jueves, 10 de noviembre de 2011

IN MEMORIAM:DAVID GARCÍA ITURRITXA

DAVID GARCIA ITURRICHA
Libertad, naturaleza, compañerismo. Estos son los móviles que llevaron a David a la montaña.
En su niñez el contacto constante con el campo y las excursiones al monte en familia; en la adolescencia el descubrimiento de la montaña con su montainbike; sus amigos que le introdujeron en el Centro Excursionista de Premia de Mar, fueron la preparación para su gran pasión: la montaña.
En su juventud se instaló en el Pirineo –Pont de Suert, Boi Taüll, Benasque- para realizar sus estudios de Guía de Montaña y poder disfrutar de la ascensión a las cimas próximas. Su pasión era la escalada. Los Alpes, el Huescarán en los Andes o el Bhaguirathi en el Himalaya fueron retos que realizó con entusiasmo.
Su vida era la montaña y ella se lo quedó como amigo preciado. Su compañerismo y solidaridad han dejado un buen recuerdo en su entorno y la paz en el corazón por saber que vivió y murió en la plenitud de sus deseos.

Mª Aurora Iturricha Gangutia (madre de David)



Yo, como profesor suyo, contaré una anécdota que me ocurrió cuando hacía 3º de primaria del cual fui su tutor.
En clase de matemáticas era un lince y las pescaba al vuelo. Después de memorizar las tablas de multiplicar, como es común en este curso, llega la división por una cifra y tal y tal. Normal.
Después de la explicación pertinente, yo soy de la vieja escuela, o sea, el machaca, pues puse unos ejercicios ad hoc sobre la cuestión. El tío fue el primero en la realización de aquellos ejercicios y todos bien como correspondía en David.
Al día siguiente, previo repaso de la cuestión, puse el mismo tipo de ejercicios y, le estoy viendo la cara ahora mismo, esa cara que ponen los chicos cuando no tienen ganas de hacer algo, pasota absoluto, cara de asco, desganado total, repantingado en el pupitre sin el más mínimo interés en las divisiones. Al verle en esta actitud tan pasiva, no tuve más remedio que llamarlo a mi mesa y preguntarle qué le pasaba.
-Nada, Antonio, es que es muy aburrido tener que hacer otra vez divisiones cuando yo sé hacerlas. Si ya sé, ¿para qué voy a hacerlas?
Sudor me costó convencerle, pero al final las hizo como todo hijo de vecino. Naturalmente se lo conté a la madre, compañera mía, y sí, me corroboró que cuando ya sabe hacer una cosa, es así el niño. Era un chico de lo más cariñoso. Me regaló un Quijote y lo tengo dedicado por su puño y letra. Besos, David, sé que te estarás riendo en las montañas del cielo.
Antonio Fdez. Bozano



A DAVID
Es medianoche,
La estrella brilla en lo alto.
Tú estás ahí.
No te pido nada,
Solo quiero contemplarte,
Hablarte, sonreír,
Porque tengo el corazón lleno,
Porque tu mirada me sigue
Siento tu vida cerca de mí.

Escogiste lo mejor
Ascender, ascender…
Y así llegaste a la estrella.
El tesón, la ilusión, el amor
Han sido la compañía
Que forjaron tu persona.
Ahora queda el amor.

Es medianoche,
Tú en la estrella.
Sólo estoy a tu lado
Para admirarte.

Para mi hijo David en su 34 cumpleaños
22 octubre 2010-10-23
Mª Aurora:
Muy sentida la poesía. Es una madre que refleja su querencia más allá de las estrellas.Una síntesis y un panegírico de la corta vida de David,un niño bueno,un adolescente responsable y un hombre al que truncaron la vida en un paseo cerca del cielo.
Un beso.
Te pido permiso para adosarla en la primera parte de la cual ya sabes.
Sé que dirá que haga lo que crea oportuno,pero soy así y te pido tu consentimiento.

Antonio Fdez.

