganándose la vida divirtiendo a la gente con canciones compuestas por él o por otros, convirtiéndose en asiduos visitantes de los palacios reales y los castillos de los grandes señores. Esta gente procedía del pueblo llano y amén de una buena memoria poseían un espíritu extrovertido y una alta sensibilidad.
La llegada a las aldeas producía en grandes y gente menuda, alegría, algazara y ruidosos aplausos. Antes y después de recitar en la plaza, en medio de los pueblerinos ignorantes y cazurros, charlaba y charlaba en un monólogo cautivo, mezclando con exuberante agilidad noticias ciertas y maravillosos embustes de los países que según decía había recorrido. Ni que decir tiene el embeleso con que escuchaba el auditorio aquellas fascinantes y encantadoras historias.
El romancero – perdonad los tres párrafos anteriores que me he permitido narraros como simple información académica, gajes del oficio- lleva una especie de maleta donde se ven, dispuestas en fajas de papel, cuartillas impresas de distintos colores. Coge una de color azul claro y empieza a recitar, en un soniquete repetitivo, terminando cada estrofa en un tono más bajo, bien remarcado, y siguiendo en la siguiente estrofa, aumentándolo. Los muchachos no perdíamos oído a lo que contaba. Para nosotros no dejaba de ser un cuento medio cantado y medio recitado, y esperábamos expectantes a la finalización de la historia. Una vez terminaba, iba ofreciendo el romance al módico precio de diez céntimos. A mí se me iban los ojos tras aquel papel azul, pero yo no tenía diez céntimos, ni por el forro, y me quedaba con las ganas de tener entre mis papeles aquella endiablada narración. Si recitaba un romance de dos partes, que eran casi todos, sólo cantaba la primera, y en el acto ofrecía la segunda, si es que querías saber cómo finalizaba la historia, al precio de dos gordas. Me quedé con bastantes romances sin saber el final. Te quedabas así, a medias y con cara de tonto a los diez años con la curiosidad insatisfecha. Alguno ni lo empezaba siquiera, lo enunciaba más o menos así:
- Curioso romance, en que se declaran las portentosas hazañas del valiente Bernardo del Montijo.
- Romance en que se declaran los maravillosos sucesos de la muy noble señora Doña Fénix Alba: dase cuenta, cómo habiéndola sacado un amante suyo de su casa con engaños, la llevó a un monte, en donde le quiso quitar su honor, y la dio de puñaladas; como así mismo la venganza que tomó un león de su alevoso amante, y el dichoso fin que tuvo la señora.
- Romance en que se da cuenta y declara la trágica y verdadera historia de la hermosa Rosimunda.
- Florisela: primera parte. En que se da cuenta de los amores de la princesa Flamina y el conde de Barcelona, con varios acontecimientos del duque de Milán y el rey de Irlanda.
Terminada la actuación, cogió el hatillo con los archiperres y todos los críos fuimos detrás hasta la Parada, donde tuvo lugar la siguiente representación.
Los del barrio Cuenca nos dimos la vuelta, a trote de podenco, por la calleja de la carpintería del Manchego, y desembocamos en la del tío Lucas, hasta dar nuevamente en la plazoleta. Nos preparamos los trompos y después de echar suerte, a mí me tocó poner el mío dentro del redondel hasta que Quintana, Antonio, me lo sacó, de mala manera por cierto, de un puazo que me destrozó medio repión.
En el Jerrete, símbolo humilde de las labores agrícolas, entre unos cardos borriqueros en flor, con una manea que le deja poca soltura, un burro gris jaspeado trisca por los pajotes y entre unas briznas de correhuela en flor blanca, lleva en sus labios una amapola roja. La colonia de buitres vuela tan alto en la vertical del Jerrete, que se ven, en el azul del cielo, como gorriatos despistados, planeando en círculos, allá casi en los límites de la estratosfera.
A. Fernández Bozano
Aquel ambiente que envolvía al pueblo y que yo respiré cuando iba con calzón corto sobre las calles empedradas me parece lejanísimo, una estampa desvaída de color oscuro, como si hubiesen pasado siglos desde entonces, como si de un sueño en azul se tratase y del que despertase violentamente con el corazón desbocado en palpitaciones, con esa nostalgia que te lleva a añorar el tiempo pasado atraído por esos sueños irreales. Verdad es que aquella vida no era nada cómoda; sí, que en la realidad en que se vivía, había menos complicaciones, las exigencias eran menores y las limitaciones a las que estábamos sometidos van ahora envueltas en la bruma de la memoria, una nebulosa de difusas cortinas que empañan y enmarañan los recuerdos.
Los que vivimos aquellos tiempos de tacañería forzosa y obligada, no podíamos imaginar que con el paso de medio siglo nos habríamos de volver tan poco conservadores. Ahora ya no se remienda de viejo. Aquellos calzones que nuestras madres nos remendaban en las culeras con dos parches imposibles de disimular, bien visibles las distintas tonalidades de las telas rebuscadas en los fondos del baúl, me parecerían un borroso, un horroroso cuadro de Miró y nos da buena cuenta de las necesidades sufridas en aquella época de posguerra; aquellos platos lañados, con los bordes astillados y ennegrecidos por el uso, era una forma, tal vez miserable, de conservar aquellos utensilios, la mayoría de las veces de poco uso, puesto que el caldero en medio de la mesa, cuchara va y cuchara viene, fue la tónica en la gran mayoría de familias, y cada uno de los comensales al rebusco de alguna presa que llevarse a la boca; la mancera del arado, reatada con alambre ambas empuñaduras, era un ahorro en mano de obra y de remaches en la fragua, pasando en estos momentos a adornar casas de campo y museos rurales; aquellas alpargatas de esparto agujereadas por el dedo gordo, nos enseñaban a andar con cuidado en las calles llenas de guijarros, y las botas de campo, pieceadas con piel de becerro en la coyuntura de los juanetes, se asentaban sobre los encharcados barbechos como barquichuelas sin remos; y aquellos asientos de las sillas de aneas, desgarradas por las uñas de los gatos, deshilachadas y ajadas por el uso, recosidas con aquella agujas grandes de arreglar los costales, en un mosaico de colores y aposento de chinches y carcomas… Para qué seguir. Se terminaron los arreglos chapuceros cantados a plena voz y pregonados por calles y plazas. ¡Compro hierro viejo, metal viejo, camas viejas! ¡El latero! ¡Se arreglan sillas! ¡El afilaó! ¡Cambio crúo! ¡Soguerooooo!
En mis años de estancia en el Seminario, cada vez que tenía que marcharme a Badajoz, era como si me amputaran parte de mi ser. Por la noche se me agolpaban los recuerdos de la torre, los juegos en la plaza, el sol tras la sierra de la Grana, los cipreses del cementerio, la frondosidad del parque y el bullicio de las calles.
