martes, 10 de febrero de 2009

LA POSÁ DE L´ANTONIA

LA POSÁ DE L’ANTONIA
Las casas de huéspedes recibían el nombre de fonda, posada y mesón cuando pertenecían al vecindario de aldeas y ciudades; el nombre de fonda se reservaba para las hospederías mejor acomodadas y de más distinción, y el de venta, para la que en los despoblados, alejados de los vecindarios, servían de albergue a transeúntes y viajeros. Existían además en las ciudades figones públicos, en los cuales se suministraba el único plato del día, que solía consistir en sopa y un trozo de carne, servido en sencillos comedores privados; se servían estos platos en un cuarto viejo en una mesa larga, en medio de la cual había un cuchillo, sujeto con una larga cadena, para que pudieran utilizarlo los que estaban sentados en los extremos y no pudieran llevárselo;o bien se ponían a la venta, en plena calle, la humeante olla podrida, en grandes calderos de tres patas. Aquí era donde se reunían aquellos allegadizos huéspedes de las más diversas clases sociales, para remojar el pan seco en las escudillas colmadas y dispuestas rápidamente a cualquiera indicación. Los relatos de la época están plagados de las más acerbas quejas contra el estado deplorable de las hospederías españolas en las décadas del Siglo de Oro. Las ventas eran paraderos públicos desmantelados, de un primitivismo oriental. ( “En las carreteras se topa a veces con una casucha de miserable aspecto, provista de una mesa no mal acondicionada, pero en la cual no hay nada de que echar mano. Si alguno toma asiento, aunque sólo sea por aliviarse un poco de las fatigas del camino, tiene que pagar solamente por eso al hospedero, aunque no haya encargado nada de comer o beber, seis maravedíes por la posada y sin recibir palabra de cortesía, ni deferencia” ),-J.W.Neumair, Viaje por Italia y España-.
En la fondas de las ciudades se proporcionaba al huésped cama, sal, aceite y vinagre, pero todo lo demás tenía que procurárselo el viajero por su cuenta y razón.
El mesonero mentiroso y trapisondista pasó a ser un tipo novelesco y su nombre se tomaba en el lenguaje popular como sinónimo de ratero o catabolsas, de ahí el refrán “Nadie sería mesonero si no fuera por el dinero”.
El término de venta tiene su origen, según la etimología popular española, en el hecho de “ vender gato por liebre”, y de ahí se dio en llamar venta al punto donde casi siempre se vendía el asado de gato como si fuera de liebre.
El ser ventero o mesonero era profesión poco honrosa o considerada para los españoles de los siglos XVI y XVII, y por eso se relegaba este oficio de ordinario a la actividad de italianos, moriscos y gitanos. El ventero inmortal del Quijote perjuraba en Dios y en su ánima que, a pesar de ser ventero, era un “viejo cristiano rancio”. Gracián, sin hacer distingos ni atenuaciones, denominaba a los venteros, en El Criticón, con los apelativos de “farsantes”, “alcabaleros” y “altra símile canalla”.
Los viajes se hacían, a no ser la gente de palacio y las familias nobles, exclusivamente a caballo o en mulo y resultaba, como puede colegirse, muy incómodo. “Es cosa cómica ver al español pasearse en su macho, la mayor parte de las veces sin daga, ni botas ni espuelas, llevando a las ancas a sus criados, y delante de sí un mundo de maletas, cajas, cofres y sombreros, que impedían en absoluto ver la calle”.
Entre las ciudades de aquel tiempo, tres llevaban la primacía “hotelera” por su tipicidad e importancia: Toledo; Madrid, residencia de la corte y emporio del teatro y Sevilla, la siempre floreciente y juvenil Sevilla, la metrópoli del comercio y circulación mundial, la ciudad dichosa que sentía la alegría de vivir.
Ya sé que cada cuál es muy libre de hacer de su capa un sayo. También entiendo que las circunstancias, a veces, marcan el camino y que, el señuelo de la imponderabilidad, de la modernidad, de la comodidad, del ahorro y una cierta displicencia hacia aquello que es historia y cultura local, han hecho desaparecer elementos tan propios, tan pertinentes a nuestras vidas, a nuestro entorno, que ante la ausencia de los mismos, ha sido como si de una amputación traumática, violenta, se tratara, hiriéndonos en lo profundo de las entrañas ese desgajo que te deja siempre un vacío que perdura a través de los años. Uno de esos elementos que pervive en la memoria colectiva y deambula como un fantasma alrededor de la torre, es la desaparecida posá de l’Antonia.
Enclavada en la que hoy es una doble vivienda - Víctor Alvarado y Juanito Ramírez- en el fondo de la plaza, en el ángulo oscuro, de su dueño tal vez olvidada, veíase la posada, parodiando toscamente la rima de Bécquer. Era la posada el arpa que acompañaba con su rasgueo una morisca melodía interpretada en baile por la esbelta silueta de la torre en el marco de un cielo azul.
Era de estilo herreriano, de una combinación académica austera de alineamientos y relieves, con dos ventanas salientes en la fachada, del mismo estilo, si mal no recuerdo. Cerraba la entrada una ancha puerta de cuarterones en una de cuyas hojas se abría un postigo con un tirante de picaporte, postigo siempre abierto o entornado, como un alminar, en el cual se voceaba pidiendo entrada franca. La respuesta a esta petición de entrada era siempre la misma: “Quita el picaporte y dale una patada abajo”. Eso mismo hago yo en mi casa cuando por razón de las lluvias, las puertas se hinchan y quedan encajadas. No hay mejor sistema, es total y absolutamente expeditivo y práctico.Lo normal es que la puerta estuviera abierta y, es por esto, que un muchacho, aprendiendo a montar en bicicleta, cogió la cuesta abajo de la plaza y, franca la puerta, pasó con el velocípedo del primer cuerpo de casa al quinto, sin permiso y sin que nadie se lo impidiera, hasta estrellarse en el brocal del pozo enclavado en el corral. -“Parece que ha pasado un muchacho en bicicleta”- dijo el Moñi, mientras se llevaba la cuchara a la boca.
Al entrar, a mano izquierda, había una sala grande con una mesa, sillas y un aparador. En las paredes, unos cuadros con la pátina del tiempo y cagados de moscas. A la diestra de la sala se abría una puerta con visillos que daba entrada a una habitación más profunda.
A la derecha estaba situada la sala chica. Imagino, porque no lo sé, que aquí, l’Antonia, tendría una camilla con brasero en el invierno donde haría ganchillo las tardes que su trabajo le dejase libre, entre los crujidos de sonoras carcomas.
Un largo zaguán empedrado desde la entrada hasta el corral, con los laterales de baldosas rojas repintadas y brillantes, daba entrada, más hacia dentro, al salón comedor donde comía la tribu de los Ramírez alrededor de una olla de regimiento. Una campana servía de escape a los humos que producía la candela donde bullían los garbanzos, a fuego lento, al lento borbollón de un puchero de arcilla vidriada, con las huellas dactilares del alfarero estampada en los bordes, apoyado en los rescoldos. Un día, estando comiendo la tribu, unas gallinas picoteaban por la sala las migajas que caían. Entró un perro por la puerta, como Pedro por su casa, y las asustadizas gallinas, visto al intruso, se alborotaron - no hace falta mucho para que estos necios plumíferos se asusten- digo, que se alborotaron y dieron de estampida en vuelo corto, dando una de ellas, de pechuga, en la fuente de la comida. ¡Vaya estropicio “gallinovolatinero” que se armó!
En el zaguán, unas cantareras de mampostería con dos cántaras de barro rojo, rezumantes de agua fresca por sus poros, y un vasar en la parte superior que servía de apoyo a algunos vasos y platos. En un cuarto oscuro, tinajas de vino y agua.
Era una casa, larga y ancha, de cinco cuerpos, con techos de alfargías y ladrillos pintados de rojo. En el tercer cuerpo, una escalera por donde se subía a un doblado, que en tiempos de lluvia - en casa del herrero cuchillo de palo- era una pura gotera. Fernando, con ese humor que siempre le ha caracterizado, subía al tejado con el paraguas, mientras que el Moñi le indicaba golpeando con el palo de una escoba, desde el doblado, dónde chorreaba el agua, que caía a borbotones en el cubo que ya había puesto l’Antonia.
En la cuarta estancia, una cocina pequeña con una pajera para servir prontamente paja a las caballerías, y a continuación, las cuadras, caballerizas y el corral. Aquí había un retrete por donde pasaba el albañal; debía ser tan ancho, que un día se cayó un cochino y tuvieron que ir a buscarlo al Pozo Nuevo. El retrete, parece ser, era un enclave animalesco, pues allí, además, anidaba una gansa que realizaba sus pertinentes posturas. Vive y verás.
A l’Antonia no le venía de nuevo su oficio de posadera. Ya su abuela Inés había regentado una posada a principios del siglo XIX, mientras su abuelo Juan, sentado fuera en un sillón, con un látigo, ahuyentaba los perros que se acercaban al olor de la olla podrida.
Recuerdo, que de niño, la posada era el lugar donde pernoctaban los arrieros, merchantes, diteros, aceiteros, sogueros, que recrean en mi memoria una bella, vieja y perdida estampa que no volveré a ver. Los que venían con bestias, era frecuente verlos dormir, durante el verano, a la puerta, sobre jergones y aparejos, al tiempo que los animales descansaban y comían dentro.
Nació l’Antonia en Granja en 1898, en el tiempo de aquella grandiosa generación de indeleble influencia literaria, y murió en 1969 en goce de Dios. Era una mujer arriscada, con una leve sonrisa en el rostro que hacía que te acercaras y te recibiera con cariño. Peinaba un moño entrecanoso de estilo praxitiliano, que dejaba la cara,de un color moreno natural, al descubierto y despejada. Un alma caritativa que nunca supo decir que no a las exigencias vecinales, a los menesterosos, que acuciados por el hambre, se acercaban por la “posá”; a los enfermos sin cuidados familiares no era difícil verla llevar un caldito para reponerlo en la medida que fuera posible. Mujer de misa de alba al segundo toque y asidua a la misa de la Adoración Nocturna donde encendía el incensario con los rescoldos de la candela. En pos de la luz, la vida lo va llenando todo como en una resurrección activada por el sol; antes que el cántico de los gallos y el son de las campanas y las carraspeadas toses de los hombres, lo que se percibía, lo que denunciaba la existencia de la posada, era una ventana iluminada por una bombilla de quince bujías y una sombra que se proyectaba sobre la pared. L’Antonia comenzaba su trajín y así continuaría hasta bien entrada la noche.
Veintidós partos no todos logrados. En uno de ellos dio a luz dos niñas siamesas unidas por el vientre. Un caso por el que toda la Europa médica se interesó. Una era rubia y la otra morena; una, tenía los pulmones, la otra, el corazón; una, riñones, la otra el hígado; la una defecaba, la otra orinaba. Un caso de difícil solución médica en el que el desconocimiento de la época impuso un final poco feliz.
El día que entraron las Fuerzas de Queipo de Llano en la Granja, l’Antonia también estaba de parto. Parió un niño que ya, de nacimiento, venía con una pulmonía doble. El Parte Militar del día dejó constancia del hecho y de la ayuda necesaria en medicinas para su curación.
Por entonces, sesenta años atrás o más, había un rapsoda, un coplero, un poeta popular, Manolito el de la Cecilia, que tenía ciertas artes para satirizar los asuntos puntuales del pueblo. Mirad ésta que refleja la hambruna que se pasaba en aquel tiempo y cómo un determinado día, hartándose de patatas guisadas y huevos, que dudo que fueran fritos, compuso:
“Como el hambre me devora,
me puse ayer como nuevo.
¡ Qué buenísimas las patatas,
qué riquísimos los huevos!”
O ésta dedicada a Ramón Cano, el Zorrito, estando jugando a las cartas en el casino de Luciano:
“Te fuiste a la Granjuela
por librarte de la aviación.
Por el hambre que pasaste
te compadezco, Ramón.”
Manolito era por entonces una especie de amanuense o gestor que, entre otras cosas, se dedicaba a rellenar papeles, instancias, etc., a la gente. Dada la incultura de entonces, cualquiera que supiera leer y escribir estaba capacitado para ello. La coplilla que a continuación detallo le costó caro. Algún dime y diréte tuvo que tener con el comandante de puesto de la Guardia Civil para componer ésta:
Del comandante de puesto
estoy muy agradecido.
Esa persona tan buena
no tenía que haber nacido.
Dada la represión de la época, dio con sus huesos en la cárcel. Allí estaba l’Antonia para llevarle un poco de comida y no se acordara de las patatas, de los huevos y de la madre que parió al comandante de puesto. Aún la recuerdo, ya mayor, con su moño, su vestido negro, mangas remangadas hasta los codos, sonrisa abierta, a la puerta de la Posá,darle yo las buenas tardes y contestarme con un “adiós, niño”. Su recuerdo tiene para mí el tono de una estampa sepia, desvaída, como si hubiera salvado siglos desde entonces. Un pasado que hace nostálgico el tiempo ido, desacreditado por los actuales aconteceres, y al que quisiera volver, aunque la distancia y el desvaimiento le den la atrayente realidad de los sueños.
En lo alto de la iglesia, en uno de los ángulos que coronan la picota, hay un nido de cigüeñas. Los reverberos del mediodía elevan al cielo un brindis crepitante de luz y crotoraciones de las zancudas, pero noto la ausencia, plaza abajo, de la Posá de l’Antonia.