1 DE ABRIL, 5º ANIVERSARIO DE DAVID.
COMPARTO LA CELEBRACION CONTIGO.
¿ T E A C U E R D A S ? 22, Oct. 2011
ERA UN HIJO DESEADO, PREPARACION.
ALEGRIA COMPARTIDA, NACIMIENTO.
SONRIE, OBSERVA, IMITA, CRECE,
PRESUME DE OSCAR: ” ES MI HERMANO”.
EL CALERO…
LOS ABUELOS, LOS TIOS, ¡LOS PRIMOS!
JUEGA, DESCUBRE, COMPARTE, INTRIGA.
UNION, COMPLICIDAD, AMOR,
EL EQUIPO PERFECTO, HASTA LA META.
EL COLEGIO…
PADRES, PROFES, COMPAÑEROS, APRENDIZAJE
LA VIDA PIDE INDEPENDENCIA, SE ABRE.
LOS AMIGOS…
COMPARTE ILUSIONES, ESFUERZOS, SATISFACCION.
RISAS, IRONIAS, COMIDAS, PROYECTOS, ESCALADA,
TODO ES UNO: LA MONTAÑA.
VIVE CON ELLA, LA NECESITA, ELLA LE QUIERE.
EL AMOR…
LA FAMILIA, LOS AMIGOS, LA MONTAÑA, LA MUJER,
SABEMOS TU FIDELIDAD, TU ENTREGA, TU SONRISA.
TODOS TE QUERIAMOS, LA MONTAÑA TE RAPTO.
YO SE DONDE ESTAS Y TE ENCUENTRO EN LA NOCHE.
YO SI ME ACUERDO. Mª Aurora


-Y yo, que fui tutor, también.
Paz a un alumno querido por todos por su bohomía.
Antonio Fdez. Bozano

lunes, 3 de octubre de 2011

AL PRESIDENTE DE LA jUNTA D´ECTREMAÚRA

Sr.Presidente de la Junta d´Ectremaúra
Don José Antonio Monago

Querío Presidente:
No sabe ujté l´alegría que m´he llevao al recibí la noticia de su eleción como Presidente de la mi región, Ectremaúra, de la que farto jace máh de cuarenta añoh.
Yo vine pa Cataluña a ejelcé mi trebajo d´enseñante y ya toy jubilao der to. No m´he peldío ni unah vacacioneh de Navidá, Semana Santa y verano pa pasal.lo entre mih paisanoh de La Granja de Torrehermosa, como sabe, cercano a Quintana, lugá de paso porque ej vía pa vení ar mío puebro.
Aquí, n´un colegio de Jesuitah, he realizao mi labó n´el magisterio y he dijfrutao como dice la gente, com´un enano. Entoavía no me s´ha quitao er mono y de ve en cuando voy pallí y me meto en arguna clase pa contá cosah de mi tierra. Loh chavaleh a to ejto con loh ojoh como platoh.
Güeno, señó Presidente, yo sabo qu´en ejtoh momentoh tendrá muchísimah cosah que jacé pa yo ejtendelme máh pallá de lo que correjponde.
Dende aquí, ya toy pahí, le mando mi máh sincera felicitación pol su Presidencia y que Dio le ilumine pa tan difici cargo y carga.
Si le pueo serví p´argo, no dúe en pedílmelo como quiera.
Le voy pedí una cosina que me tié una miaja cabreao. Me duele qu´en la fiesta nuestra der Día de la mi Región, o sea, er día de nuestra Patrona la Vigen de Guadalupe, entoavía ejté incardiná a la Diócesi de Toleo parte de lo qu´ej nuestro pol sentío común.
A vé si entre toh loh ectremeñoh semoh capá de qu´esoh trenta puebroh de la Diocesih de Toleo güervan arguna vé a lo políticamente correcto.
Le viá da una idea: Llame a su dehpacho a Francisco Tejeda Vizuete, amigo personá y paisano, y encomiéndele ejta tarea. Hijtoriadó, invejtigadó, canónigo de la Catedrá e Badajó, pa que jaga lo qu´él sabe. No s´arrepentirá ujté. Y si a ejte le arrejunta a l´amigo y condiscípulo mío, er Pecellín Lancharro, gloria d´Ectremaúra, po ya ta decío to.
Po na máh, señó Presidente. Que Dioh l´ayude en su cometío, que güena farta le jará.

Le salúa attmet.