Entonces, a causa de los problemas económicos que conllevaba el trabajo del campo, me asaltaba una especie de pudor que me cohibía la inspiración, y me resultaba casi demagógico lo bucólico; sentir en las manos a través de la mancera la tierra herida por la reja; paladear las manzanas robadas en la huerta; pronosticar el tiempo a través de las rojizas nubes en la puesta de sol, o por la aparición de las hormigas alonas fuera del hormiguero, o si el aire venía gallego o solano. Decir esto parecerá literatura barata, una cortina de humo a aquella realidad endurecida por un trabajo de sol a sol. Sin embargo, el campo, al menos para mí, era la panacea y por esto hoy rompo un secreto guardado toda una vida, y manifiesto el reflejo de mi sentimiento.
María, la Cortijeña, era ya una vieja entrada en años cuando yo la conocí. Ya se sabe que la perspectiva de la edad de una persona cambia conforme uno va avanzando también en el tiempo. A mí me parecía una anciana y a lo mejor no lo era tanto.
Vivía en el barrio Cuenca dos o tres puertas más arriba de la mía, y yo frecuentaba las entradas en su casa, porque tenía nietos de mi misma edad: María y Javier; José, Juan y Teodorita eran más pequeños. La madre de esta tribu era Teodora, casada con José, el cuenqueño, hombre avezado en las faenas del campo, consumado experto en la tala de encinas y contumaz hacedor de los boliches que le proporcionarían carbón de leña y picón con el que soportar las intemperancias del invierno.
María se levantaba antes de que los primeros rayos rompieran la mañana, estuviera lloviendo o hubiera escampado, hiciera frío o calor, raso o nublado. Era menuda, de rostro surcado por profundas grietas, de un moreno bronceado por los rigores del solano y manos sarmentosas con los tendones y venas incrustados bajo la piel. Sus pelos canosos, bien repeinados, tan tirantes que parecían querer salirse de las raíces y arrancárseles de cuajo, y que terminaban en un moño que iba enrollando con el índice hasta darle la forma apetecida. Entre los labios, sujeta un par de negras horquillas que le servirán para que el moño no se desprenda de su posición. Qué habilidad en la ejecución con aquellas manos ya temblorosas.
Viste una saya negra y un refajo del mismo color que le llega hasta los tobillos, dejando entrever unas medias, también negras, y unas zapatillas, ya decoloradas, que en su tiempo también lo fueron. Lleva puesta una toca de lana algo denegrida que le cubre los hombros y le abraza la encorvada espalda. Sobre la cabeza, un pañuelo grande, negro azabache, anudado con un voluminoso nudo debajo de la barbilla, de donde caen las dos puntas en un ligero balanceo, como alas lánguidas de una enlutada mariposa.
Anda con pasos lentos como si tuviera miedo de perder el equilibrio ante cualquier sobresaliente del enrollado pavimento de la cocina. No utiliza el bastón, creo que por vanidad, más que porque le impida la realización de los quehaceres domésticos.
Coge una escoba, casi mocha, con los palmitos raídos de puro uso, y parsimoniosamente va llevando las hojarascas de la leña, hacia la candela que arde en una chimenea de alta campana, en cuyo vasar se ven un par de platos floreados apoyados sobre la pared, un puchero de cinc rojo con el esmalte saltado, como negros ojos, y un quinqué de petróleo con el extremo de la torcida requemada y la tulipa que cubre la llama, empañada por la grasa desprendida de pucheros, guisos y torreznos. El fuego se aviva prendiendo con rapidez una mata de verde aulaga y un poco de paja, en un sonoro chisporroteo que incendia la leña seca ya dispuesta. Las lenguas de fuego lamen una gruesa cadena de hierro que cuelga de una viga de madera ennegrecida por los muchos humos que la han impregnado y de la que pende una renegrida caldera llena de agua. Las llamas ya remiten, la leña termina en rojas ascuas incandescentes, las extiende lentamente con unas tenazas, y posa sobre las brasas un puchero pequeño de dos asas en el que ha dispuesto un par de latas de agua que ha cogido de una tinaja, roja y descascarillada, que está asentada en un trípode, allá en un rincón. Una tapadera de madera, limpia como un jaspe, estanca la boca y sobre ella descansa una lata de conservas con un asa estañada por el latero.
María mira si el puchero hierve, ya se oye el burbujear del agua. Con una cuchara de madera extrae de un paquete tres cucharadas colmaditas de achicoria que deja caer suavemente en el agua que cuece, cuidando que no rebose. Permanece quieta durante unos instantes sentada en el tajo de corcho. Con la punta del delantal aparta el puchero del fuego con mano temblorosa. Deja que se asiente la infusión y con un colador dispuesto sobre el tazón, embroca un cuarto de puchero y mancha el negro líquido con un chorreón de leche recién ordeñada de la cabra que campa ahora a sus anchas por el corral. Coge un trozo de pan y lo rebana en finas lascas con una navaja, de cachas de madera, y los pone en la humeante taza. Con la cuchara lo remueve parsimoniosamente, sin prisas, con cuidado. Prueba una pizca con la punta de la cuchara y a continuación va engullendo el alimento con su desdentada boca.
Unas gallinas picotean incansables y escarban frenéticas en el estercolero. El gallo, desafiante, abre ostentosamente las alas, alza la cabeza y se le erizan las plumas del pescuezo en un ritual gesto de fiereza. A su lado pasa una gallina con una fila de pollitos, amarillos como borlones, siguiendo a la madre que va cantando su rítmico cacareo. Picotea una tripilla, y toda la prole lucha a porfía por ver quién se lleva el apetitoso bocado, trompicando unos con otros en una sonora algarabía de pío, pío, pío.
En una desconchada pared del corral, bajo un cobertizo con dos palos en vertical que sostiene una techumbre cubierta de ramas grises, dos pellejos de conejo, ya secos, aún se mantienen pegados a la pared, desafiantes a la ley de la gravedad. Sobre un taburete de encina, se ve un fardo de pellejos atados con una guita.
Un cubo de lata, que en su momento sirvió de recipiente de aceite, cilíndrico, con los bordes remachados y un asa de recio alambre, del que cuelga una herrumbrosa herradura, permanece quieto, amarrado a una gruesa soga que pasa por una chirriante carrucha, sobre el brocal de rojo ladrillo del pozo.
A media mañana, Felipe toca el silbato. Un sonido vibrante invita a los vecinos a salir de sus casas con cántaros y cubos a reponer agua para uso culinario y llenar el botijo. Es un hombre ducho en el trato con el género femenino. Siempre hay alguna que trata de zaherir, eso sí, con buen humor, el tranquilo talante de Felipe. Ni se inmuta. A veces contesta pícaramente y las más, hace oídos sordos a las provocaciones. Está para lo que está. Tiene parada la cuba hacia la mitad de la calle; no le da la gana de bajar más para que la mula no sufra la cuesta arriba. Así, que todos a la plazoleta. Esperamos turno cada uno con nuestro cántaro. Siempre el mismo rito: Felipe coge la vasija vacía, la pone bajo el grueso grifo, apoya el cántaro en la punta de su pie para darle altura, abre la palanca de salida, y surte el chorro de agua clara con sonoro estrépito al llenar la panza de la vasija, en un principio, bronco, y al final, conforme se va llenando, en un suave siseo. Dos reales y para casa.