martes, 13 de enero de 2009

ESTAMPA

Se nace y se muere. Y entre el nacer y el morir, se cubren las ovejas, se limpia la pocilga, se saca el estiércol que servirá de alimento a los tomates y espinacas, se enfoscan los melones y las sandías con las ramosas hojas pecioladas, se abonan los campos de trigo manchados de rojas amapolas donde corretean los perdigones, camuflándose veloces entre los terrones ante la inminencia de un peligro momentáneo. Y servirá el estiércol para los geranios trasplantados de la vieja maceta del patio y al tiesto de hierba luisa que, estático, permanece en el pedestal del zaguán. Se suceden los días, las semanas, los meses, los años, en una experiencia que al final se torna en rutina y el pensamiento en refranes.
Hoy ha amanecido un espléndido día otoñal. Aún las cigüeñas aletean en el pretil de la torre empapándose de sol. Los palomos marchan en bandadas al camino del cementerio y en un charco del pocito, un buchón grisáceo con un collar de plumas perladas, chapotea el agua con la punta de las alas. Pinta el verde en el Cerro Caballero y al final del camino, a la derecha, lucen pletóricas de sol, las encaladas paredes del cementerio, flanqueado por estoicos y oscuros cipreses. Reina el silencio y la paz, roto solamente por el sonido de campanillas de las ovejas de Juanito, el de la Carmen de la Chon, triscando por el Jarrete.
En la resolana de la Magdalena, en sillas bajas con asientos de aneas, algunas con cojín de lana, reposo de anchas posaderas, se reúnen en corro un grupo de mujeres, cada cual con una labor distinta entre manos. Charlan amigablemente y de vez en cuando ríen todas a carcajada limpia con la ocurrencia de alguna de ellas. La tarde está sordona.
Carmen mantiene sobre sus rodillas un prieto cojín de color rojo, sobre el que destaca una ancha puntilla claveteada de alfileres de los que cuelgan, tensos, hilos que terminan en unos palillos que maneja entre sus dedos con endiablada soltura. Miro y no soy capaz de comprender cómo pasan cruzados, unos por arriba y otros por debajo, con el automatismo que ejecuta aquella simetría de dibujos calados. Lleva un delantal negro, sin peto, con unos amplios bolsillos, anudado detrás con un largo y lánguido lazo.
- Pero, ¿cómo lo hace? – le pregunto absorto en aquellos ágiles dedos.
- Tengo sesenta y ocho años, Antoñito, y aprendí a los nueve con mi abuela . Esto es como todo; si practicas a menudo alguna cosa, logras hacerlo con cierta facilidad. No es difícil, niño– me contesta con una ligera sonrisa, que bien pudiera denotar cierta satisfacción ante mis halagos.
- Pero si usted no mira siquiera lo que hace, Carmen.
- Es que se repite, siempre se repite lo mismo, Antoñito. Parece complicado, pero no lo es.
Ese razonamiento era capaz de comprenderlo. Yo, para escribir en la libreta, he de reconocer, que para la misma letra siempre muevo la pluma, aquélla de mango que mojábamos en el tintero, en una determinada dirección y con el mismo automatismo en cada gesto. Incluso cuando don José, el director, nos dictaba del Quijote, preparándonos para ingreso de bachiller, recuerdo, que si iba dictando con rapidez, que era lo normal, yo sacaba la lengua por la comisura de los labios, como si ese ademán me insuflara más velocidad y más fijación en los trazos. Me dolía la muñeca de tanto apretar y deseaba que llegara un punto y aparte para descansar tres segundos. Pero lo de los bolillos, para mí es y será un punto final. Lo comprendo, pero no lo entiendo.
Carmen tenía recogida en un pañuelo más de dos metros de puntilla y dice que necesita seis metros por lo menos. ¡Virgen santa! ¡Madre del amor hermoso! ¡Y lo dice tan tranquila!
La Torrejona – con j aspirada, como Badajó , jamón, cajón o co...jines - está sentada de espaldas al sol. Dice que no quiere quedarse ciega, ya que el relumbre le molesta y le pone “lo ojos lloroso”. Tiene a su izquierda un cesto de mimbre con ropa limpia que hasta hace poco permanecía tendida en el pocito. Esta mañana temprano cogió la panera, se puso la rodilla en la cabeza y cargó con ella hasta el lugar reseñado. En este momento zurce el agujereado zancajo de unas medias negras. Termina, y del cesto saca una falda larga y negra a la que le arregla una presilla. Habla y no para. Sin ningún miramiento, corta la intervención de las demás contertulias en un monólogo algo desbarajustado.
María, otra de las presentes, es la más calladita; lleva un pañuelo negro que le tapa la cabeza, dejando entrever un rostro algo rugoso ya, pero de unas facciones tan bien proporcionadas, unos ojos tan grandes y tan negros, tan hermosos aún, que denotan que en sus años mozos debieron ser primorosos y encandilarían a más de uno. Lleva unos años viuda; el maldito dolor del miserere se llevó a su hombre y en el rostro se refleja aún el sufrimiento acumulado durante tantos años.
Para sus gastos más perentorios y necesarios se dedica a lavar la ropa a gente más pudiente. Se levanta temprano y en turno aún de noche cerrada, comienza a restregar fardos de ropa sobre un desgastado batidero rajado de arriba abajo, de suaves y romas estrías. Cuando termine aquí, irá allá y después al otro lado. Así en una rueda diaria que empieza en lunes y termina al atardecer del sábado. Cuando sea vieja, dice, tendré unos ahorrillos de los que tirar. La maldita suerte se estrelló en ella y ni hijos le dio Dios. Mueve la silla, a la que le rechinan las entrañas, hacia adelante y hacia atrás, y con un movimiento de cabeza, gesto de pura resignación, se levanta arrastrando el asiento camino de su casa.
Ahora tiene que ir al comercio de Valentina, la de Rojas, a comprar medio litro de aceite, un cuarto de kilo de tocino para comerlo montado en el pan y un poco de bonito en escabeche para la cena. Sí, de aquél que se vendía en aquellas latas grandes de cuatro kilos, redonda, dispuesta y abierta sobre el mostrador. Va deprisa. Ya ha empezado el serial de la radio. No sé cómo se titula, no lo recuerdo, pero sí sé que las mujeres comentaban las peripecias en los corrillos mientras compraban en la plaza las hortalizas de huerta, sí, de huerta, que quede bien remarcado, dispuestas en las colmadas banastas que descansaban indolentes en el suelo, en orden marcial, delante de la posá de l´Antonia.
A veces, cuando yo iba camino de la escuela, y era el tiempo, me compraba una zamboa de aquéllas de carne amarilla, por tres perras chicas, que no se la saltaba un galgo. Aquéllos membrillos sí que eran ecológicos, biológicos o como se llamen ahora. Ni lo pelabas, ni na; lo restregabas en la manga de la camisa o en la pechera, y aquel membrillo quedaba reluciente como los chorros del oro, como una patena, vaya. Le pegabas un bocao y te ibas a dos carrillos, sin decir ni media palabra, y a punto de añugarte. ¡Qué dicen ahora de ecológico o lo que sea, coño, si yo sé de sobra lo que es eso! ¡Amos, anda, a nosotros nos la van a dar con la ecología! Teniendo como teníamos la Huerta de los Perales, la huerta de Juan Mula, la de la Vicenta, la de los Moraño, la de D. Rafael y la infinidad de huertecillos particulares, nos vienen ahora con mangas verdes con lo ecológico, ¡ te quiés i ya!
Iba contando, que María, se me va el santo al cielo, va al comercio de Valentina. Llevaba la esportilla en una mano y la cartilla de racionamiento para el aceite, en la otra. Ya se sabe cómo funcionaba la cosa. Había que tachar el bono correspondiente; uno de aquellos cuadraditos de una página que estaban perforados como si de un pliego de sellos se tratara. Pero Valentina, en un gesto de buen corazón, y porque podría hacerlo, no le señaló ningún cuadradito, ningún bono, así tendría para otra ocasión. En los ojos de María, ojos tristes y negros, se dibuja una sonrisa de agradecimiento. Como Thais, aquella sacerdotisa de Osiris, o como el santo Job, nunca se queja de nada.
Había dos tipos de cartillas: una para la carne y otra para lo demás. Cada persona podía sacar para la semana:
125 g. de carne (cuando había), ¼ l. de aceite (sin refinar), 250 g. de pan negro (qué racistas), 100 g. de arroz (sin descascarillar), 100 g. de lentejas (con bichos).
Alguien me ha contado que los cuadritos inutilizados por un tachón de tinta, los borraban con miga de pan; sería blanco, digo yo, y muchas veces colaban para racionar otra vez. Lo que sí he hecho yo, ahora que me acuerdo, era borrar los sellos de Correos por ese mismo procedimiento. Y los utilizaba, no sé si porque Agustín hacía la vista gorda o porque no se notaba de lo bien borrados que aparecían.
La cartilla, además de bacalao, azúcar, tocino, permitía también adquirir algunas exquisiteces: café, chocolate, dulce de membrillo, jabón (alguna vez), pero la Comisaría General de Abastecimiento y Transporte no estaba para esas menudencias y pocas veces se encontraban.
Por la calle Real se oye la voz de alguien que ofrece sus servicios. Aún no se divisa quién es. El corro de mujeres levanta la cabeza y, con la mano haciendo de visera, acechan la aparición del voceador. No es que quieran ver quién es. Simplemente se trata de que no han entendido lo que proclama.
- ¡El paragüeroooo! ¡Se arreglan paraguas pa no mojarse! ¡Se ponen variiiillas! ¡Se cambian empuñaúúúras!
Viene por el medio de la calle sin otro equipaje que una maleta de lata y a la espalda una especie de carcaj con un par de desvencijados paraguas destelados y un ramillete de varillas aparentemente nuevas. Lleva unos calzones a cuadros bastante rozados y una chambra de color gris un tanto decolorada.
Al pasar por la puerta de Tomás, el Picho, sale éste enarbolando un paraguas para llamar la atención del paragüero. Yo bien creía que el Picho trataba de darle en las costillas un mandoble paragüil ante aquellos ademanes tan enérgicos. Tomás era un hombrachón fornido, templado, de una cazurrería tal y de tan buen humor, que hacía muy buenas migas con los muchachos y la gente joven. Tenía unas manazas que no le cabían en los bolsillos. Un día, subido en un carro cargado de costales vi cómo los cogía con una mano llevándolos en vilo hasta la zaga del carro. No, no era ya tan joven, era más bien madurito en aquel tiempo. ¡Qué energía, Dios mío! Era para verlo y oírlo con aquella voz tan fuerte y varonil, que podría escucharse allá en el cementerio.
El paragüero se para y charla con Tomás el Picho. Éste le pregunta que cuánto le va llevar por ponerle una varilla que se le ha descuajaringao un día de viento y lluvia al cruzar la esquina de Sevilleta. Tomás le da el paraguas, el otro lo recoge, lo mira con cierto desdén y al ver que es una varilla y un remache, dice:
- Son dieciséis reales, amigo – en lacónica respuesta.
- Por dieciséis reales me compro uno nuevo en la feria de Zafra, mira éste – contesta Tomás con voz tonante.
- Pues a Zafra, amigo, que está aquí al laíto.
Se ponen de acuerdo, uno tirando y el otro aflojando, y al final quedan en catorce reales y media taleguilla de garbanzos que Tomás bajó del doblao.
- ¡El paragüerooooo! ¡Se arreglan…..!
Josefa, la otra contertulia de la resolana, es la más joven. Parece que esté ajena a lo que pasa a su alrededor. Se le nota cierta atención y fijeza en lo que está haciendo. Da la impresión de ser una labor delicada. Mantiene sobre sus rodillas un grandioso tambor que presenta en su cara una tensa tela blanca. En el suelo, en una cajita metálica, bien dispuestas una al lado de otra, en el fondo, se ven unas madejitas de hilo de distintos colores. Está bordando una flor, un tupido tejido de pétalos rojos de un brillo lustroso. Si tiene la aguja debajo, raya la tela con la punta y ésta le marca la posición de la siguiente puntada. ¡Vaya vista; santa Lucía se la conserve!
El sol se agacha tras los rojizos tejados. Humea la chimenea de la casa de Gregorito en un fluir blanquecino. Huele a leña quemada. Dentro se oye el majaderillo que golpea en el fondo del dornillo machacando los ajos para el gazpacho. El corro de la resolana se levanta, alguna se despereza sin disimulo. Han sido unas horas en hacendosa charla. Recogen sus artilugios lenta y pausadamente. Empieza en la radio el serial de Guillermo Sautier Casaseca - ¿tal vez Ama Rosa? - y nadie se lo quiere perder. Por la noche, en radio Andorra se escuchan las pesadas peticiones y dedicatorias de los radioescuchas: para Fulanita de Zutanito en el día de su cumpleaños. Para Pepe, que está de viaje en Pamplona, porque ha sido papá. Para Menganita, en el día de su primera Comunión, para que pase un feliz día. Para….
Un gato pasa veloz, erizado el rabo, ante el acoso de un perriche pequeñito y de agudos ladridos, adentrándose raudo en el zaguán de su casa, y saliendo de estampida por la puerta del corral, se encarama a las bardas de una tapia. Desde tan privilegiada posición, otea a su alrededor y paulatinamente el erizado del rabo cede a su primigenia posición. Ha pasado el peligro. Se sienta sobre los cuartos traseros y se lame suavemente las patas.
“Aquí Radio España Independiente, estación pirenaica, la única emisora española sin censura franquista, emitiendo desde….”