Antonio Fdez. Bozano

jueves, 22 de septiembre de 2011

LOH JOYO

LOS JOYOS
Si Cartago fue destruida, se debió casi exclusivamente a lo pesado que era Marco Porcio Catón.
Tras la segunda guerra púnica, Cartago se sometió absolutamente a su derrota, pagando enormes tributos y cumpliendo las rigurosas condiciones que sus vencedores le impusieron.
Pero Catón tenía entre ceja y ceja que Cartago fuese destruida. ¿Por qué?
- Aníbal le obligó a retroceder por toda Italia.
- Sabía de la resistencia de los cartagineses.
- Tenía miedo que Cartago se rehiciera nuevamente.
Como el Senado le mandó que hiciera un estudio sobre el rearme enemigo, viendo la capacidad militar que habían adquirido, sintió miedo y al comparecer en el Senado se limitó a decir: “Delenda est Carthago”(Hay que destruir a Cartago).
El Senado en pleno se rió en sus barbas y nadie le tomó en serio.
Pero Catón perseveró en su idea un día sí y otro también:”Delenda est Carthago”…Y siempre que dictaminaba sobre cualquier asunto en el Senado, terminaba diciendo: Tal es mi parecer sobre este asunto y también hay que destruir a Cartago, así durante cinco años uno detrás de otro. Y con no recuerdo qué pretexto declararon la guerra y vencieron nuevamente a Cartago en la tercera guerra púnica. Así por lo menos se quitaron al pelma de Catón con el dichoso estribillo.
Con muchísimo menos motivos hemos ido destruyendo imágenes que aún persisten en nuestra memoria.
Hace años, mis recuerdos se tornan a la infancia, había un lugar, a la izquierda camino de la carretera de Cuenca, donde croaban con insistente monotonía miles de estáticas ranas en las noches calientes de verano.
Las rutilantes estrellas hacen guiños en la lejanía del espacio. La límpida atmósfera y la oscuridad del firmamento, sin luna que la empañe, hace visible la blanquecina vía Láctea como una autopista de miles y miles de puntitos luminosos parpadeantes.
En la vertical de las estrellas, sigue el croar de las saltarinas ranas que se zambullen asustadizas en las claras aguas ante el paso sigiloso de los intrusos, que linterna en mano, osan enturbiar la paz y sosiego del entorno. Las zambullidas se oyen en el silencio y a cada paso un número variable de batracios se sumergen en un audible chapoteo. Las ranas en las charcas de los Joyos eran casi todo pulmón, por eso eran tan vocingleras. Antiguamente, con su continuo ruido, fueron capaces de despoblar una ciudad francesa, según narra Varrón. Totalmente el caso opuesto, según nos cuenta Plinio, en la isla de Scrifo son absolutamente mudas. Por eso se dice de uno que calla siendo gran hablador, que es una rana escripia. Después de 250 millones de años, las ranas, que fueron los primeros anfibios en salir del medio acuático, están en peligro de extinción. No las volveremos a ver en los Joyos, “deleta fuerunt ranas”.
Por caminos y veredas se oyen nuestras pisadas, las de mi amigo Antonio Quintana que estará riéndose allá entre las estrellas, y las mías, sobre las secas avenas locas. Dirigimos los pasos hacia uno de los joyos de orillas suaves. En los bordes, henchido el pescuezo y ojos saltones ante el foco de luz de aquella linterna construida con dos desgastadas pilas gigantes de teléfono que me construyó Antonio G. Coleto – el del Secretario – aquella misma tarde, ensambladas y atadas a una ligera tabla de una caja de sardinas. Aquellos monstruos de pilas de más de un kilo cada una necesitaban sujeción. La verdad es que no sé muy bien dónde se ponían aquellas descomunales pilas. Bueno, sí, servían para alimentar la centralita de teléfonos que atendía María Bea. Con el mismo procedimiento de artilugio fui con Coleto a la alameda de Archidona a matar gorriatos. ¡Qué puntería tenía el tío con la escopeta de plomillos!
Me he ido por los cerros de Úbeda con la alameda donde tanto pájaro pernoctaba. “Delenda est Archidona”.¡Lástima! Un tesoro más ya destruido.