- Que no me eches las escurriajas – se queja una.
- No te preocupes, está limpia. De vez en cuando suelo limpiar la cuba – aduce sonriente.
- ¡A sabé si tú limpias la cuba o no la limpias! Como yo no te veo, verigua tú.
- Que sí, mujé, que m´ha dicho el veterinario que es necesario limpiarla pa que las animalas no cojan el tifu.
-¡ Mirá éste qué lengua má suelta tiene!
No hay agua para todos. Se quejan. No oye, el aire viene del otro lado. No hay respuesta. Da media vuelta y se dirige a la huerta para llenar la cuba y reemprender nuevamente la ronda allí donde la dejó. La verdad es que no tarda gran cosa, pero fastidia tener que venir otra vez.
Es media tarde. Los zagales hemos salido de la escuela y andamos por la calle con los repiones. Dejamos el juego. Hay novedades.
En la plazoleta se ha formado un corro de abundante chiquillería y no menor número de gente mayor. Ha llegado un cantor de romances y los asistentes le rodeamos con atención y curiosidad. Es un hombre joven que raya en los treinta, ciego por más señas, y le acompaña una mujer, joven también, con un vestido floreado y una larga melena rubia recogida en cola de caballo. Merodea por los alrededores un perro color canela, con el rabo entre las patas y mirada desconfiada al observar tanto alboroto y gentío.
Soy un pobre ciego,
como podéis ver,
y sin caridad no puedo comer.
Un amigo mío
todo esto escribió,
para que yo coma
me lo regaló.
De esta manera empezó su disertación.
En aquel tiempo se explotaba mucho el romance cantado en la calle. Se cantaban las coplas de un crimen, las gestas de un bandido, las guerras, acompañado la mayoría de las veces de un retablo en el que aparecen pintadas las escenas para de esa manera completar la imaginación.
Se me viene a las mientes en este momento aquel romance de la Agustinita que anduvo por el pueblo en su debido momento. Paso a transcribirlo para que los niños y jóvenes tengan conocimiento de esta historia que sobrecogió el ánimo de los de entonces. No sé si hay familiares de aquel suceso. Pero conste que en mi ánimo sólo existe el afán de que se conozca, sin ninguna otra pretensión, por la gente joven.
La Agustinita
En el pueblo de la granja / había una señorita
hija de Antonio Moreno, / que se yam´Agustinita.
Estando l´Agustinita / con su Redondo a la puerta,
vino su padre, el cruel, / la trató de sinverguenza.
- ¡Padre, qué malita estoy! / ¡Padre, que me voy a morir!...
Deje ust´entrar a Redondo, / que se despida de mí.
Y el padre l´ha contestado / con palabrah muy soberbia:
- Aunque te muerah mil vece / Redondo en casa no entra.
Adioh, Redondito, adioh / qu´en cielo noh veremo,
qu´el padre que me dio el ser / no quiere que noh casemo.
¡Ay, qué padre tan cruel / y qué familia tan baja,
que anteh de morir la hija, / le han encargado la caja!
La caja era de cristal; / lah columnah de madera,
que se la hizo Luciano / pa que Redondo lah viera.
Ya se ha formado el entierro / con mucha rigoridá;
Redondo iba delante / y Luciano iba detrás,
y el criminal de su padre / liando un cigarro va.
Al entrar en el cementerio, / Redondo le ha dado un beso,
y el criminal de su padre / le tiró de loh cabeyo.
A entrarla en el panteón, / Redondo s´echó a yorá,
y el criminal de su padre / le ha dado de puñalá.
Ya se murió Agustinita, / la de loh ojitoh garzo,
la que le quitó a Redondo / tantas horah de trabajo.
Ya se murió Agustinita, / la de loh ojitoh negro,
la que le quitó a Redondo / tantas horitah de sueño.
Los juglares, los romanceros, enjugaban las lágrimas y encendían la ilusión de los corazones. Sin proponérselo, el romancero desempeñaba la función de informar a los oyentes de cuanto ocurría en el vasto espacio geográfico. Fue debido a estos infatigables andariegos lo que permitió a los historiadores reconstruir parte de la historia cumplidamente.
En un principio, allá por la Edad Media, los juglares recorrían pueblos y caminos ganándose la vida divirtiendo a la gente con canciones compuestas por él o por otros, convirtiéndose en asiduos visitantes de los palacios reales y los castillos de los grandes señores. Esta gente procedía del pueblo llano y amén de una buena memoria poseían un espíritu extrovertido y una alta sensibilidad.
La llegada a las aldeas producía en grandes y gente menuda, alegría, algazara y ruidosos aplausos. Antes y después de recitar en la plaza, en medio de los pueblerinos ignorantes y cazurros, charlaba y charlaba en un monólogo cautivo, mezclando con exuberante agilidad noticias ciertas y maravillosos embustes de los países que según decía había recorrido. Ni que decir tiene el embeleso con que escuchaba el auditorio aquellas fascinantes y encantadoras historias.
El romancero – perdonad los tres párrafos anteriores que me he permitido narraros como simple información académica, gajes del oficio- lleva una especie de maleta donde se ven, dispuestas en fajas de papel, cuartillas impresas de distintos colores. Coge una de color azul claro y empieza a recitar, en un soniquete repetitivo, terminando cada estrofa en un tono más bajo, bien remarcado, y siguiendo en la siguiente estrofa, aumentándolo. Los muchachos no perdíamos oído a lo que contaba. Para nosotros no dejaba de ser un cuento medio cantado y medio recitado, y esperábamos expectantes a la finalización de la historia. Una vez terminaba, iba ofreciendo el romance al módico precio de diez céntimos. A mí se me iban los ojos tras aquel papel azul, pero yo no tenía diez céntimos, ni por el forro, y me quedaba con las ganas de tener entre mis papeles aquella endiablada narración. Si recitaba un romance de dos partes, que eran casi todos, sólo cantaba la primera, y en el acto ofrecía la segunda, si es que querías saber cómo finalizaba la historia, al precio de dos gordas. Me quedé con bastantes romances sin saber el final. Te quedabas así, a medias y con cara de tonto a los diez años con la curiosidad insatisfecha. Alguno ni lo empezaba siquiera, lo enunciaba más o menos así:
- Curioso romance, en que se declaran las portentosas hazañas del valiente Bernardo del Montijo.