A. Fernández Bozano
UNA PARTIDA DE CARTAS

(Dedicado a mi amigo Fernando Rojas por esa simpatía que arrastra siendo el centro de atención de allí, en cualquier lugar donde se ponga, aunque siempre se pone en el mismo sitio). Un rojadicto.


Ya se sabe que las partidas de cartas dan lugar a las más extrañas diatribas, discusiones y absurdos que la mente humana, siempre dispuesta al ingenio, cuando lo hay, raya hasta el paroxismo cuando la camaradería, el desinterés por la "ganancia", la cordialidad y el buen entendimiento son la norma que bate entre los asistentes como olas que revientan en el acantilado. Pero hay partidas de cartas, y partidas. A la que yo me refiero lleva los años suficientes como para darle el nombre de una de aquellas de la madre de todas las partidas.
Era una partida dominical, matutina por más señas, a eso de las once y pico. Comparecientes, mi amigo Rojas ( el crak, según se autodefine a sí mismo), Cándido Tapias ( el transigente), Ezequiel Barragán (el parsimonioso y hombre tranquilo) y El Chico Cintas . D. Francisco Márquez ,alias Niarchos, todavía no sé muy bien el porqué del susodicho apodo familiar empleado por D. Fernando, está de mirón y da tabaco.
- Muy bien, niño, se lo llevó - apostilla Rojas después que el Sr. Tapias se lleva el monte y gana el tanteo subastado, de esa forma en que no hay más solución que pagar la apuesta, no pudo ser.
- Tengo que irme a ver el fútbol - aduce Tapias, porque televisan no sé qué partido del Madrid B.
- Eres un autómata del fútbol, Cándido. El antideporte como es el fútbol. ¡No veas ese partido y atiende a la jugada! ,- vocifera Rojas no exento de pasión.
Cándido no sigue la jugada para sacar triunfo al contrincante y.. con cierto enfado, que la mayoría de las veces es ficticio, continúa encarado con Cándido.
- ¡No te jode! ¡Dale a tu palo largo!
- ¡No tengo, coño! - se defiende Tapias, enseñándole las cartas que le quedan en las manos.
Después de una jugada poco ortodoxa por parte de Cándido y ganar los tantos el amigo Rojas, éste dice con todo énfasis:
- ¡Yo sé con quién juego! ¡No tendrás dudas de quién es el rey de los naipes!- asevera con toda contundencia y no exento de cierta ironía - . ¡Es que eres mu malo! ¡Qué se le va a hacer!
Una jugada de principiante - según comenta Rojas - por parte de Cándido, da lugar a este sabroso comentario por parte del mismo Rojas, echándose hacia atrás en la silla y moviendo acompasadamente la pierna derecha en un vaivén nervioso:
- ¡Me vas a echar pa Zafra! ¡Si es que no saben los pobres! Dios protege la ignorancia. ¡Mi señorito no siguió la copa! ¡ Dios mío, qué malo eres! ¡No se puede ser peor! ¡te vas llevar el primer premio a la ignorancia!
Los cuatro tantos que me faltaban - y termina su perorata.
Una larga verónica carteril, pensamiento cauto en la jugada, lento, parsimonioso, dudas en la estrategia, exaspera al Sr. Tapias y éste le apremia su falta de decisión a Rojas, arguyéndole más rapidez en la jugada, lo cual da lugar a la respuesta que sigue.
- Es precaución, mi señorito, arguye Rojas. Ser o no ser; el Chico me tiene vigilado. El chico de Elorrio. ¡Te vi al lado del árbol de Guernica! No sé qué pintabas allí. ¿Estabas a la sombra?
Ni el Chico ni el de Elorrio hacen caso al comentario. Es un puro monólogo por parte del de siempre. La expresión de cada uno de ellos es como aquel que oye llover. Ni se inmutan. Perro ladrador y tal tal.
- ¡Esto es una distribución en zig-zag, Niarchos!- dando las cartas con suma rapidez- ¡aprende, que todavía eres joven!, el mismo Rojas.
La jugada siguiente da lugar a este cáustico comentario por parte del mismo. Los dos contrincantes se están embarrotando mútuamente y al final el as y el tres del mismo palo pasan a su mazo.
- ¡Echaros aquí con los embarrotes! ¡Qué flojitos sois! A mí me llaman El Cid Campeador. ¡Mira que eres melón, ¿pa qué quieres los triunfos? La jugada maestra, le arrastro por bajo, le doy el basto,- un comentario marginal-...¡tú qué sabes, mamarracho! ¡Eres un ignorante supino. Eres un perdedor nato. ¡Mira que eres gilipollas! ¡Soy el rey!
- ¡Eres un nabo con hojas - tercia El Chico Cintas- y acarambanado, so idiota!, con esa flema que le caracteriza.
- Perdona, no soy un nabo. Soy el nabo que tú no tienes, so deslenguado.
En una intervención de Rojas que siempre tiene la salida a flor de labios.
- El señorito se parece a Leónidas Brefnev. ¡Pasi-corro!
- - Plato, interviene el Sr. Tapias.
- Lo vas a perder, señor Tapias.
El señor Tapias pierde el plato y está realmente mosqueado.
- ¡Claro, no arrastras!, aclara Rojas. ¡Por un tanto lo pierdes!¡ Jódete, por malo! ¡A mear para acostarse! 80,90,95...adiós! ¿Cómo no repites la jugada?
- No te pases con Cándido, niño - es Rojas -, interviene Ezequiel, el Chico de Elorrio.
- Al contrario, ni agua, apostilla Rojas. Te tengo catalogado como el mejor de todos - continúa- , pero no eres receptivo. Y esta frase podría estar firmada por Platón, sin ninguna presunción. Soy el genio, un verdadero genio. Algunas personas no pueden cuestionar las mismas diatribas dialécticas. Falta la clase que no tenéis. ¡Vamos, señor Tapias, ¿lo vas a dejar para la tarde? - continúa en su perorata Rojas. ¡125 y la tela! No sabéis jugar, no sabéis el Catón de la subasta. ¡Y qué estás pensando! ¡Eres un cernícalo sin pico, chico de Elorrio!
- Lo puedo perder por un tanto, tercia Ecequiel
- Menos mal que ha bajado el rey del portal y reconoce que...
- Es que las tengo malas, arguye el de Elorrio
- Es que tú no sabes jugar, ¿no quieres decir eso? Que no te explicas y a ver si aprendes, so mastuerzo. Tú no tienes ni pizca de vergüenza; tienes 125 y pones plato, le espeta Rojas al de Elorrio.
- Metafóricamente hablando es igual, so enano, dice Rojas.
- ¡Cómo estás, siendo tan joven! ¡pobrecito! ¡estás de atar!- refiere Ecequiel.
- Este movimiento, analizado bajo el prisma de la ignorancia, es igual al cuadrado del cateto más la suma de los otros dos lados.¡ Mira que eres burro asnal! ¡Vamos, paga y no te retrases, que la demora supone intereses propincuos- contesta Rojas.
- ¿Yo no pongo na? - pregunta Tapias después que alguien ha subastado antes que él.
- ¡Tu qué vas a poner si no sabes leer!- Rojas-
- Yo sé leer y escribir porque fui a la escuela de...
Pero Rojas le corta y en un tono humilde, por decir algo, sigue en su elucubración y dice:
- Yo soy sencillo, pertenezco a la escuela peripatética, pero tú eres un ignorante y no sabes lo que es eso. Reconocimiento expreso: ¿qué somos? - filosofa-. Tú, desde luego, nada. Te voy a dar un plato para los fondos del Inserso, que no vas de viaje por no gastar las ruedas del tó-terreno, le espeta Rojas al Chico Cinta que hasta ahora había estado callado. ¡Me cago en tal, que el dinero tenía que ser como los ajos, que de un año pa otro se pudriera. Ya verías cómo le dabas aire a los billetes.
Rojas gana un plato con cuatro cartas, se cachondea, se ríe, se mofa...
- ¡Es que sois mu endeblitos!
- ¡Yo soy más chulo que un ocho!- tercia el Chico-.
- ¡.Si no sabes!
La partida termina amigablemente entre todos los participantes. Es la una y van a los platos que es la forma de terminar la mañana. Se van a Fructuoso, que solícito sirve a cada cual lo suyo sin que pregunte siquiera qué tomarán. Ya lo sabe.