Iba diciendo que las ranas, a la luz de la linterna, quedaban extasiadas ante el foco, quietas, estáticas, inmóviles ante nuestra pesquisa. Con una tabla preparada ad hoc fuimos dando palmetazos a cada una que veíamos. Yo era la primera vez que iba a tales menesteres, cargados cada uno con nuestros nueve añazos. Bueno, a decir verdad, si menester se aplica a aquello que es necesario, no era tal. Dejémoslo en simple divertimiento y ganas de pasar el rato en una temprana noche veraniega. Antonio Quintana debía ser un experto; tablazo que daba, rana al saco. Por mi parte, no sin cierto asco al contacto con los bichillos, me encargaba de recogerlas teniendo cuidado, con aquellas que tenían las vísceras fuera, de asirlas por una patita y echarla en su sitio.
Cuando ya tuvimos cincuenta o sesenta, recogimos los achiperres y nos fuimos de vuelta pal barrio Cuenca. Ya estaba la gente sentada al fresco haciendo corros más o menos numerosos en animada charla, unos sentados en el umbral y la mayoría en sillas, que vaya usted a saber si el asiento de aneas procederían de los mismos Joyos. Aquellas aneas que estoicas se reflejaban en las claras aguas de lluvia, vigías silenciosos ante la altiva mirada de los cipreses del cementerio.
¿Dónde están los Joyos, Dios mío?
¿En qué ha quedado paraje tan vistoso?
“Delenda est Joyos”: se consiguió y me duele de corazón.
No puedo sustraerme en mis estancias en el pueblo de visitar, paseo matutino o vespertino, aquel espacio de mis vivencias de infancia. Los muchachos del barrio Cuenca, en época estival era el lugar idóneo para darnos un baño tal como nuestras madre nos parieron, es decir, en porretas y sin ninguna hoja de parra que cubriera nuestras vergüencillas, por lo poco que se “veían”, naturalmente. Para mí el agua no es santo de mi devoción y procuraba no adentrarme mucho, más por las bromas de las ahogadillas que por otra cosa. Me ponía de los nervios que me metieran la cabeza debajo del agua y que me faltase el aire. ¡Qué berrinches, Dios santo!
También era buena el agua de los Joyos para lavar en casa. Recuerdo que había una moza, en casa éramos una familia numerosa y hacía falta ayuda, que entre sus cometidos estaba el ir a los Joyos con una garrafa de aquellas forradas con caña trenzada, y transportarla en la cabeza apoyada sobre una rodilla hecha de trapos, en perfecto equilibrio hasta casa. No recuerdo bien, pero el día de lavar, para llenar aquella panera o cucharro, supongo que se necesitarían más de una garrafa con el consiguiente paseíto de ida y vuelta. Entonces no teníamos coche. A mi madre aquel esfuerzo de la chica le parecería excesivo y a partir de un día dejó de acarrear agua y nos surtíamos del agua del pozo del tejar de Elías, el de Conducta, que daba justamente detrás de la puerta falsa de mi casa. Por allí tenía últimamente Juanito el de la Chon unas cuantas ovejas triscando pajotes en los alrededores del derruido horno motivado por la inexorabilidad del tiempo. Si el aire venía derecho, el humo que desprendía el horno, impregnaba la casa olorosamente a paja quemada.
Cuando era así, Elías avisaba con cierta sorna a mi padre diciéndole:
- Don Juan, cierre usted la puerta de la cocina que hoy quemamos.
Pues nada, a cerrar la puerta toca.
Por allí andaban, horca en mano, Elías y Celestino, echando la paja dispuesta en el cercano almiar por aquella boca de fuego. Me gustaba, después de una cocción de ladrillos, baldosas y tejas, amén de piletas de agua para las gallinas y los bolindres y figuritas que a mí me cocía, la escoria resultante de quemar la paja. Parecía piedra pómez de color grisáceo, pero más porosa y liviana.
De los Joyos salía la tierra que necesitaba para su trabajo. Con un carro tirado por un borriquillo gris jaspeado – el Rucho – el amigo Celestino transportaba la limosa tierra extraída a base de pico, azada y pala hasta el tejar donde la desterronaban, una vez aguada, a base de golpear el barro resultante con una barra maciza de hierro hasta dejarlo sin un grumo en sus entrañas ni en la superficie. ¡Con qué bríos golpeaban aquel montón de barro!