- Romance en que se declaran los maravillosos sucesos de la muy noble señora Doña Fénix Alba: dase cuenta, cómo habiéndola sacado un amante suyo de su casa con engaños, la llevó a un monte, en donde le quiso quitar su honor, y la dio de puñaladas; como así mismo la venganza que tomó un león de su alevoso amante, y el dichoso fin que tuvo la señora.
- Romance en que se da cuenta y declara la trágica y verdadera historia de la hermosa Rosimunda.
- Florisela: primera parte. En que se da cuenta de los amores de la princesa Flamina y el conde de Barcelona, con varios acontecimientos del duque de Milán y el rey de Irlanda.
Terminada la actuación, cogió el hatillo con los archiperres y todos los críos fuimos detrás hasta la Parada, donde tuvo lugar la siguiente representación.
Los del barrio Cuenca nos dimos la vuelta, a trote de podenco, por la calleja de la carpintería del Manchego, y desembocamos en la del tío Lucas, hasta dar nuevamente en la plazoleta. Nos preparamos los trompos y después de echar suerte, a mí me tocó poner el mío dentro del redondel hasta que Quintana, Antonio, me lo sacó, de mala manera por cierto, de un puazo que me destrozó medio repión.
En el Jerrete, símbolo humilde de las labores agrícolas, entre unos cardos borriqueros en flor, con una manea que le deja poca soltura, un burro gris jaspeado trisca por los pajotes y entre unas briznas de correhuela en flor blanca, lleva en sus labios una amapola roja. La colonia de buitres vuela tan alto en la vertical del Jerrete, que se ven, en el azul del cielo, como gorriatos despistados, planeando en círculos, allá casi en los límites de la estratosfera.
A. Fernández Bozano
martes, 25 de mayo de 2010
NO TODO ESTÁ ACABADO NI PERDIDO
NO TODO ESTÁ ACABADO NI PERDIDO
Y tú, como yo – como todos – lo sabemos.
Y yo, como tú – como todos – lo callamos.
Los sicarios escuchan las palabras
y es prudente correr las cremalleras
y callar. Sí, callar.
Pero en silencio despierto, vigilante;
en silencio que afina los oídos,
abre los ojos, templa el esfuerzo
y agudiza la intuición con eficacia.
En silencio, semilla que germina
y esparce sus raíces previsoras
que un agua encadenada las consuela,
a la par que las fecunda y fortalece,
porque el dolor amasa más hombría.
No todo está acabado ni perdido.
Hubo un tiempo de locos privilegios
en que los hombres fueron cañas huecas
con fiebre ineludible de sonidos,
sin miedo a la estridencia, a lo grotesco.
Aquello fue hervir en el vacío
o estiércol para setas delatoras.
Hoy sabemos callar. Nos lo enseñaron.
Porque son las palabras de color
y a veces insensatas y nos lían,
y hundidos en la trampa del enredo,
aunque nunca estrujaras una pulga,
por delito de sangre te condenan.
Y ya estás en el túnel. Y en el túnel
nadie sabe y te envuelven las tinieblas
con helado sigilo,
donde quedas perdido para siempre,
sin que exista razón, sino poder
en manos de piadosos - comanditas
del palo y tente tieso – tan piadosos
que ocultan la verdad con el fervor
y a la esponja que borra las conciencias
con negros verdugones y el ayuno.
Así nadie se atreve. ¿Para qué?
Si está la libertad amurallada
con ladrillos de innobles represiones
y sabes que es tu fin ser otro más
entre rejas hambriento y desplomado,
masticando espejismo de palabras,
hasta que al fin te criban a balazos
o hinchado por el hambre – administrada
por un devoto fiel a sus ahorros –
como sardina arenque tiesa, quedas
según lo calculado. Por lo mismo
quien aprendió a trabajar, tal las hormigas,
con silencio de tacto pregonero
que va de mano a mano y de ojo a ojo
con eléctrico fluido, con silencio
que aburre, pesa, abruma, y nos amarga;
pero es fértil y empuja a litorales
de otro clima, otro ambiente, otra cosecha.
No todo está acabado ni perdido.
El problema está en pie. No es ilusorio.
El problema está en pie y a la intemperie.
Lo quieren sepultar con tierra y tierra
echada sobre zanjas y más zanjas.
Y a más tierra y más zanjas, nueva vida.
Vuelve insumiso, crece, se recobra,
acusando en su grito a los verdugos.
El problema está en pie
y su incógnita apremia cada día.
Y está volando el tiempo por nosotros.
No todo está acabado ni perdido.
Antonio Fdez. Bozano
Y tú, como yo – como todos – lo sabemos.
Y yo, como tú – como todos – lo callamos.
Los sicarios escuchan las palabras
y es prudente correr las cremalleras
y callar. Sí, callar.
Pero en silencio despierto, vigilante;
en silencio que afina los oídos,
abre los ojos, templa el esfuerzo
y agudiza la intuición con eficacia.
En silencio, semilla que germina
y esparce sus raíces previsoras
que un agua encadenada las consuela,
a la par que las fecunda y fortalece,
porque el dolor amasa más hombría.
No todo está acabado ni perdido.
Hubo un tiempo de locos privilegios
en que los hombres fueron cañas huecas
con fiebre ineludible de sonidos,
sin miedo a la estridencia, a lo grotesco.
Aquello fue hervir en el vacío
o estiércol para setas delatoras.
Hoy sabemos callar. Nos lo enseñaron.
Porque son las palabras de color
y a veces insensatas y nos lían,
y hundidos en la trampa del enredo,
aunque nunca estrujaras una pulga,
por delito de sangre te condenan.
Y ya estás en el túnel. Y en el túnel
nadie sabe y te envuelven las tinieblas
con helado sigilo,
donde quedas perdido para siempre,
sin que exista razón, sino poder
en manos de piadosos - comanditas
del palo y tente tieso – tan piadosos
que ocultan la verdad con el fervor
y a la esponja que borra las conciencias
con negros verdugones y el ayuno.
Así nadie se atreve. ¿Para qué?
Si está la libertad amurallada
con ladrillos de innobles represiones
y sabes que es tu fin ser otro más
entre rejas hambriento y desplomado,
masticando espejismo de palabras,
hasta que al fin te criban a balazos
o hinchado por el hambre – administrada
por un devoto fiel a sus ahorros –
como sardina arenque tiesa, quedas
según lo calculado. Por lo mismo
quien aprendió a trabajar, tal las hormigas,
con silencio de tacto pregonero
que va de mano a mano y de ojo a ojo
con eléctrico fluido, con silencio
que aburre, pesa, abruma, y nos amarga;
pero es fértil y empuja a litorales
de otro clima, otro ambiente, otra cosecha.
No todo está acabado ni perdido.
El problema está en pie. No es ilusorio.
El problema está en pie y a la intemperie.
Lo quieren sepultar con tierra y tierra
echada sobre zanjas y más zanjas.
Y a más tierra y más zanjas, nueva vida.