Antonio Fernández Bozano

domingo, 21 de diciembre de 2008

JACOBO
Hace años – es una anécdota que me contó Patricio, sénior-, una inspectora de enseñanza primaria, se llamaba Gloria, fue a visitar la escuela de un pueblo cercano al nuestro, y como el maestro estuviera como una cuba, o sea, con una pea de las de antes, con una curda que no se sostenía en pie ni entre dos columnas, una a cada costado. La señora inspectora, un hueso duro de roer donde los hubiere, no tuvo más remedio que coger el toro por los cuernos y le espetó de esta guisa:
- Con usted no se puede hablar, está usted beodo, borracho.
- Usted perdone, señora inspectora, pero yo no estoy borracho – contestó entre sonoros hipíos .
- ¡Usted huele a vino!- intervino la inspectora.
- La que huele a vino es usted.
No hay que ser muy perspicaz para imaginarse la cara que pondría la señora inspectora ante tan descarada y contundente respuesta. La veo con las manos en la cabeza mesándose el pelo y dando grititos histéricos y removiéndose en la silla.
- La que huele a vino es usted; yo soy el que lo ha bebido- terminó con sus entrecortadas frases el maestro.
Un rictus de sorpresa o alegría se dibujaría en el rostro de la inspectora. Al maestro, mi felicitación, pues en su estado, con la mona que tenía, al menos supo escoger del diccionario la acepción que le convino en tan kafkiana situación.
Lo de llamar mona a una buena borrachera, lo de buena es un decir, viene de que a las monas les gusta el vino y las sopas mojadas en él. Les hace diferentes efectos la borrachez, porque unas dan en alegrarse mucho y ejecutan saltos y volteretas, otras se encapotan y se ponen en un rincón, cubriéndose con las manos. De aquí vino en llamar mona triste al borracho que está melancólico y callado, y mona alegre al que canta, baila y se ríe con todos. ¡Qué parida me he marcado, paisanos, por leer el Covarrubias!
He comenzado con esta anécdota, porque considero que Jacobo aguantaría no una ni dos, sino cientos de merluzas entre su clientela, más por los años pasados tras el mostrador, que porque la gente de aquella época fueran más borrachingas que los de ahora.
Jacobo Corvillo Tejada era un hombre de semblante serio. Ahora rondaría sobre los noventa años. Creo que nació en los primeros pasos del siglo anterior. Algún antepasado suyo debía de haber sido de color bermejo según era su pigmentación de piel. Era ancho de cuerpo, cara redonda, pelo rojizo y algo ensortijado. Una voz varonil, cavernosa, con la que podría poner firme a un regimiento entero después de una juerga. Su corpulencia no lo hacía distante, más bien todo lo contrario. Era un hombre campechano y buen conversador. Estoy escribiendo de memoria y los recuerdos se esfuman y difuminan con el paso de los años, pero estoy seguro de que muchos de los que me estáis leyendo aún lo tenéis presente en vuestra retina. Y es tan cierto todo lo que digo, que este escrito no hubiera sido posible si el recuerdo de Jacobo no estuviera presente entre aquellas personas que asiduamente, sobre todo en época estival, tertuliamos en los bancos de rígido hierro de la plaza. A todos, mi agradecimiento.
Vivió nuestro amigo Jacobo, allá en los primeros años de su matrimonio, con su mujer Carmen, en el barrio Cuenca, en casa de la suegra. Años difíciles de preguerra y postguerra civil, donde las cartillas de racionamiento eran el elemento primordial para la adquisición de los víveres más necesarios.
Imagino que Jacobo, con ocho hijos, cuatro hembras y cuatro varones, tuvo que echar mano del magín para dar de comer a tanta boca con hambre. No es de extrañar que al gazpacho le pusiera un poco de pan y que toda la muchachada se dieran codazos con tal de pescar algún trozo. Cuando los carpantas se lo acababan, siempre habría algún cacho perdido de pan que, de forma desinteresada, sería presa del más rápido.
Su amistad con los panaderos era básicamente una relación de trueque; él daba la copita de aguardiente matutina y ellos le daban un trozo de masa que Carmen, su mujer, ponía encima del latón dispuesto sobre las brasas de la candela y con el brasero boca abajo cubría la masa para hornearlo. ¡Qué pan más rico! Tierno, crujiente, esponjoso. Se me hace la boca agua sólo de pensar el olor que desprendería.
Algunos recordaréis que por entonces había unas personas que se dedicaban a guardar las cabras, ovejas y cerdos, con perdón, del lugar. Por la mañana temprano daban larga en la casa de cada cual los bichos que tuvieran y al atardecer volvían con los pastores y porqueros del concejo, yendo cada animal a su casita sin que nadie les señalara el camino.
Jacobo tenía una cochina con manchas y lunares, que se buscaba la vida sola y andaba por los alrededores de la calleja del Mudo. Tuvo un lechón negro, entre otros más, con manchas blancas, o al revés, que tanto monta, y como imagino que el hambre perentoria de la tribu de Jacobo, necesitada de los tocinos, chorizos y morcillas de la excelsa madre cerda del lechón, cuando se quedó huérfano por parte de madre, no tuvo inconveniente el pequeñín en acercarse a las ubérrimas ubres de una perra recién parida a la que le habían quitado los cachorrillos ¡Qué deliciosa estampa! El lechón se comportaba realmente como un perro: olisqueaba por los alrededores de la mesa mientras comían y se daba sus paseítos por la plazoleta del Banco. Siempre detrás de la perra. ¡Qué entrañable imagen! En más de una ocasión cuando la perra enfilaba el Valle abajo, allá que iba el cerdito gruñendo como un poseso si alguien pretendía acercarse a la perra. Así, que no me extraña que algunos americanos excéntricos tengan un cerdo orondo en su casa como mascota y animal de compañía. Vivir para ver. Yo quiero otro lechón así, limpito, ordenado; y además no ladraba, pero le faltó poco.
El oficio de Jacobo, como algunos creen, al principio no fue el de tabernero, no. Durante los años de juventud se dedicó al de zapatero, pero no le gustaba, vaya usted a saber las razones. La cuestión es que montó un bar, una tasca allí en donde hoy está situado el supermercado de Eva con una puerta de entrada por la calle Iglesia y otra que daba entrada a la calle E. Gahete, y se entregó de lleno al sagrado oficio de servir tragos a los demás. El bar era una estancia con tres o cuatro mesas, unas cuantas sillas de anea, un mostrador de madera pintado de marrón y unas estanterías con la botellería correspondiente. Las paredes estaban adornadas con un par de carteles, enmarcados y acristalados, que exhibían una marca de Cazalla, con una señorita sonriente, pelo corto, con un clavel rojo y un rizo acaracolado sobre la frente.
Ya sabéis la fama de los taberneros en lo referente a vinos, por el hecho de aguarlos en más o en menos. Más más que menos, según el decir de los parroquianos. Siempre me ha hecho gracia esa comparación que se hace de los taberneros y los curas: “los curas y los taberneros son de la opinión de que cuantos más bautizos hagan, más dinero pa el cajón”. O aquél que dice: “aguadores y taberneros del agua hacen dineros”. Hombre, algo habría de esto. Después de diez copas, nadie sabe el sabor, el olor ni el color del vino. En estos trances, uno no está para disquisiciones y elucubraciones metafísicas, ni químicas, ni tan siquiera etílicas. El Evangelio también nos habla de un milagro del agua y el vino. Cristo estaba entre medio de aquella boda de Caná y, con todos mis respetos, algún lingotazo se daría festejando el matrimonio de unos amigos.
Otro refranillo viene a decir: “ya viene la tabernera/ con la libreta en la mano/ apuntando a quien le debe/ y borrando a quien ha pagado”. No era el caso de Jacobo.
- Apúntame a mí esta ronda – tercia uno.
- A mí me apuntas la otra - .
- Que ya sabéis que no me gusta apuntar – argüía Jacobo. Y lo olvidao, ni agradecío ni pagao.
- Eso, eso es lo que me gusta a mí, que no apuntes y tengas memoria.