Con mi querencia a los Joyos imbuí en mis hijos la misma tendencia. ¡Las veces que los he llevado por aquellos andurriales!
¿Os acordáis de los galápagos tan hermosos que había?
Recuerdo que un verano los llevé con la idea de coger unos cuantos para tenerlos durante nuestra estancia veraniega en el patio. Tenía Leticia unos seis años y Tonacho unos cinco. A Marta y David los dejé con la madre, pues eran demasiado pequeños y no me fiaba de ninguno de los dos. Ojo avizor recorrimos distintas charcas y en un rato logré atrapar tres ejemplares y uno de ellos bien grande por cierto. Los entré en un cubo con un poco de agua hasta la hora de marcharnos. La idea era que mis hijos se dieran un baño, pero nanai de la china. Uno de ellos vio cómo se desplazaba sigilosamente una culebrilla de agua y ahí se acabó el baño. Ni dándoles una lección de biología a su nivel logré que pisaran el agua. Aquello era demasiado para unas mentes infantiles. Culebras, ni verlas, vamos. Así que cogimos el camino de vuelta con nuestros trofeos animalescos.
Llegados a casa, contaron a su madre la peripecia de la culebrilla con ojos como platos del bicharraco que habían visto, y como los galápagos tenían que comer se fueron como una exhalación a casa de su tía Carmen para que colaborara en el condumio de los bichejos con unos tomates de propia cosecha y una lechuga para alimentar a los nuevos inquilinos. Por allí por el patio dispusieron estratégicamente comida para los comensales sobre papel de un HOY atrasado. Pasados unos días, fueron averiguando algún otro tipo de comida para los animalejos.
Terminado el período vacacional yo no estaba dispuesto a llevarme a Hospitalet los galápagos de ninguna de las maneras. Así, que un par de días antes nos dirigimos a los Joyos para dejar en su hábitat a los galápagos que tan grata compañía nos habían deparado. No querían que los soltara. Les hice las observaciones pertinentes en estos casos y allá que nos dirigimos a la charca más grande, aquella que estaba más próxima al cementerio y tenía mayor profundidad. Bajamos la pequeña pendiente del terraplén y puse las tortugas cercanas al agua. Como un resorte emprendieron la huida hacia el agua salvando un pequeño desnivel y desaparecieron de nuestra vista. Vi que unas lagrimillas afloraron en sus rostros. ¡Bendita niñez! Deleti sunt galápagos.
Ahora cuando voy de vacaciones suelo visitar aquel entorno siguiendo la vieja costumbre. Siento pena y la nostalgia de tiempos pretéritos fluyen en mis recuerdos como una daga clavada en el corazón al ver en qué se han convertido los sueños de la lejana infancia, memoria de aquel marco visible ya perdido.
¿Cuándo aprenderemos a conservar aquellos elementos de la memoria colectiva de un pueblo? No lo digo por los Joyos que ya desgraciadamente es historia pasada, sino que tengamos en cuenta y consideración nuestro entorno y ayudemos a conservarlo como referencia de una época en la que poder mirarnos.
No entiendo que en los Joyos no haya intervenido cualquiera de los estamentos, Seprona, Medio Ambiente, Ecologistas, etc., y haber consentido tamaño crimen a la Naturaleza: ranas, galápagos, renacuajos, culebrillas de agua, sapos, algún patito pateando el agua que yo he visto con mis propios ojos. Naturaleza viva. Juncos, juncias, aneas, collejas, corregüelas,...
Todo se ha convertido en un galimatías de escombros y un vertedero público de lo más variopinto: ruedas de coche lamiendo algún resquicio de una charca putrefacta.
Lavadoras, cocinas, frigoríficos como inusitados adornos por allá y acullá. Colchones de salientes muelles herrumbrosos que lamen hediondas, un día claras, aguas de cualquier poza. Maderos, cajones desvencijados, armarios y guardarropas destartalados, camillas con el hueco del brasero ennegrecido y aún calientes sus bordes. Lavabos, inodoros desconchados, plásticos revoloteando por doquier, cestas de mimbre, garrafas forradas de cañas, esparto y plástico resistente. No quiero seguir enumerando un sinfín de cachivaches y utensilios menores en llamativo desorden.