Vuelve insumiso, crece, se recobra,
acusando en su grito a los verdugos.
El problema está en pie
y su incógnita apremia cada día.
Y está volando el tiempo por nosotros.
No todo está acabado ni perdido.
Antonio Fdez. Bozano
domingo, 25 de abril de 2010
martes, 20 de abril de 2010
TOROS EN BARCARROTA
TOROS EN BARCARROTA
Esto me sucedió en Barcarrota hace aproximadamente sesenta años, más o menos.
Mi abuelo materno, de la Benemérita Guardia Civil, era un gran aficionado a los toros. Yo pasaba largas temporadas con mis abuelos en Higuera de Vargas donde tenían fijada la residencia.
Un día de Feria de Barcarrota, decidió ir a ver la corrida programada para tal fecha, yo tendría unos cinco o seis años, y como la afición era realmente pronunciada, alquiló un taxi, imagino que sería el único coche que había en el Higuera, y allá que nos fuimos en grata compañía uno del otro. Mi abuela, ya sabéis cómo era entonces la cosa, pues en casita como debe ser.
Llegados a Barcarrota, como era muy conocido en este pueblo, pues eso, que entre unos y otros, las rondas del vinillo en las tascas era lo usual hasta la hora de la corrida. Así que yo iba de acompañante en cada lugar de convite como simple y mero espectador que no lograba entender tan repetitiva costumbre. Naturalmente aquello surtió el efecto que podréis suponer. El abuelo se puso en un estado algo alegre por el motivo reseñado.
Llegado el momento nos dirigimos hacia la Plaza de toros en primera barrera de fila. Me imagino que él como perteneciente a la Benemérita tendría entrada franca en la Plaza y por tanto el acompañante que era yo, también.
Recuerdo que el primer toro era un ejemplar portentoso de trapío, negro, con unos cuernos que daban miedo, por lo menos a mí. Los toreros, visto el ejemplar, se negaban a entrar en el ruedo con semejante morlaco. Los recuerdo como si los estuviera viendo, retrecheros a bajar a la arena, capote en mano en el burladero sin el más mínimo gesto de adentrarse para el cometido para el que fueron contratados. La gente silbando desaforadamente y abucheándolos con el mismo ímpetu. Visto que los toreros se negaban a bajar, mi abuelo, con la chulería que le caracterizaba y con dos copas de más, le agarró a uno de los espadas el capote y el estoque y allá que se fue al ruedo citando al toro como si fuera Manolete. Yo con todo el miedo en el cuerpo no dejaba de llorar viendo el peligro que mi abuelo corría y el hecho de encontrarme absolutamente solo rodeado de gente que yo no conocía. En mi vida habré llorado tanto y tan desconsoladamente. Yo no sé si toreó bien o no, pero la gente le aplaudía como si fuese un consumado ejecutor del arte de Cúchares. Y yo seguía llorando.
Terminada la “faena”, la suya que fue el toreo y la mía que fue el llorar, al salir de la plaza, por arte de birli-birloque, vi que montaban a mi abuelo en un burro aparejado con el consiguiente gentío detrás vitoreándole y dándole palmaditas en los costillares y yo detrás vuelta con el llanto rodeado de gente que maldita la gracia que me hacían. Así hasta volver a la sana costumbre de las copitas de vino y el niño mirando. Terminado el vía crucis para mí y mi abuelo bastante más “cargado” de la cuenta, fue en busca del taxi para realizar el recorrido inverso. Allí esperaba mi abuela que recuerdo perfectamente tuvo que ayudarle a traspasar el alto umbral de entrada a la casa tirando de sus brazos y acostándolo en la cama como pudo, descalzándolo previamente.
Tenía ganas de contároslo. Ya ta. Fue la primera corrida de mi vida y solamente he asistido una vez más en Santa Marta, también de niño, y con la camisa azul del Frente de Juventudes.
Antonio Fdez. Bozano
Esto me sucedió en Barcarrota hace aproximadamente sesenta años, más o menos.
Mi abuelo materno, de la Benemérita Guardia Civil, era un gran aficionado a los toros. Yo pasaba largas temporadas con mis abuelos en Higuera de Vargas donde tenían fijada la residencia.
Un día de Feria de Barcarrota, decidió ir a ver la corrida programada para tal fecha, yo tendría unos cinco o seis años, y como la afición era realmente pronunciada, alquiló un taxi, imagino que sería el único coche que había en el Higuera, y allá que nos fuimos en grata compañía uno del otro. Mi abuela, ya sabéis cómo era entonces la cosa, pues en casita como debe ser.
Llegados a Barcarrota, como era muy conocido en este pueblo, pues eso, que entre unos y otros, las rondas del vinillo en las tascas era lo usual hasta la hora de la corrida. Así que yo iba de acompañante en cada lugar de convite como simple y mero espectador que no lograba entender tan repetitiva costumbre. Naturalmente aquello surtió el efecto que podréis suponer. El abuelo se puso en un estado algo alegre por el motivo reseñado.
Llegado el momento nos dirigimos hacia la Plaza de toros en primera barrera de fila. Me imagino que él como perteneciente a la Benemérita tendría entrada franca en la Plaza y por tanto el acompañante que era yo, también.
Recuerdo que el primer toro era un ejemplar portentoso de trapío, negro, con unos cuernos que daban miedo, por lo menos a mí. Los toreros, visto el ejemplar, se negaban a entrar en el ruedo con semejante morlaco. Los recuerdo como si los estuviera viendo, retrecheros a bajar a la arena, capote en mano en el burladero sin el más mínimo gesto de adentrarse para el cometido para el que fueron contratados. La gente silbando desaforadamente y abucheándolos con el mismo ímpetu. Visto que los toreros se negaban a bajar, mi abuelo, con la chulería que le caracterizaba y con dos copas de más, le agarró a uno de los espadas el capote y el estoque y allá que se fue al ruedo citando al toro como si fuera Manolete. Yo con todo el miedo en el cuerpo no dejaba de llorar viendo el peligro que mi abuelo corría y el hecho de encontrarme absolutamente solo rodeado de gente que yo no conocía. En mi vida habré llorado tanto y tan desconsoladamente. Yo no sé si toreó bien o no, pero la gente le aplaudía como si fuese un consumado ejecutor del arte de Cúchares. Y yo seguía llorando.
Terminada la “faena”, la suya que fue el toreo y la mía que fue el llorar, al salir de la plaza, por arte de birli-birloque, vi que montaban a mi abuelo en un burro aparejado con el consiguiente gentío detrás vitoreándole y dándole palmaditas en los costillares y yo detrás vuelta con el llanto rodeado de gente que maldita la gracia que me hacían. Así hasta volver a la sana costumbre de las copitas de vino y el niño mirando. Terminado el vía crucis para mí y mi abuelo bastante más “cargado” de la cuenta, fue en busca del taxi para realizar el recorrido inverso. Allí esperaba mi abuela que recuerdo perfectamente tuvo que ayudarle a traspasar el alto umbral de entrada a la casa tirando de sus brazos y acostándolo en la cama como pudo, descalzándolo previamente.