Y lo aceptaba con esa cara seria y bonachona denotando en su expresión mitad ironía y mitad de qué voy a hacer.
Cambió de domicilio, por lo menos, en dos ocasiones más. Yo no recuerdo que viviera en lo que hoy es la tienda de tejidos de Fermín. Sí recuerdo su casa en la plazoleta del Banco. Entonces yo era migo de Carrasco – colorao también – que era la piel de Barrabás en aquellos años de infancia diciendo palabrotas y haciendo picardías. Un cariñoso recuerdo, amigo Carrasco, desde aquí, allá donde estuvieres. Fuiste un tío legal, pero el destino se cebó en ti y te llevó pronto.
Teniendo en cuenta la época, hay que considerar a Jacobo como un hombre emprendedor. Montó una fábrica de gaseosas y relleno de sifones. No creáis que no, las gaseosas tenían su marca:
- TAKÍN (refresco de limón o naranja).
- ZEPELÍN (altos vuelos, un refresco también).
- Gaseosa LA GRANJEÑA (nombre sonoro donde los haya, en botella blanca,
con tapón de porcelana y su tapajuntas de goma). Carmen, la madre de Dani, nuestro alcalde, era la encargada de rellenar los sifones. Al principio lo hacía manualmente en una saturadora, máquina donde se mezclaba el agua con el gas mediante una bomba. Se necesitaba cierta fortaleza para darle a la palanca de relleno, por lo cual, al cabo de cierto tiempo, la fatiga y el cansancio se hacían presente, con el consabido fastidio que suponía tanto sifón y tanta gaseosa. Con el paso del tiempo compraron una saturadora eléctrica y aquello ya era otro cantar, la máquina casi funcionaba sola. Estaba situada la fábrica en el Pozo Concejo en una nave adaptada ad hoc, o sea, para aquello, en cristiano.
Repartían las gaseosas normalmente dos de sus hijos, Manolo y Carrasco. Llevaban un carro de color verde. Al principio era sólo una plataforma rodante. Luego la perfeccionaron poniéndole unos varales y sus estaquillas. De esta forma la mercancía estaba más segura al bronco paso del jumento. Tiraba del carro un burrito castaño oscuro de belfos blanquecinos, ágil, bastante nuevo, que atendía por el nombre de Canario. ¡Sooo, Canario!, y el animal se quedaba estático ante la puerta del bar correspondiente hasta descargar. Allí quedaba quieto y mudo, espantándose los tábanos con el rabo.
Me vienen a la mente recuerdos en color sepia:
-¡Vamos, Canario!, que te pesan los c… más que a Matusalén – picándole Carrasco con la varilla de mimbre -. La verdad es que a Matusalén le pesarían los c… como a los demás, pero con más de novecientos años en sus costillas, a cualquiera le pesan.
Cuando Canario tiraba del carro verde por el barrio Cuenca, camino de la aldea, iba con trotecillo picado al enfilar la cuesta abajo, que parecía que tenía azogue en las orejas. Era un carrillo comodón, ya llevaba sus ruedas de goma insonorizadas.
En ese tiempo el juego estaba prohibido, pero los jefes locales debían hacer la vista gorda, o sea, que les cebaban los ojos para ponérselos gordos y que no vieran, o bien les agrandaban las tragaderas con lo que fuera para que hicieran caso omiso de la ley. Es un suponer, ¿eh?, que yo no lo vi.
Jacobo montó un bingo, una lotería se decía entonces, en el bar. Una vez vendidos los cartones con sus correspondientes números y todo, Carmelo, un trabajador del campo por cuenta ajena, cantaba las bolas que iban saliendo. Para señalar los números se utilizaban chorchos – no digo chochos porque me suena mal- poniéndolos encima del número voceado. Algunos números, dada la peculiaridad de los mismos, tenían una denominación coloquial e inmutable:
- Un civil = el 5.
- Dos civiles = 55
- Un pelao = 10
- Cuácara con cuácara = 44
- Las banderitas de Italia = 77
- Eufemio y el tío Joseíto = 88
Para lo de Eufemio y el tío Joseíto yo tengo mi propia interpretación. O bien los dos eran unos vejetes entrados en los ochenta y ocho cada uno, o que los dos eran más chulos que un ocho, y como eran dos ochos, pues eso, más chulos “entoavía”.
Las líneas que se cantaban eran recibidas con una alegría moderada, pero amigo, si alguien cantaba bingo, aquello era Troya. Un simple manotazo, uno sólo, con el que manifestaba su alegría el interfecto de la suerte, daba al traste con toda la mesa y los chorchos volaban en dirección cenital, y al rebote con el techo, salían desparramados por todo el bar. Qué manotazos, Dios mío. Qué alegría las dos pesetas del bingo. ¡Bingo!
Era Jacobo una persona con bastante recámara, cauteloso, burlón cuando el caso lo requería o bien que necesitara darle correa, darle cuerda a algún retrancado con el codo encima del mostrador:
- Que no bebas más, Martínez, que ya estás cargao.
- Yo…, yo… cargao, ¡amos, anda! Si esto es más agua que vino – señalando el vaso.
- Si fuera agua – contestaba Jacobo -, no necesitarías tres puntos de apoyo, dos en el suelo y otro en la barra. Esto es agua, pero tú estás hecho uvas, terminaba no sin cierto tono de sarcasmo en el gesto y en las palabras.
- ¡Anda ya y echa un tanque!
El tal Martínez se llegó un atardecer sin una peseta que poder gastarse en vino. El pobre necesitaba un trago de los suyos para aminorar la sed, pero no sabía cómo conseguirlo. Se acercó meloso al mostrador y enseñándole una ristra de ballesta que le colgaban de la faja, mimoso le dice a Jacobo:
- Mira Jacobo, ponme un tanque que mañana te lo pago con los pájaros que coja.
- Pues ven mañana.
- Pero hombre, si tienes la botella en la mano y no te cuesta trabajo.
- Sí, yo tengo la botella en la mano, pero tus pájaros yo veo que están volando. Mañana pájaros, mañana tanque – determinado y tozudo.
- Pues préstame una peseta – insistía Martínez.
- Te doy la peseta, pero te tomas el tanque ahí enfrente, en Laureano.
Era, era precavido el amigo Jacobo.
Las necesidades de una casa con diez bocas que alimentar, vestir y demás no debía ser moco de pavo. Había que comer, que es algo ineludible. El hombre no se amilanaba. Allí donde había feria, allá que se iba con los bártulos para montar un tenderete en el rodeo. Sé que a Hinojosa iba en carro. Y así recorría los pueblos de los alrededores: Azuaga, Fuenteobejuna, Peñarroya,… Más de un negocio de los que se trataban en los rodeos fueron sellados con un apretón de manos en su tenderete y refrendado con un buen trago.
Por uno de esos rodeos andaba Celedonio – el rey de los gitanos – que ya estaba bastante mal a causa de un cáncer prostático que le llevó irremediablemente a la tumba.
- Jacobo, qué malito estoy. No puedo más – se quejaba Celedonio.
- Que no, hombre, que no. Eso no es nada, ya verás. Mi padre también murió de eso, le contestó Jacobo para ayudarle a sobrellevar la maldita enfermedad.
Pues qué alegría, ¿no? Es que le salió lo cazurro, lo mordaz y no pecó precisamente de aticismo. Pero las cosas son así.
Hay otra faceta genuinamente jacobina. Siendo como era de un carácter emprendedor, no pudo por menos, cómo no, que manejar también el mundo de los toros. Se metió en ello e hizo sus pinitos como empresario taurino.
Aquella primera empresa taurina tuvo lugar, a las cinco de la tarde, en una cerca del Pozo Concejo, frente a la oficina de los Ruiz, siendo alcalde D. Carlos Rivas. El primer espada fue el Niño del 11, de Badajoz, el cual tuvo una actuación meritoria y calurosamente aplaudida.
- Según tú y la burra (de) Jacobo.
- Adiós, me voy que tengo más hambre que la cochina y la galga (de) Jacobo juntas.
La sombra de la noche cae sobre la calle Iglesia. Una bombilla de luz mortecina en la esquina ilumina tenuemente la entrada de la taberna. Una llovizna suave cala las rendijas de los adoquines y un olor a tierra mojada te empapa los pulmones. Dentro de la tasca, Jacobo sigue con el sagrado oficio de servir tragos. Colgado en el muro de la pared, un carburo da luz a la estancia llena del humo que desprenden los cigarrillos. Alguien sale a la puerta , mira a ambos lados, y escupe en la calle.