He tenido un sueño. He visto unos Joyos verde de césped rodeando cada poza, sauces llorones con sus ramas hacia el suelo dando cobijo a gente tumbada a su sombra. Palmeras de frondosas y verdes ramas, magnolios de arracimadas flores dando sombra a unos bancos de madera con una pareja en idílico romance de arrumacos. En un árbol de amarillas mimosas, niños bamboleándose en un columpio de madera amarrado a gruesa soga.
He visto la torre blanqueada de blanco y desde el minarete llamar a oración al almuédano a viva voz. He visto las calles repletas de chilabas y turbantes; el hiyab cubriendo las cabezas de mujeres árabes que voceaban en el mercado, convertido en un zoco, en una lengua que yo no entendía, adornadas con largos vestidos y babuchas de llamativos colores.
Del cementerio habían desaparecido todas las cruces y en cada lápida aparecía una media luna. No entendía nada. Mi mente se agitaba en negros presagios. Yo no sabía dónde me encontraba.
La ermita del Cristo tenía las puertas abiertas de par en par y al observar desde fuera vi personas arrodilladas y orando con la cabeza en el suelo de tal manera que sólo divisaba traseros cubiertos con una túnica blanca y pies descalzos. No daba crédito a lo que veía y me di la vuelta enfilando el Valle arriba para ir a mi casa.
Al pasar por el bar de los Trejo estaba toda la morería sentada unos sobre almohadones y otros sobre alfombras tomando té y fumando como carreteros en una cachimba metálica en el suelo con dos mangueritas que pasaban alternativamente de uno a otro. Me desperté sobresaltado de pesadilla tan rocambolesca y mi corazón palpitaba aceleradanente. Ojalá no sea algo premonitorio, Dios mío.
Una vez repuesto de la pesadilla, me levanté y me vestí. Salí a la puerta de casa, quería cerciorarme de que todo había sido un sueño, y observé que todo estaba como siempre. Fui calle abajo y me adentré en la casa que tiene por allí José Durán, cogí una silla con asiento de aneas y me arrimé al calor de la candela. José preparó la parrilla y la puso sobre las brasas incandescentes. Encima de la misma colocó un trozo de pan del día anterior, un torrezno veteado y un trozo de chorizo para que se hicieran lentamente. De vez en cuando remueve el rescoldo y da la vuelta a las viandas dispuestas. Yo lo observaba y veía que ni llevaba turbante, ni chilaba, ni nada que indicara que habíamos cambiado de residentes, tal era mi obsesión con la pesadilla. Aún no había amanecido y el día amenazaba lluvia. El gato pasa ronroneando entre mis piernas y cuando José empieza con el desayuno aparece otro gatillo más jovencito y ambos esperan pacientes, entre suaves maullidos, que algún trocito de miga de pan caiga en el suelo.
No le comenté nada del sueño, no fuera que el cachondeíto fluyera en boca de Gabino, Celestino, Sergio y Miguel que pertenecen a la tertulia matutina de cada día. Hablaban de lo mal que está el campo y lo que cuestan los abonos. Lo comido por lo servido e incluso perdiendo dinero. Los piensos también están por las nubes. Un verdadero desastre socioeconómico. Ni para pipas, según la expresión de Miguel.
Ha llegado la hora de que cada uno se vaya a su trabajo. José va a echarle de comer a los bichos que tiene por el Alamillo, creo que es, y se lleva a Gabino de ayudante en el Land Rover. Miguel también coge su coche y se larga para la Cardenchosa donde tiene su ganado y por allí permanecerá hasta bien entrada la tarde. Leopoldo Pirraca al cortijo que ya es hora de echarle de comer a las ovejas y Sergio coge el todoterreno y no sé dónde va. La candela está en los últimos estertores y con una lata de agua José apaga los rescoldos que quedan. Hasta mañana.
Antonio Fdez. Bozano