Tenía ganas de contároslo. Ya ta. Fue la primera corrida de mi vida y solamente he asistido una vez más en Santa Marta, también de niño, y con la camisa azul del Frente de Juventudes.
Antonio Fdez. Bozano
martes, 6 de abril de 2010
LOS JUEGOS DE INFANTES
LOS JUEGOS
La literatura oral, como dice Ana Pelegrín, es una forma básica, un modo literario esencial en la vida del niño pequeño, porque la palabra está impregnada de afectividad (…)Esta literatura vivida graba una huella mnémica; esto es , la memoria almacena las imágenes afectivas junto con las estructuras y formas de lo oral, cantada y decantada por la memoria colectiva. La lírica popular de tradición infantil es más que nada un juego sensorial en el que destacan construcciones lingüísticas. El emisor es siempre el adulto, aunque no podemos olvidar el papel que desempeña el propio niño en su perpetuación y transmisión.
Me gusta recuperar la memoria de cuentos, juegos, adivinanzas, que formaron la delicia de nuestra infancia. Quiero rememorar desde aquí aquellos momentos que el tiempo ha ido borrando de la cultura popular y de nuestra memoria colectiva, y que quede un somero reflejo de los tiempos en que el juego en sus distintas vertientes fue una religión que estuvo presente en todas y cada una de las casas cuando de distraer a los pequeños se trataba.
No quiero traer aquí el origen de los juegos, pues eso entra en los parámetros de la investigación y nada más lejos de mí que meterme en berenjenales de lo que sé muy poco o nada. Dejo la investigación para los capaces, que seguro que hay muchos y buenos, pues yo no poseo ni los conocimientos científicos y ni siquiera aquellos elementos más rudimentarios para tal cometido. Yo simplemente deseo plasmar en unas cuartillas algunos elementos de distracción infantil que por una causa u otra quedaron en mi memoria.
Ya sabéis que la tradición cuando aún está viva, se encarnada, por decirlo de alguna manera, en el corazón del pueblo. Hoy, cuando queremos saber algo de tiempos pretéritos no tenemos más remedio que echar mano de aquellos hombres y mujeres de avanzada edad que aún conservan la esencia de costumbres pasadas. No en vano la ley del progreso nos reporta el olvido de las tradiciones.
No hace tanto tiempo no era difícil ver a niñas de diez a quince años jugando a las chinas como lo más natural del mundo, a la vez que el mismo juego era enseñado a otras que les sucedían. Pero tal vez en los tiempos que nos ha tocado vivir, los niños desean pasar en el menor tiempo posible a la denominación de adultos con todo lo que ello conlleva.
Las madres de antaño, quizá porque su infancia se prolongó en el tiempo, podían enseñar aquellos juegos que aprendieron de los mayores. Pero hoy difícilmente pueden enseñar algo que ellas no ha aprendido y de esta manera transmitir sus vivencias a los descendientes. Hoy el mundo de la prisa por la prisa nos deja inertes ante tan desorbitado espectáculo de llegar cuanto antes hacia ningún destino, a no ser la búsqueda del objetivo económico. Han cambiado los valores sociales y los niños nacen sabiendo.
Como considero el preámbulo lo suficientemente explícito como para que cada uno sepa de qué hablo, paso a rememorar aquellas canciones y juegos de mi infancia que reiteradamente escuché en mi familia entre los que destaco a mis abuelos, tanto maternos como paternos, a mis tías y tíos, y naturalmente a mis padres. Yo, dentro de mis posibilidades educativas, también he intentado que estos juegos perduraran y así he actuado con mis hijos cuando estos eran pequeños, transmitiéndoselos de la misma forma que yo los aprendí.
El primero que se me viene a la mente es aquél en que escarranchado sobre la rodilla de mi padre, y moviendo ésta sobre la punta del pie hacia arriba y abajo imitando el trote de un caballo, se decía:
- Arre borriquito
vamos a Belén,
que mañana es Pascua
y al otro también.
Arre burro arre,
arre, arre, arre,
arre burro arre,
que llegamos tarde.
Ni que decir tiene la cara de satisfacción que poníamos ante el trote burranquil jaleado con las risas pertinentes.
¿Quién no recuerda haber cogido las manitas de un bebé y hacer que tocaran palma con palma hasta que el niño instintivamente a base del mismo movimiento repetido una y otra vez, se soltaban con las manos dando palmadas nada más empezar la retahíla?
- Tortitas, tortitas,
pa tu madre las más bonitas.
Tortones, tortones,
pa tu padre los coscorrones.
No me diréis que no es sexista la cancioncita, ¿eh? Pa la mama las más bonitas y pa el papa, pues eso, que se fastidie y coscorrón al canto. Pobrecitos los papás. Me entran ganas de llorar.
Quizá sea éste que ahora explico de los primeros que a un niño se le hace para llamar su atención. Se puede ejecutar con una persona o con dos. Me refiero al Cu-Tras.
Alguien se esconde de la visión del peque diciéndole Cu, para acto seguido aparecer por otro lugar y articular el Tras. Ni que decir tiene que en la búsqueda a veces coincide la mirada del niño intentando descubrir la procedencia de la voz del Cu y el Tras con la consiguiente risa y alboroto por parte del infante, como diciendo : te pillé. ¡Que delicia su risa!
A los infantes, mientras más movimientos se les den en los juegos, más alegría y alborozo denotan con sus risas y aspavientos. Este juego que ahora traigo rememorando viejos tiempos es aquél, que sentado el niño sobre la falda, cara a cara, y cogiéndole las manos, se le mece hacia atrás y hacia adelante, y al terminar la retahíla se le hace cosquillas en la garganta lo que le produce gran alboroto y risas. Dice así:
Recotín, recotán.
A la vera de San Juan.
Los de Pedro piden queso,
los de Juan piden pan.
Recotín, recotán,
recotín, recotán.
Yo no sé cómo no habremos descoyuntado a algún chiquito con tanto meneo hacia atrás y adelante. Pero todo sea por las risotadas pertinentes e impertinentes de los críos.
El Gatito era otro de los juegos que provocaban la hilaridad de los infantes. Se le cogían las manitas y se las íbamos restregando de arriba abajo por la mejillas,de una forma suave. Al final, se le daban unos golpecitos seguidos lo que le producía grandes risotadas por su parte. Dice de este modo:
- Misino gato,
¿qué has comido?
- Sopitas con vino.
- ¿Y no me has guardado?
- Sape, sape, que te mato,
sape, sape que te mato.
Al decir sape, sape que te mato es cuando se le golpeaba repetidamente para su total regocijo.