A. Fernández Bozano

martes, 9 de diciembre de 2008

TABARDA
Hay personas que por una causa u otra han dejado alguna huella en la memoria colectiva de una generación y aún hoy se sigue hablando de vez en cuando de ellas. Ya sabéis que a medida que el tiempo pasa, esa memoria se diluye y lo que le queda es el olvido más negro, la desmemoria traidora, como si un viento huracanado hubiera arrancado las neuronas de nuestro cerebro y el olvido fuese la tumba de nuestros ancestros. No quiero que pase más tiempo y así quede constancia, aunque sea breve, de un personaje que llenó parte de nuestras vidas. Un paisaje en blanco y negro, un tiempo de miseria económica tras los estertores de una guerra civil, unas calles llenas de hombres con chambras grises y mujeres de refajos negros tocadas con oscuros pañuelos en la cabeza, calles terrizas por donde pasaban cansinas mulas tirando de viejos carros cargados de tupidos costales. Una imagen viva, perenne y nostálgica para muchos de nosotros que aún revientan cuando rememoramos aquellos aconteceres. El presente pasa veloz y siempre vivimos del recuerdo.
Retrocedamos más de cincuenta años aquellos que de alguna manera podemos hacerlo. Los más jóvenes simplemente hagan un esfuerzo de imaginación y traten de comprender una época que desconocen. También a vosotros os llegará el momento en que recordaréis en el tiempo algunos años como referencia a algún acontecimiento.
Al que tenga talento le aconsejo que lo disimule, tanto más cuanto mayor lo tenga. Porque aquellos que demuestren talento, sobre todo en abundancia, en el combate con los que no lo tienen, llevan las de perder.
Así era y así sucedió. Horacio, éste fue su nombre, era un hombre bueno. Un calificativo que se adapta a aquellas personas que no hacen mal a nadie y que siguen la senda que marca la estela de su vida sin otros parámetros que vivir y dejar vivir.
Envuelto durante el invierno en un tabardo lleno de remiendos, los pies enfundados en unas botas agujereadas, suela de goma de cubierta de coche, andaba sin prisas por las calles desempedradas. Llevaba una especie de morral al hombro con algunos mendrugos de pan. Era de talla más bien escasa, de rostro desaliñado de incipiente barba, cara enrojecida por algunas manchas y surcada de pequeñas cicatrices.
Horacio era un inquilino asiduo de la calle, donde pasó la mayor parte de su vida. Paseaba ensimismado en sus querencias sin que nada ni nadie interfiriera en su destino. Le gustaba la soledad. Sí, pero era la soledad de sentirse en compañía de los demás por pura casualidad, la soledad de encuentros esporádicos. La soledad del que es ajeno a cuanto sucede a su alrededor. Tal vez en la soledad del que siente la marginación en una sociedad egoísta que sólo mira la propia complacencia.
Se levantaba a la llegada del alba y empezaba su discurrir solitario por calles, caminos y veredas sin otra compañía que sus propios pasos. Persona alegre, manifestaba su sentimiento de placer ante el nuevo día con sonoros cánticos, a grito de pulmones, a empuje de pecho, con música y letra en constante estreno ante un auditorio realmente escaso.
Vivía con su hermana Margarita en una casa próxima al estanco y cuya trasera daba al Rincón de la Paloma, junto a la carpintería del Manchego. Una puerta, casi siempre abierta, resquebrajada y con los tachones oxidados, estancaba la trasera. En tiempo de frío era frecuente verlo en la resolana de la antigua casa de Samuel. Si alguno osaba ponerse delante tapándole el calor del sol, no era difícil sacarle de sus casillas y manifestarse desafiante ante tal insolencia. Cual Diógenes ante la oferta de Alejandro Magno, lo único que quería es que el eclipse corporal del intruso desapareciera al instante. Pues claro que sí, Horacio. Nadie tiene el derecho de apropiarse de todo el calor del astro rey y quitarte a ti ni una sola brizna de un rayo solar.¡Que se quite de delante!
En tiempo de frío y ante la humedad de una niebla espesa, además del deteriorado tabardo, su indumentaria consistía en cubrirse la cabeza con un saco a modo de caperuza con lo cual lograba asustar a los niños y niñas que encontraba en el trayecto. De ahí la fama que adquirió de persona estrafalaria que imponía ciertos reparos ante su presencia entre la infancia de la época. ¡Que viene Tabarda!
Pobre hombre. La verdad es que en su ánimo no estaba despertar el miedo entre la gente menuda, más bien lo contrario, pero su vestimenta enardecía las mentes infantiles siempre dispuesta a dar rienda suelta a la imaginación, tanto en sus alegrías como en sus temores. ¡Tabarda!¡Tabarda!¡Que viene, que viene!
Ya sabéis que en el proceso de aparición de los apodos, los motes, se salva poca gente. Hay apodos que son naturales, surgidos de algún defecto físico o bien atendiendo al carácter personal del individuo; otros son hereditarios y caen en los descendientes como fruta madura. A Tabarda , ni que decir tiene, el mote le sobrevino por su reiterada e insistente indumentaria.
Según cuentan los cronistas de tradición oral de nuestro pueblo, Tabarda tuvo novia en su mocedad, pero nadie me ha dado razón de su nombre ni de quién fuere. Es lo de menos. O no, según se mire, pues ahora se me viene a la mente la pregunta que le hizo un enamorado al filósofo Sócrates:
- ¿Debo casarme o no?
Sócrates contestó:
- Hagas lo que hagas, te arrepentirás.
¡Sabia respuesta! Al ansia de casarse, sólo el ansia de descasarse iguala, como bien lo expresó el poeta Felipe Pérez en estos versos:
Una verdad encerrada
en un sencillo aforismo:
el matrimonio es lo mismo
que fortaleza sitiada.
Y así vemos combatir
luchando sin descansar:
los de fuera por entrar;
los de dentro por salir.
Imagino que su corazón se aceleraría ante el paso de una moza, que los ojos se le abrirían como platos ante una mirada femenina, que le hormiguearía el estómago ante el contoneo de una chica. Pero no, imagino que no; que las caricias, las miradas, el contoneo de una mujer no entraba en su esquema amoroso aunque lo sintiera. Una especie de esquizofrenia daría al traste, si es que las hubo, con todas sus ilusiones. Ninguna mujer, en el estado de Tabarda, se enamoraría de él. Hubiera sido difícil tal resolución. Al pobre se le fue la cabeza y me imagino que él tenía conciencia de su situación. Se ponía frenético si alguien, en tono burlón y para incomodarle, le insinuaba que a Fulanito – no escribo el nombre real para no herir la sensibilidad de algún familiar- se lo han llevado al manicomio. Esto era nombrar la bicha, sacarle de sus casillas y se ponía de una violencia tan incontestable, que lo menos que debía el interlocutor es hacer mutis por el foro, si no quería recibir la ira de sus manos y la ferocidad de sus palabras. Pero no se enfadaba porque a Fulanito se lo llevaran, no. Lo que realmente le molestaba era oír la palabra manicomio. ¿Era una premonición en su subconsciente?
Dentro de su esquema mental había algo que destacaba sobremanera, era el sentido de la amistad, aunque fuera con ese sentimiento infantil que caracteriza a este tipo de personas. Y además buscaba el cariño y la aquiescencia de los que más le hacían rabiar y enfadar. Tal vez fuese un tanto masoquista, pero tenía una especial predilección por Víctor Alvarado – el amo de la Caja de Badajoz – que era el que más se metía con él. Ya sé que Víctor lo hacía en plan broma y que en el ánimo de éste no buscaba otra cosa que provocarle para oírle. Aun así, Víctor – el banquero – era el ojito derecho en la pandilla de estudiantes de aquella época. Para hacerlo “enritar”, le decía al finalizar:
- Anda ya, si no sirves ni “pa pedió”.
Ya la teníamos armada y la cosa podía terminar a pedradas.
Tabarda debía de tener una memoria, como suele decirse, de elefante. No había papel que encontrara en la calle, que no lo leyera. Se sentaba en una recacha y allí leía y releía cuanto papel había hallado. Creo haber oído que tenía una mecánica lectora envidiable. En un tiempo en el que la mayoría de la gente era analfabeta en funciones, era poco común el saber leer y además hacerlo bien. No me extraña, el ejercicio continuo en tal sentido hace maestro. Solía comprar el ABC cuando conseguía algún dinero en su petitorio y no dudo de que se leería hasta los anuncios e incluso las esquelas mortuorias. Si alguien pasaba por su lugar de lectura, era buen momento para preguntarle:
- ¿Qué dice el periódico?
Acto seguido era capaz de pormenorizar cada noticia leída, dando incluso referencias y juicios críticos. Era una persona leída; vaya si lo era.
Tabarda fue un elemento más del mundo académico de la época. El Carmen era el lugar donde D. Arcadio daba clases de latín y religión a los estudiantes de entonces. Por allí merodeaba Tabarda ante su propio delirio preguntando e informándose de las distintas materias. No tenía reparos en preguntar a los estudiantes en las asignaturas del día. Quería saber, eso era todo. Lástima que las propias limitaciones y las familiares, no contribuyeran a su desarrollo intelectual. En otra situación tal vez hubiera podido salir adelante.
Solamente a los cantantes, a los músicos y a la gente de farándula se acostumbra pedirles que repitan lo por ellos ejecutado, cuando esto ha sido del gusto y agrado de los espectadores. Tabarda siempre estaba dispuesto a repetir, cuando se le pedía, aquellas parrafadas entresacadas de los libros de texto que le dejaban. Podría decirse que llevaba consigo todas las riquezas, pues no son grandes los que nacen, sino los que lo saben ser.
Los de tercero de bachiller daban religión, como ya he referido antes, con don Arcadio. La asignatura estaba dividida en tres partes: liturgia, moral e historia de la Iglesia. Al final del libro de texto – qué horror, Dios mío – venía un anexo con la lista completa de los Papas, desde San Pedro hasta Pío XII, asignando a cada uno de los Papas el año de nacimiento, período de reinado, muerte, etc. Miguel González es testigo de que se sabía la lista completa, pues en más de una ocasión, Tabarda iba a su casa a pedirle el “libro de los Papas Santos”. Como quiera que fuere y si alguno de ellos reinase poco tiempo, apostillaba:
- Este pobre, Fulano IV, por ejemplo, “qué poquito duró”.
Cuentan una anécdota de Tabarda que, al menos para mí, es cuanto menos, realmente sorprendente. Parece ser que aquel día llovía y merodeaba por los alrededores del Cerro Caballero o de los Joyos. Ante la persistencia de la lluvia, no tuvo otra opción que encaminarse lo más raudo que pudo hacia el cementerio, que era lo más próximo que tenía para resguardarse. Arreciaba la chaparrada y, ni corto ni perezoso, se adentró en una tumba vacía, en decúbito supino, o sea, boca arriba, sobre el pavimento del sepulcro, esperando a que el aguacero amainara. En tal posición, le sobresalían un tanto los pies, a lo mejor atemorizado de meterse excesivamente dentro. Allí se durmió plácidamente hasta que Sota, enterrador de feliz memoria, descubrió en una de sus andanzas sepulcrales, que unos pinreles sobresalían de una de aquellas tumbas. Acercóse Sota con sigilo, precaución e imagino no sin cierto temor y, oh sorpresa, allí dormía como un niño el amigo Tabarda a pierna suelta. No sé si lo despertó o lo dejó dormir; no viene al caso, pero así lo escuché y así lo cuento.
Tenía un lugar en el que a menudo solía comer y que estaba situado en el Pozo Concejo. Aún hoy está aquella piedra, me la indicó José Mari, el de Bruno, incrustada en la fachada de la cochera de Prestine, en la que solía poner las viandas del momento. Hiciera frío o calor, allí estaba para reponer energías en el momento preciso.
Es la hora de salir los niños de la escuela. Tarde de un mayo primaveral y en el pretil de la torre las cigüeñas hacen el gazpacho. En la carpintería del Manchego suena el ris-ras suave de una sierra. Una pandilla de muchachos apedrea la portezuela de la casa de Horacio a la vez que gritaban:¡Tabarda!¡Tabarda!¡Tab...!
Salió éste vociferando y, con gestos de malos modos, arrancó tras los chicos en cansina carrera, a la vez que Margarita, su hermana, blandiendo una escoba con la que debería de estar barriendo el corral, la lanzó contra la muchachada, con tan buena fortuna, que hizo trastabillar a unos cuantos y cayeron al suelo cuatro o cinco a la vez. Una escena realmente cómica, si no hubiera sido porque los muchachos llevaban el susto metido en el cuerpo ante la persecución de Tabarda.
¡Tabarda!¡Tabarda!, resuena aún en los oídos de una generación.
De trágico tuvo varias cosas, entre ellas su muerte en el manicomio de Mérida, según tengo entendido. De idiota no tuvo ninguna. Incluso se pronunciaba irónicamente, que es la más delicada manifestación de talento. Descanse en paz un hombre bueno y pacífico al que el destino le jugó una mala pasada. Un hombre que se enfrascó en las lecturas más peregrinas con el único afán de saber. Un hombre que al paso del tiempo sigue vivo en la memoria de un pueblo. Paz y gloria a un hombre que fue un elemento más del paisaje cotidiano de La Granja de Torrehermosa.

A. Fernández Bozano
N. B.: Mi agradecimiento a don Miguel González, pues sin su lección magistral –aquí entra el maestro, que como al sacerdocio, le imprime un carácter permanente - habría sido imposible este artículo que espero sea del agrado de todos vosotros, ya que los recuerdos están presentes en muchos de los que me leéis.