lunes, 8 de agosto de 2011

PREGÓN DE FERIAS 2011

PREGÓN DE FERIAS 2011

Siempre he pensado que un pregón dedicado a la apertura de Feria de un pueblo era tarea que se encomendaba a personas importantes, de fácil verbo y ágil pluma, que con alguna habilidad literaria y palabras rebuscadas, fueran capaces de evocar, ensalzar las maravillas de sus rincones y las actividades a celebrar. Pero ya veis, no es mi caso, ni facilidad para la pluma ni agilidad de verbo. Naturalmente, que al pedírmelo la corporación municipal que preside nuestro alcalde Felipe, me provocó la lógica preocupación por no defraudar. Desde dicha proposición me sentí muy honrado y casi obligado a aceptar por la deferencia habida y así poder manifestar y dar rienda suelta a lo que brota del corazón, a esos sentimientos que me sugiere este pueblo desde mi niñez hasta la bien entrada madurez biológica en la que me hallo.
En Granja, las cosas se hacen bien o no se hacen. Es el primer punto de la idiosincrasia granjeña. O lo hago bien o no lo hago, a fuer de que nos tachen de apáticos. Y aquí me gustaría hacer hincapié en que deberíamos valorar y desenterrar las tradiciones, porque un pueblo que se recrea en sus tradiciones, un pueblo que cultiva la memoria colectiva, la memoria de las cosas, está afianzando las raíces y está creando cultura, lo que implica que como pueblo, es más libre y está predispuesto a la tolerancia en la convivencia. Hagamos un repaso a la historia.
Si pudiéramos oír a la Plaza, porque hablarnos ya nos habla, nos contaría de que antes de que ella naciera, hace ya más de cinco siglos, los ancianos del lugar contaban cómo llegaron los primeros humanos a estos contornos casi con lo puesto, que apenas si sabían confeccionar su ropa y sus chozos, fabricar sus cacharros de barro y que hacía poco que dominaban el arte de la agricultura y la ganadería.
Según le contaron a nuestra Plaza, en este crisol se vertieron diferentes compuestos:
Sobre una base de ráfagas helénicas - sustentado por la presencia de ánforas griegas -le añadimos un reactivo llamado ibérico - lo indica el hallazgo de monedas – y le sumamos una proporción de fecunda dosis romana – lo acreditan los restos hallados en Cerro de la Socorra , centro de un lavadero de mineral - donde se han encontrado con relativa frecuencia monedas y restos de época. Todo ello coloreado con una fuerte presencia islámica, cuya representación más genuina es nuestra torre. También los visigodos hicieron acto de presencia, bien visible por cierto, en eso dos testigos mudos que aún siguen vigilantes como columnas basales, una en la parte anterior y otra en la posterior, en la estructura de la torre.
Aquí puede decirse que comienza mi historia, la gestación como pueblo que hoy conocemos, la Plaza embrionaria de una Granja cuya fe de bautismo, concedida por Felipe II el 3 de febrero de 1565 en Real Carta escrita en pergamino y que custodia el Exc. Ayuntamiento, donde para diferenciarla del resto de las Granja existentes en España, le da el apellido de Torrehermosa y además es verdad. Una torre gótica-mudéjar sin parangón en toda la región, si exceptuamos el Monasterio de Guadalupe.
Pero creo que vamos muy deprisa. Aunque hoy estamos aquí, entre otras cosas, para celebrar el inicio de Ferias y de paso los cinco siglos de nuestra Constitución como ente municipal propio. Antes de seguir adelante, voy a hacer un inciso para honrar a los granjeños y granjeñas, que sin tener la suerte de haber nacido aquí, llegaron un día por estas latitudes y decidieron consumir su existencia al calor de nuestro sol.
Por un momento, dejemos volar nuestra imaginación. Retrocedamos en el tiempo 5000 años para mirar con los ojos de aquellos primeros humanos que pisaron nuestra tierra. Situémonos, por ejemplo, por los alrededores de la Cerca de los Buiza, o el Coto, o las Monjas, allá por las postrimerías del Neolítico.
Imaginemos que somos uno de los apenas media docena de hombres que partimos hace unas lunas de otro territorio y que por primera vez nos aventuramos en la exploración de estas tierras de suaves lomas. La mentalidad de estos hombres, que seguramente vestían con pieles y cuyo armamento más sofisticado eran las puntas de piedra de sus flechas, debieron sufrir un fuerte impacto. Descubrirían el calor de esa bola de fuego en estos lares, la riqueza de la caza que habrían observado por los alrededores, y por si fuera poco, la tierra dócil y predispuesta a ser arañada por la azuela de piedra en estos albores de la agricultura.
No descubro nada nuevo, simplemente lo rememoro, que la fundación de Granja de Torrehermosa se sitúa sobre el siglo XV por unos caballeros de Azuaga. Estos señores tenían una granja o quinta en la que los colonos que trabajaban las tierras, solían pagar por renta la quinta parte de los frutos cosechados. Y aquí se asentó en la cercanía del río Zújar, en una zona comprendida entre los arroyos del Alamillo, el Madroño y la Hoyana. Como la mayoría de los pueblos del entorno, Granja perteneció a la provincia de León bajo el mecenazgo de la Orden de Santiago - ahora entiendo lo de tantos apellidos Santiago en este pueblo – y la jurisdicción tutelar de Azuaga.