Hay que ver con qué poquita cosa se puede entretener a un crío durante horas y horas; claro, siempre que la madre tuviera tiempo de divertir y divertirse. Porque reconoceremos que el agradecimiento por parte del sujeto paciente es infinito.
¿Y aquél que señalándole los deditos vamos enumerando distintos quehaceres a través de un hipotético huevo empezando por el meñique que es el pequeñín?
Éste puso un huevo,
éste lo cogió,
éste lo “friyó”,
éste le echó la sal
y éste se lo comió, se lo comió…
Como veis el dedo gordo, vulgarmente conocido por pulgar, se hinchó de comer y así está de hermoso y orondo.
Otra variante del mismo es como sigue:
Periquito,
su hermanito,
éste pide pan,
éste dice que no hay
y éste dice acostar, acostar sin cenar.
Éste último dedo moviéndolo de una lado a otro, lo que al menos produce una sonrisa en el sujeto agente.
Supongo que todos sabéis los lobitos que tuvo la loba. ¡Cinco, cinco tuvo! Ni uno más y ni uno menos. Yo sé de alguien que tenía seis dedos y también se lo cantaban igual.
Cinco lobitos tenía la loba.
Todos los cinco detrás de una escoba.
Cinco parió, cinco crio,
y a todos cinco tetita le dio.
Se ejecuta abriendo la mano con los dedos bien separados y girando la muñeca a derecha e izquierda (como desenroscando una bombilla), procurando que el niño imite el movimiento.
Anda que no nos hemos divertido hasta bien grandecetes con el juego de Pipirigaña. Funcionaba así, creo recordar, pero algo no tengo claro. Sobre la mesa camilla poníamos las manos con el dorso hacia arriba y el director del juego va pellizcando una a una cada mano allí expuesta hasta acabar la siguiente relación:
Pipirigaña,
jugaremos a cabaña.
¿Cómo jugaremos?
Las manitas cortaremos.
¿Quién las cortó?
El agua que cayó.
¿Dónde está el agua?
La gallinita se la bebió.
¿Dónde está la gallinita?
Poniendo un güebo.
¿Dónde está el güebo?
El fraile se lo comió.
¿Dónde está el fraile?
Diciendo misa.
Arremángate, niña,
la camisa.
En la mano donde termina la retahíla, el niño o niña se la pone en la frente y la otra en el pecho y continúa el juego hasta que terminan todas las manos en esa posición. A continuación, el director, al primero que terminó con las manos fuera de la mesa empieza el siguiente diálogo:
- ¿Dónde vas?
- A lavar.
- ¿Qué llevas de merienda?
- Pan y aceitunas.
- ¿Me das una?
- No, que llevo pocas.
- ¿Me quieres lavar una camisa?
- No, que llevo poco jabón.
- ¿Qué quieres, cosquillita o cosquillón?
- Ni cosquillitas ni cosquillón.
Por hoy la lección no da para más. Así, que dejo para otros, aquellos juegos para niños que ya no andan a gatas y que tanto alboroto manifestaban en la plaza con ensordecedores y denodados chillidos, carreras, persecuciones, escondidos tras los muretes de la Iglesia, ojo avizor y avisando con el índice en los labios un secreto definido.
Qué alegría me da ver a los chiquillos en mi estancia veraniega enzarzados en juegos en la plaza. Aquellos juegos que en nuestra niñez fueron la distracción permanente de los que ya pasamos de los sesenta: la gata paría, la gallinita ciega, a tapar la calle, al escondite, la taba, a uso, la billarda, policías y ladrones, a apio….
A mí me gustaría jugar a alguno de estos juegos y rememorar viejos tiempos.
-¿Jugamos a la gallinita ciega?
- Vale, echamos paja y a ver quién se queda de gallinita.
Antonio Fdez. Bozano
La literatura oral, como dice Ana Pelegrín, es una forma básica, un modo literario esencial en la vida del niño pequeño, porque la palabra está impregnada de afectividad (…)Esta literatura vivida graba una huella mnémica; esto es , la memoria almacena las imágenes afectivas junto con las estructuras y formas de lo oral, cantada y decantada por la memoria colectiva. La lírica popular de tradición infantil es más que nada un juego sensorial en el que destacan construcciones lingüísticas. El emisor es siempre el adulto, aunque no podemos olvidar el papel que desempeña el propio niño en su perpetuación y transmisión.
Me gusta recuperar la memoria de cuentos, juegos, adivinanzas, que formaron la delicia de nuestra infancia. Quiero rememorar desde aquí aquellos momentos que el tiempo ha ido borrando de la cultura popular y de nuestra memoria colectiva, y que quede un somero reflejo de los tiempos en que el juego en sus distintas vertientes fue una religión que estuvo presente en todas y cada una de las casas cuando de distraer a los pequeños se trataba.
No quiero traer aquí el origen de los juegos, pues eso entra en los parámetros de la investigación y nada más lejos de mí que meterme en berenjenales de lo que sé muy poco o nada. Dejo la investigación para los capaces, que seguro que hay muchos y buenos, pues yo no poseo ni los conocimientos científicos y ni siquiera aquellos elementos más rudimentarios para tal cometido. Yo simplemente deseo plasmar en unas cuartillas algunos elementos de distracción infantil que por una causa u otra quedaron en mi memoria.
Ya sabéis que la tradición cuando aún está viva, se encarnada, por decirlo de alguna manera, en el corazón del pueblo. Hoy, cuando queremos saber algo de tiempos pretéritos no tenemos más remedio que echar mano de aquellos hombres y mujeres de avanzada edad que aún conservan la esencia de costumbres pasadas. No en vano la ley del progreso nos reporta el olvido de las tradiciones.
No hace tanto tiempo no era difícil ver a niñas de diez a quince años jugando a las chinas como lo más natural del mundo, a la vez que el mismo juego era enseñado a otras que les sucedían. Pero tal vez en los tiempos que nos ha tocado vivir, los niños desean pasar en el menor tiempo posible a la denominación de adultos con todo lo que ello conlleva.
Las madres de antaño, quizá porque su infancia se prolongó en el tiempo, podían enseñar aquellos juegos que aprendieron de los mayores. Pero hoy difícilmente pueden enseñar algo que ellas no ha aprendido y de esta manera transmitir sus vivencias a los descendientes. Hoy el mundo de la prisa por la prisa nos deja inertes ante tan desorbitado espectáculo de llegar cuanto antes hacia ningún destino, a no ser la búsqueda del objetivo económico. Han cambiado los valores sociales y los niños nacen sabiendo.
Como considero el preámbulo lo suficientemente explícito como para que cada uno sepa de qué hablo, paso a rememorar aquellas canciones y juegos de mi infancia que reiteradamente escuché en mi familia entre los que destaco a mis abuelos, tanto maternos como paternos, a mis tías y tíos, y naturalmente a mis padres. Yo, dentro de mis posibilidades educativas, también he intentado que estos juegos perduraran y así he actuado con mis hijos cuando estos eran pequeños, transmitiéndoselos de la misma forma que yo los aprendí.