viernes, 5 de diciembre de 2008

EL CAÑAVERAL

El arroyo se desliza suave lamiendo mansamente las orillas, inclinando las junqueras en el sentido de la corriente. Colindante, se yerguen altivas las cañas de verde pinocha de un extenso cañaveral bamboleadas por leve brisa. Pertenecía este cañaveral a mi abuelo Antonio, un hombre culto y de exquisitos modales del que mis recuerdos se esfuman allá en los primeros meses de mi existencia. Sí recuerdo verlo con su bata blanca tras el mostrador de la botica que regentaba. Unas estanterías, donde visiblemente y con orden militar, se distinguía todo el botamen cerámico con el nombre de los ungüentos y pócimas inscrito en el frontal. En una de las repisas se apoyaba, inmóvil, dentro de una vitrina de marcos amarronados, una balanza de precisión de platillos y pesas liliputienses de brillante cobre. Andaba el abuelo lentamente apoyado sobre un bastón de negro palo terminado en una empuñadura de plata con la cabeza y fauces abiertas de un perro.
A mi primo Antonio y a mí nos encantaba ir de forma furtiva a aquellos parajes, era saborear el encanto de lo prohibido, pues de ninguna de las maneras podíamos ausentarnos de casa para tal menester. El arroyo, en época estival, no cubría más allá de la rodilla, pero los mayores, en ese afán de protección, no transigían a nuestras exigencias y sin permiso, eso sí, acompañados de alguna persona adulta, no nos dejaban. Siempre ofrecían excusas para evitarte, lo que ellos decían, que nos pasara algún percance desagradable del que pudiéramos arrepentirnos. Era delicioso recrearte en el agua clara y limpia del arroyo que discurría silencioso entre riscos y peñones, en el reflejo sinuoso de las cañas, vigías estoicos de los caminos polvorientos.
Era la hora de la siesta, esa hora en la que el sol, en la vertical de su cénit, calienta las encaladas paredes en un aparatoso resplandor que te ciega los ojos; esa hora impía en la que los perros sonnolientos duermen tumbados indolentes en la breve sombra de los carros; esa hora en la que los pájaros se detienen cansinos entre la fronda oscura de las encinas suavizando su canoro gorjeo en un profundo silencio sólo roto por el machacón e insistente chirrido de la chicharra entre la avena loca. Esa hora en la que los lagartos permanecen inmóviles, estáticos entre los resquicios y oscuras grietas de los canchales.
En fin, esa hora en la que el abuelo, silente, perezoso, la cabeza reclinada sobre el respaldo de la mecedora, se balancea, con la intermitencia de sus breves cabezadas, en la gris penumbra del zaguán. Una línea de luz procedente del postigo, ligeramente entornado, incide sobre un quinqué dispuesto sobre el aparador. Silencio. Sólo se oye el tris-tras de la mecedora.
A esa hora, Antonio y yo, de común acuerdo, decidimos ir por aquellos andurriales del cañaveral a eso que denominábamos cazar lagartos. No era la primera vez que a hora tan intempestiva tomábamos las de Villadiego. No estábamos dispuestos a soportar el suplicio de la siesta a pesar de que ya habíamos tomado posesión de la habitación de dos camas, donde en un rincón, majestuosa, se apreciaba las presencia de una aparatosa caja de música que funcionaba con unos discos metálicos agujereados y un cilindro con puntas. Al lado, sobre una pequeña mesa de pino, un gramófono al que había que darle vueltas con una manivela para su funcionamiento y unos discos amontonados uno encima de otro, llenos de polvo y excesivamente rayados por el uso de aquellas agujas de hierro que se gastaban y se quedaban romas, no bien habías puesto un par de discos.
- Oye, Antonio, ¿y si nos fuésemos ya al cañaveral?- insinué yo.
- Es que estoy pensando que si después se entera mi padre, me dará una zurra más
grande que la me dio la última vez que fuimos. Todavía tengo el culo caliente.
- Que no, hombre, que no se enterará nadie.
- Si, eso mismo me dijiste el otro día y mira cómo se enteró. Aquí hay más ojos de la
cuenta.
- Porque tú te cagaste a la segunda vez que tu padre te preguntó si no era verdad que habíamos estado allí. Si hubieras mantenido el no, tal como quedamos, no habría pasado nada. A última hora, el que quedó mal, como un mentiroso y un embustero, fui yo que me mantuve en mis trece diciendo que no y que no. Y al final, como tú decías que sí, por mucho que yo dijera que no...
- Es que si a la segunda vez que me preguntó mi padre si no era verdad que habíamos
estado allí, le contesto que no, me deja sin boca y sin dientes.
- Pero es que tú y yo habíamos quedado en que contra viento y marea mantendríamos que no habíamos estado. Y te cagaste, y yo el embustero. Eso no se hace. Si decidimos decir que no, es que no aunque te maten, so caguilla – le decía yo, dolido por su actitud tan poco valerosa que a la primera de cambio se pone nervioso y dice lo que sea con tal de no tener complicaciones.
- Que no, que no voy.
- Venga, hombre, que no pasa nada – insistía yo, no muy convencido.
Logré convencerle al poco rato prometiéndole, que si no nos pescaban, le invitaría
a media gaseosa en casa del tío Ciríaco. El tío Ciríaco tenía una taberna en plena plaza. Era un hombre entrado en carnes, corpulento, de amplios mofletes y nariz chata, el pelo rojizo. Llevaba una blusa de manga corta con los botones desabrochados por cuya abertura asomaban indiscretamente una maraña ensortijada de pelos, aún negros, como espeso bosque. Unos anchos pantalones grises sujetos con unos tirantes abotonados a la cintura. Era pariente lejano. Había sido maestro, y por sus ideas socialistas y haber
luchado en el bando rojo durante la guerra civil, fue denostado y postergado a tan villano, según él, empleo.
Montamos la estrategia de salida. Nos pusimos los pantalones cortos que estaban sobre los pies de la cama y con las sandalias en la mano, con todo sigilo, salimos de la habitación procurando aminorar lo más posible el chirriar de las bisagras al abrir la puerta. Más silenciosos que gato en despensa, llegamos a la puerta que daba salida al patio después de pasar por la cocina. Era el momento más peligroso. Había que mover un grueso cerrojo falto de sebo, levantar un pestillo, abrir suavemente y lo menos posible la puerta; salir, volver a echar el cerrojo y el pestillo. Lo hice yo que era más templado. Mi primo tenía el susto en el cuerpo y se acordaba de la zurra que le dio su padre días atrás.
Llegamos al patio. Era de amplias proporciones y en buena parte estaba sombreado por el frondoso ramaje de seis parrones que pintaban ya incipientes racimos de uvas. Un marco de arriates llenos de pinillos esponjosos y suaves como borlas de seda, rosales de vivos colores, tupidas aspidistras, unas decenas de higueras de verdoso fruto dulces como el almíbar, unos melocotoneros de viña de fruto sedoso, aterciopelado, de tacto suave y olor sutil. Una alberca cuadrada rebosante de agua con pardales sedientos en el brocal, saltarines, nerviosos, que avizoran el menor ruido y movimiento.
Salimos por la puerta falsa, un ancho portalón pitado de azul que daba entrada a carruajes y que casi siempre estaba de par en par. Salimos al exterior ya exentos de la tensión que supuso insonorizar el menor movimiento por nuestra parte.
El sol caía a plomo en leve inclinación. Sólo se oía el bronco ladrido de un perro despistado hacia un gato que huía por las bardas de un corral. Cogimos el camino de la fuente flanqueado por unos hermosos y gigantescos eucaliptos que enlazaban sus ramas construyendo un túnel de agradecida sombra. Al final del camino se oye el cantarín rumor de un fino chorro de agua clara que cae sobre un pilón que rezuma por las paredes.
Después de refrescarnos la cara y enjugarnos con el antebrazo y el dorso de la mano, proseguimos nuestro camino en dirección a la huerta de Tirilla, mote con el que se le conocía al tío Romualdo.
El calor era sofocante. Nos quitamos la camisa y nos la pusimos sobre la cabeza a modo de los saharianos para mitigar algo los rayos de sol. La frente chorrea sudor pegajoso que discurre veloz hacia la punta de nariz, te empapa la cara, y bajando por el cuello, te impregna el torso y la espalda como si hubieses salido de un chapuzón en la alberca. Un sol de justicia, por lo que salir a esas horas debería ser, por lo menos, pecado venial. A ambos lados del camino, campos segados con pajotes puntiagudos que te arañan las piernas de los que emanaban una especie de vaho que distorsionaba la visión en la lejanía. Quemaba la tierra.
Por el camino, de frente, vemos acercarse a alguien que monta a horcajadas sobre un burro que camina a paso lento y cabizbajo. Era Tirilla. Lleva un cigarrillo a medio apagar en la comisura de los labios; sujeta al rucio con un cabestro, un poco suelto, entre las manos; tiene la cabeza cubierta por un sombrero de paja, bajo el cual aparecen los rebordes de un pañuelo blanco anudado en las cuatro puntas a manera de boina y cuya misión es enjugar el sudor de la frente. Unos pantalones de pana marrón sujetos por una faja negra donde lleva un mechero de chispa con una corta mecha anaranjada y la petaca. Una blusa ocre de negros botones remangada hasta medio brazo que le apretaba de forma inhumana el botón del cuello.
- ¿Dónde van los Antonio y a estas horas?
- Pues... pues... vamos... ahí , un poco más allá – contesté.
- Un poco más allá, ¿eh? – Je, je - riendo de forma irónica - ¿Vais al arroyo, verdad?
- ¿Nosotros? Que va, nosotros no vamos al arroyo – decía mi primo, que ya se la veía venir encima. ¿Para qué íbamos a ir allí? – proseguía - intentando convencer a Tirilla.
- Por eso, por eso. ¿Y dónde vais?
- Pues ya se lo hemos dicho, ahí un poco más allá.
Queríamos disimular y el buen hombre, comprensivo a nuestro absoluto y total infantilismo, dejó de martirizarnos con más preguntas. Mi primo me pellizcaba el brazo insinuando con un gesto de la cabeza que nos volviéramos para atrás. Yo no quería escucharle y le apartaba dándole con el codo pequeños empujones para que me dejara en paz. Después de estar ya tan cerca del cañaveral, ¡ ni hablar! Tirilla era conocido de la familia, pero tal vez no dijera nada acerca de nuestro vespertino y caluroso encuentro.
- Tened cuidado y no os bañéis hasta que hayáis hecho la di gestión – fue su última recomendación y despedida.
El burro nos dio el culo y prosiguió su marcha, cansino, lento, con las orejas gachas
y moviendo el rabo de lado a lado espantándose los tábanos.
- ¡Vamos allá, Genaro! ¡Aaarre!, - oímos que le decía al jumento para espolear su paso.
Llegamos al cañaveral llenos los pies y piernas del polvo del camino. En un acto mecánico zambullimos la cabeza en las suaves y tranquilas aguas de la rivera y sentándonos a la orilla, sumergimos los pies en la corriente del agua
Tomamos asiento a la sombra de un olmo para refrescarnos del sofoco del camino. Teníamos la cara más colorada que un bejín y los ojos sanguinolentos e irritados por el cáustico sudor. Una vez que nos hubimos recuperado, que fue en un santiamén, enfilamos nuestros pasos por una recta vereda hacia el canchal, un pedregal situado en lo alto del cerro lleno de chaparros, coscojas y jaras. Continuaba el mismo calor asfixiante. Por la ladera, los guijarros rodaban a nuestro paso rompiendo la monotonía del silencio y dejando a su paso un reguero de polvo El pedregal parecía muerto, sin vida aparente, silencioso su entorno, pero sabíamos que allí se criaban los lagartos más grandes del término. Llevábamos cada uno una vara de acebuche, húmedas aún por la savia, peladas a filo de navaja campera de cachas de madera. Era el instrumento más apropiado para registrar cuevas y atosigar a los reptiles. Al cabo de un tiempo registrando oquedades, vimos uno que descansaba tranquilo y reposado en un hueco entre dos cantos.
- ¡Primo, mira, mira uno! – le susurré con voz apagada.
- ¿Dónde, dónde? Yo no lo veo.
- Míralo ahí, so cegato, ¿no lo ves?
- Ahora sí. ¡Qué pedazo de lagarto! ¡Mira qué cabeza tiene! Yo no lo toco.
Mi primo era un poco miedoso, la verdad. Siempre se mantenía a las espaldas de
mis iniciativas. Yo era más bravucón, más echado “ pa lante”, más inconsciente e irreflexivo ante un peligro.
Con la vara atosigué al bicho y retrocedió en su madriguera. Esperamos pacientemente a que volviera a salir. Asomó nuevamente la cabeza y volvimos a azuzarle con la vara. Se escondió. Al volver a salir le hurgué otra vez. Manteníamos la esperanza de que saliera de su escondite para atraparlo. Merodeamos por los alrededores un momento en prevención de nuevos descubrimientos y regresamos al mismo lugar después de habernos arañado las espinillas con las ramas de una coscoja que se interpuso en nuestro camino. Allí asomaba de nuevo la cabeza y le azucé por enésima vez. El lagarto ya no se escondía, sino que abría la boca enseñando dos perfectas hileras de blancos dientes e intentaba morder el palo.
Ante tanta molestia y tanta insistencia por mi parte, el bicho, en una de aquellas, salió tras de mí y no precisamente con muy buenas intenciones. Me veo con todo el peso de mis siete años corriendo como un poseso y el bichejo tras de mis talones. Yo lo sorteaba, pero aquel monstruo verde me perseguía allí donde yo me dirigiera atraído por el imán de mis pantorrillas. Se me puso el vello, el poco que tenía, de punta y mi corazón latía desbocadamente.
El bicho, según parecía, estaba sumamente cabreado conmigo. La verdad es que yo no entendía que la tomase así con un asustado chiquillo. Al fin y al cabo no le había hecho gran cosa. Mi primo, que me veía en apuros, lo que son las cosas, vino en mi ayuda. Cogió un buen peñasco, y arrojándolo en plan lanzamiento de peso, qué buena suerte y buen tino, el pedrusco le dio de lleno en todo lo alto. Yo, al ver el lagarto malherido, me volví y le arreé unos varazos dejándolo en el sitio. Cuando lo vi muerto y bien muerto, le daba con la varita para cerciorarme de que así era, lo agarré por el rabo y lo puse panza arriba, quedando quietecito con la blanca barriga al sol.
Reconozco que pasé bastante miedo con el percance. Yo había oído contar, no sé si es verdad, que el lagarto, una vez que muerde su presa, difícilmente la suelta, que es harto improbable que se le pueda abrir la boca ni aun apalancando. Se incrustan las mandíbulas de tal forma, que es imposible abrírsela. Ése era mi miedo, que me mordiera en el talón y no pudiera quitármelo de encima. Por otra parte, dicen, que el lagarto posee unas mandíbulas muy frágiles a pesar de ello. Que con un trapo entre sus dientes, eso dicen, y con un brusco tirón, se queda desdentado pendiendo la dentadura del mismo. ¿Será verdad? Yo no lo sé, pero lo he oído.
Llegamos a casa cuando aún los rayos del sol incidían con inusitada fiereza sobre los tejados y las bardas de los corrales. En la espadaña de la torre crotora una cigüeña y dos cigoñinos aletean frenéticamente en el nido suspendiendo ligeramente las patas en el aire. Entramos por el portalón, y como atraídos por un invisible imán, fuimos derechos hacia el pilón del pozo donde zambullimos las cabezas en agradecido frescor. Colgamos el lagarto en una alcayata del cobertizo atándolo con una cuerda por la cabeza. Tenía los ojos abiertos en una mirada perdida. Con sumo cuidado fuimos despegando la piel hasta que estuvo, no sin cierta dificultad, totalmente desollado, ya que queríamos sacarle la piel entera.
No me gustaba, y me daba asco, que la sangre me llenara las manos. Una vez desollado, pusimos la piel al sol para que se secara. Fue un pequeño trofeo durante unos días. Alguna vez, ya de mayor, vi rodar la piel por el cajón de un armario llena de polvo.
Por la noche, durante la cena, olvidados de la correría de la tarde, ante un plato de patatas fritas con un huevo, su padre, mi tío, con cara adusta y seria, nos preguntaba:
- ¿Esta tarde habéis estado en el cañaveral, en la rivera?
- ¡.....!