El primero que se me viene a la mente es aquél en que escarranchado sobre la rodilla de mi padre, y moviendo ésta sobre la punta del pie hacia arriba y abajo imitando el trote de un caballo, se decía:
- Arre borriquito
vamos a Belén,
que mañana es Pascua
y al otro también.
Arre burro arre,
arre, arre, arre,
arre burro arre,
que llegamos tarde.
Ni que decir tiene la cara de satisfacción que poníamos ante el trote burranquil jaleado con las risas pertinentes.
¿Quién no recuerda haber cogido las manitas de un bebé y hacer que tocaran palma con palma hasta que el niño instintivamente a base del mismo movimiento repetido una y otra vez, se soltaban con las manos dando palmadas nada más empezar la retahíla?
- Tortitas, tortitas,
pa tu madre las más bonitas.
Tortones, tortones,
pa tu padre los coscorrones.
No me diréis que no es sexista la cancioncita, ¿eh? Pa la mama las más bonitas y pa el papa, pues eso, que se fastidie y coscorrón al canto. Pobrecitos los papás. Me entran ganas de llorar.
Quizá sea éste que ahora explico de los primeros que a un niño se le hace para llamar su atención. Se puede ejecutar con una persona o con dos. Me refiero al Cu-Tras.
Alguien se esconde de la visión del peque diciéndole Cu, para acto seguido aparecer por otro lugar y articular el Tras. Ni que decir tiene que en la búsqueda a veces coincide la mirada del niño intentando descubrir la procedencia de la voz del Cu y el Tras con la consiguiente risa y alboroto por parte del infante, como diciendo : te pillé. ¡Que delicia su risa!
A los infantes, mientras más movimientos se les den en los juegos, más alegría y alborozo denotan con sus risas y aspavientos. Este juego que ahora traigo rememorando viejos tiempos es aquél, que sentado el niño sobre la falda, cara a cara, y cogiéndole las manos, se le mece hacia atrás y hacia adelante, y al terminar la retahíla se le hace cosquillas en la garganta lo que le produce gran alboroto y risas. Dice así:
Recotín, recotán.
A la vera de San Juan.
Los de Pedro piden queso,
los de Juan piden pan.
Recotín, recotán,
recotín, recotán.
Yo no sé cómo no habremos descoyuntado a algún chiquito con tanto meneo hacia atrás y adelante. Pero todo sea por las risotadas pertinentes e impertinentes de los críos.
El Gatito era otro de los juegos que provocaban la hilaridad de los infantes. Se le cogían las manitas y se las íbamos restregando de arriba abajo por la mejillas,de una forma suave. Al final, se le daban unos golpecitos seguidos lo que le producía grandes risotadas por su parte. Dice de este modo:
- Misino gato,
¿qué has comido?
- Sopitas con vino.
- ¿Y no me has guardado?
- Sape, sape, que te mato,
sape, sape que te mato.
Al decir sape, sape que te mato es cuando se le golpeaba repetidamente para su total regocijo.
Hay que ver con qué poquita cosa se puede entretener a un crío durante horas y horas; claro, siempre que la madre tuviera tiempo de divertir y divertirse. Porque reconoceremos que el agradecimiento por parte del sujeto paciente es infinito.
¿Y aquél que señalándole los deditos vamos enumerando distintos quehaceres a través de un hipotético huevo empezando por el meñique que es el pequeñín?
Éste puso un huevo,
éste lo cogió,
éste lo “friyó”,
éste le echó la sal
y éste se lo comió, se lo comió…
Como veis el dedo gordo, vulgarmente conocido por pulgar, se hinchó de comer y así está de hermoso y orondo.
Otra variante del mismo es como sigue:
Periquito,
su hermanito,
éste pide pan,
éste dice que no hay
y éste dice acostar, acostar sin cenar.
Éste último dedo moviéndolo de una lado a otro, lo que al menos produce una sonrisa en el sujeto agente.
Supongo que todos sabéis los lobitos que tuvo la loba. ¡Cinco, cinco tuvo! Ni uno más y ni uno menos. Yo sé de alguien que tenía seis dedos y también se lo cantaban igual.
Cinco lobitos tenía la loba.
Todos los cinco detrás de una escoba.
Cinco parió, cinco crio,
y a todos cinco tetita le dio.
Se ejecuta abriendo la mano con los dedos bien separados y girando la muñeca a derecha e izquierda (como desenroscando una bombilla), procurando que el niño imite el movimiento.
Anda que no nos hemos divertido hasta bien grandecetes con el juego de Pipirigaña. Funcionaba así, creo recordar, pero algo no tengo claro. Sobre la mesa camilla poníamos las manos con el dorso hacia arriba y el director del juego va pellizcando una a una cada mano allí expuesta hasta acabar la siguiente relación:
Pipirigaña,
jugaremos a cabaña.
¿Cómo jugaremos?
Las manitas cortaremos.
¿Quién las cortó?
El agua que cayó.
¿Dónde está el agua?
La gallinita se la bebió.
¿Dónde está la gallinita?
Poniendo un güebo.
¿Dónde está el güebo?
El fraile se lo comió.
¿Dónde está el fraile?
Diciendo misa.
Arremángate, niña,
la camisa.
En la mano donde termina la retahíla, el niño o niña se la pone en la frente y la otra en el pecho y continúa el juego hasta que terminan todas las manos en esa posición. A continuación, el director, al primero que terminó con las manos fuera de la mesa empieza el siguiente diálogo:
- ¿Dónde vas?
- A lavar.
- ¿Qué llevas de merienda?
- Pan y aceitunas.
- ¿Me das una?
- No, que llevo pocas.
- ¿Me quieres lavar una camisa?
- No, que llevo poco jabón.
- ¿Qué quieres, cosquillita o cosquillón?
- Ni cosquillitas ni cosquillón.
Por hoy la lección no da para más. Así, que dejo para otros, aquellos juegos para niños que ya no andan a gatas y que tanto alboroto manifestaban en la plaza con ensordecedores y denodados chillidos, carreras, persecuciones, escondidos tras los muretes de la Iglesia, ojo avizor y avisando con el índice en los labios un secreto definido.
Qué alegría me da ver a los chiquillos en mi estancia veraniega enzarzados en juegos en la plaza. Aquellos juegos que en nuestra niñez fueron la distracción permanente de los que ya pasamos de los sesenta: la gata paría, la gallinita ciega, a tapar la calle, al escondite, la taba, a uso, la billarda, policías y ladrones, a apio….
A mí me gustaría jugar a alguno de estos juegos y rememorar viejos tiempos.
-¿Jugamos a la gallinita ciega?
- Vale, echamos paja y a ver quién se queda de gallinita.
Antonio Fdez. Bozano
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