AntonioFernández Bozano
PISTOLO
Hace treinta años, Víctor Alvarado Pozo,de feliz memoria, hombre de verbo fácil, prosaico redactor local del periódico HOY, hizo una entrevista al, quizás, más popular personaje de estos últimos años. Quiero rememorar desde aquí, a aquel hombre sencillo que polarizó la vida de este pueblo, sin distinción de clase social. Un hombre que pervive en nuestro recuerdo sin otros parámetros que su candorosa sencillez: Florencio Romero Cabezas, Pistolo.
Nada sé de su nacimiento, poco importa al caso, pero recuerdo que si alguien le preguntaba la fecha, con marcada expresividad meteorológica, respondía que aquel año nevó mucho, y como referencia cronológica, que era de la quinta del hijo de Corrales. Pienso, Florencio, que sería un año magnífico si nos atenemos al refrán “año de nieves, año de bienes”. Naciste con una estrella blanca salpicando copos de nieve. Nada sé de tu infancia y poco de tu juventud. No sé nada de tus padres, linaje, ni si tenía rancio abolengo o era plebeyo como la gran mayoría. No sé tampoco si eras loco o cuerdo, torpe o listo. De tal manera me he acostumbrado a relativizar las formas y las apariencias, que una galaxia de dudas inundan mi opinión y un mar de ignorancia me impiden una definición taxativa. Nada sé de lo que sentirías en tu alma ante la contemplación de los trigales manchados de amapolas rojas,de tus emociones ante una puesta de sol, ni de tus arrobos ante el paso de una mujer. Sólo tengo vagos y deshilvanados recuerdos que se pierden en lejanía del tiempo. Y así como don Quijote fue hijo de sus obras, como cada cual, Florencio, tu fuiste hijo de las tuyas, y destacaba sobre todas, la bondad.
Era más bien bajo, de cierta robustez, de no muchas carnes y gran madrugador. Algo cargado de espaldas y de brazos un tanto largos, que fueron acrecentándose, vencido tal vez por cargas continuadas, con el paso de los años. Frente despejada y unos ojos pequeños, en otros tiempos vivarachos, que se fueron truncando en noche azul. Barbilla de mentón prominente, más acusada al fin por su falta de dientes. El andar espaciado, de adelantar caminos y un asiento de pies bastantes inseguros y torpes . De genio apacible que en ocasiones se tornaba colérico tocante a algunos puntos en los que consideraba llevar razón. Y desde aquí doy fe, sin petulancia por mi parte, que era rara la ocasión en la que dejaba de llevarla y tenerla. Todo ello embutido en un alma gigante. Era pobre; pobre, sí; pero su pobreza le hacía amar la vida y la pregonaba. Diógenes también fue pobre y, según su filosofía, la virtud, y tú la tenías, Florencio, es el bien soberano, y para ser sabio, sólo hay que saber librarse de las apetencias y reducir al mínimo las necesidades. Fuiste, Florencio, sin el menor resquicio de ironía, un sabio sin entrecomillado.
Te levantabas sin hora, no tenías que dar explicaciones a nadie. Un reloj, que enseñabas con orgullo, marcaba tu tiempo. Un reloj acerado, grandote, al que no sabías leerle los números y ni puñetera falta que te hacía. Tenías todo el tiempo del mundo para ti. Tú, Florencio, no pertenecías al follón y al aborregamiento, sino al sin número de los libres y solitarios. Todos los solitarios irán, iremos a tu lado. Creemos que vamos solos, pero formamos un gran batallón. Te levantabas antes de apuntar el alba y allá que te ibas a la panadería buscando calor, el calor humano y el que desprendía la boca del horno de leña en el que se cocía nuestro pan de cada día.
Hacía frío. Tú siempre tenías frío, Florencio, incluso en verano. Llevabas marcado en el cuerpo tu nacimiento de nieve. Helada mañana-noche de invierno. La luna se miraba en los espejos empañados de los cristales del hielo. Espero en la Parada la llegada de LEDA. Pistolo anda trajinando bultos desde dentro del bar de Victoriano a la puerta, depositándolos sobre la acera, bien arrimados a la encalada pared. Lleva puesto un abrigo largo de color gris, algo raído; un jersey azul de cuello vuelto, abrochado con una cremallera plateada, caminito de ida y vuelta, que le abriga la garganta; dos pantalones, uno encima de otro, y unas botas marrones de punteras remangadas. Cubriéndole la cabeza, un pasamontañas recogido sobre la frente y en la comisura de los labios, un cigarrillo de los de liar con los rebordes negros, a medio apagar. Una estampa del más típico estilo velazqueño. Entre bulto y bulto, un sorbo de café con leche, humeante y bien desleído el azúcar, con parsimonia y temple, a vueltas de cucharilla. A continuación, como si fuera un rito, saca un trozo de pan envuelto en papel de periódico y lo trocea migándolo en el café. El vaso no rezuma ni rebosa una gota.
Se proyectaba por entonces la película “La saeta rubia”. Ya sabemos lo “merengón” que era el amigo Pistolo. No creo que nadie pudiera encarnar más apoteósicamente al legendario futbolista que Florencio. Y así, le vimos efectuar la más espectacular propaganda que contarse pueda en los anales de La Granja de Torrehermosa por lo que respecta a esta película. De punta en blanco, como correspondía, con los colores del equipo que marcaba su afición futbolera, fue repartiendo prospectos, envuelto por la chiquillería de entonces en una verdadera simbiosis colectiva con el personaje, tanto por quién era, como por a quién representaba. El Real Madrid era para Pistolo el mejor, el imbatible, el campeón. Cuando alguien, con sorna, simplemente por oírle, se metía con el Madrid acerca de su calidad futbolística, respondía, a falta de argumentos que convencieran al opositor de turno, no sin cierta pasión y con verdadero enfado: “¡que sí, que sí, según tú !”. Muy bien, Florencio. No hay argumento más contundente que la razón demostrable. Tú no tenías que argumentar nada, te remitías a las pruebas que eran más que evidentes. Y si, en vista de la obcecación de tu contrario, no se avenía a razones, tú se la dabas, sin más, como a los tontos: ¡ que sí, hombre, que sí para que te calles !,quedándolo con la palabra en la boca, preso y rendido ante tu valerosa e intransigente postura en sostener lo que estaba REAL-mente claro. También don Quijote se las tuvo con algunos de sus asuntos y bien que lo definió con aquello de “la razón de la sinrazón”. A aquellos que no querían aseverar y manifestar la belleza de su señora Dulcinea sin haberla visto previamente, les decía: “ Si os la mostrara, ¿ qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria ? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender”. Pues con el Madrid, Florencio, eso y más, pues ahí están las copas de Europa.
Vivir el personaje de una obra de teatro, de cine, de cualquier acto representativo, no es signo de ningún tipo de paranoia. Para entender bien el personaje en toda su amplitud, hay que meterse dentro, alegrarse con él, divertirse con él, tomar decisiones con él, que ayuden a esclarecer y solucionar hechos. Al amigo Florencio le producía un gran divertimiento las películas del oeste americano, las policíacas y cualquiera que introdujese en el guión aspectos de acción. Era digno de ver cómo vivía el personaje, el del “valiente”. Hablaba con los actores desde su privilegiado asiento de gallinero, enfrascado en la acción como si realmente él fuera parte de la misma. Espoleaba y fustigaba al caballo persiguiendo a los “malos” - indios y vaqueros de mala catadura -, con gritos de apoyo rayano en lo quijotesco, como un verdadero desfacedor de entuertos del Far West americano.
Pistolo no era apolítico. Ahora que la mayoría sufrimos desencantos por las actitudes poco éticas de una parte de los políticos, él fue siempre fiel a aquel gobierno que mantuviera su pequeño respaldo económico. Su voto electoral nunca estuvo mediatizado, votaba a su padre económico del momento, fuera Suárez, Calvo Sotelo o González. Una pequeña paga que en los primeros tiempos era de “un billete verde y la mitad” - según su propia expresión - y que ahorraba en una cartilla que le mantenía el “Banco de Víctor”. Imagino que su economía, dentro de lo limitada, le permitió vivir a su aire sin excesivos agobios, ya que sus necesidades básicas las tenía, de alguna manera, cubiertas. Pedía los domingos a aquellos que consideraba sus amigos, sus conocidos. No andaba con remilgos ni pantomimas, se dirigía, cómo diría yo, con cierta exigencia, si tú quieres, a lo valiente, a tiro hecho, con la certeza absoluta de que aquella persona no le defraudaría ni le iría con evasivas. Tenía una idea clara de la justicia distributiva y era sabedor de que había que compartir, eso era todo. Y eras tan comedido, amigo Florencio, que sólo pedías los domingos dando una prueba de altruismo en sumo grado. Ya no tendré esa mano serena tendida amigablemente cuando me veías en la puerta de la iglesia durante mi estancia veraniega.
Hubo un tiempo en el que permaneció en el asilo, pero ya se sabe, los ruiseñores no son para tenerlos enjaulados. Seguro que estuvo bien cuidado, no me cabe duda, pero pudo más su sentido gregario hacia el pueblo, hacia el pueblo que le vio nacer, hacia la gente que le vio crecer, que tener como marco una residencia donde su vuelo fuese abatido por la norma y la regla. Qué sentimientos inundarían su alma de niño, qué añoranzas le arrobarían el corazón, qué nostalgias que no pudo resistir y, cogiendo su hatillo, se volvió con nosotros.
Beni, la mujer de Manolo “Buscalío”, bien sabe de sus últimos tiempos. Abnegada y desinteresadamente le preparaba y le aseaba la ropa con exquisito cariño. Tenía para él esa palabra amiga, le regañaba si así lo merecía. Gracias, Beni; hiciste lo que te dictaba el corazón sin más recompensa que una mirada de agradecimiento, un gesto de complacencia y una palabra que le saldría de lo profundo de su alma. No quisiste quedarte ni con el transistor que le sirvió de compañía en sus largas noches. Mudo y silencioso le acompaña en su ataúd.
Florencio, creíste que estabas solo, dudaste de la compañía. Ahora sí estás solo, solo ante el hambre, solo ante el frío, solo ante los besos. Eres el adalid de la soledad, de la independencia. Sigue tu camino, no necesitas a nadie, sigue así con la terquedad de la mosca. Estás solo, completamente solo, la soledad de no estar ni consigo mismo. Pero ante esta soledad, piensa, Florencio, que siempre habrá alguien que vea un ruiseñor camino de las estrellas.
Antonio Fernández Bozano

Mi agradecimiento a Rafael “ El Cagueto” por la información que me ha proporcionado.