Quiero recordar aquí algunas efemérides que me parecen debieran saber los escolares de nuestro pueblo. Resaltaré en primer lugar, la creación o fundación de la Hermandad del Santísimo Cristo del Humilladero, mediante cédula concedida por Felipe II, el 11 de septiembre de 1576. Hay que agradecer a este rey que, teniendo que gobernar un Imperio tan grandioso como el que rigió, el mayor de toda la historia de nuestro país, tuviera aún tiempo para solventar ciertas actuaciones que parecen no tener importancia, como el hecho de conceder licencia para la fundación de nuestra querida cofradía. Algo debería ver el rey en la actitud de aquellos aldeanos que son los ancestros de nuestra existencia
Quiero también destacar el crecimiento económico y demográfico motivado por la explotación de las minas de Santa Bárbara, La Juanita y El Encinar, que a pesar de lo esclavo del trabajo fue un tiempo de entusiasmo y esplendor para la población, en un tiempo mucho más próximo.
La supresión del Ferrocarril de vía estrecha Peñarroya – Fuente del Arco el 1 de agosto de 1970, marco de la vida social y económica durante 75 años, cuyas últimas traviesas las recorrió aquel tren de madera de cuentos infantiles, que asmático y asfixiado, le costaba subir la cuesta de La Hoyana. Y allí, en la estación, paraba el tren. Una estación enjalbegada de cal blanca con un reloj de grandes números adosado a la pared. Y ver llegar el tren. Viajar en aquel tren que al asomarte a la ventanilla te enrojecía los ojos al impactarte la volátil carbonilla que desprendía la chimenea. Y el olor, aquel olor a carbón mineral impreso en nuestra pituitaria. Ya no lo veremos chirriar en el arranque, no veremos la lenta rotación de sus bielas, no sonarán en nuestros oídos las válvulas de escape del vapor de la caldera, no sentiremos crujir los desvencijados vagones, no sentiremos el fatigoso chic-chuc de sus entrañas, ni desatascarse por las bravas en la cuesta de la Hoyana rodeado por los verdes trigales salpicados de amapolas rojas. Y la llegada del automotor – hola, amigo Ernesto – de exagerado olor a gasoil subiendo con desahogo la misma cuesta. Menos mal que aún no nos han quitado “La´stellesa”. Aquel autocar de escaleras en la parte trasera para subir los bultos y maletas en la baca, que Pistolo, de buena mañana, los iba trajinando, después de tomarse un cafelito en el bar de Victoriano. ¿Seguiremos viendo durante mucho tiempo las actuales Estellesas? No faltará mucho en que desaparezcan por aquello de la poca rentabilidad.
Como final, si pudiera, me gustaría saltar desde la torre de la iglesia y volar como hacen las cigüeñas de nuestro campanario. De esta forma haría una certera apreciación; me advertiría de lo rectilíneo y ancho de nuestras calles, tentáculos de un gigantesco pulpo cuya cabeza sería justamente la torre de la iglesia, en contraposición a la forma a como acostumbraban los árabes a hacer sus pueblos con calles estrechas y dadas a revueltas y a la asimetría.
Hablando de la torre, se me viene a las mientes la ciudad de Éfeso, antigua ciudad de Jonia, cuyos habitantes se sentían muy orgullosos del templo que se alzaba allí, dedicado al culto de Diana. La verdad es que tenían motivos para enorgullecerse, pues el templo estaba considerado como una de las siete maravillas del mundo.
Pero no sólo encontraban méritos artísticos los efesianos a su templo. El culto a la diosa Diana se extendía por todo el mundo pagano, lo cual llevaba no pocos adeptos a la ciudad, revertiendo pingües ganancias para la población.
Y ya sabéis lo que ocurrió. Una noche ardió el templo, quedando destruido completamente. Los efesianos en un principio se llenaron de pesadumbre y ésta se trocó en furor cuando descubrieron que el incendio había sido intencionado.
Llevado ante los jueces el autor de semejante brutalidad y preguntándole la razón de ello, repuso:
-Para inmortalizar mi nombre.
A pesar de que fue condenado a muerte y de aplicar igual pena para quien pronunciase su nombre, no se frustró el propósito de Erostrato, éste era su nombre,
según recogió Teopompo en sus escritos. Yo me limito a recordarlo solamente.
Aquí en Granja teníamos que hacerlo al revés. Aquel que proclamase a los cuatro vientos y con más ahínco la hermosura de nuestra torre, deberíamos inscribir su nombre en los anales de nuestro pueblo y que su memoria perdurara, al menos entre nosotros, por los siglos de los siglos.
Iba diciendo, que si saltáramos de la torre, otearíamos desde lo alto el enclave de la “Hacienda de don Manuel”, con lo que supone de empaque un hotel de tal categoría para nuestro pueblo, en estos momentos venido a menos.
. Veríamos el esfuerzo por la elaboración y ejecución de todos los elementos adosados a aquella primera Cooperativa que tantos desvelos supuso para los pioneros de su montaje. Mi reconocimiento desde aquí para mi amigo Ismael Villarrubia por su empeño y para todos los que trabajaron y colaboraron para conseguirlo.
Vería también los tejados de las nuevas casas. Casas con todas sus comodidades. No vería la pobreza de tejados derruidos con la cocina al fondo comunicando con el extenso corral de usos múltiples, donde era frecuente la presencia de gallinas, cerdos y otros animales domésticos.
Y la charca del Poleo, ya sin las verdes ranitas de San Antonio sobre los juncales.
Y los Joyos donde cantaban las ranas en las noches de verano, cubiertas ya, oh, dioses, de escombros y cachivaches sus finas aguas. Desaparecerán las aneas de las charcas y de aquella tierra rojiza no saldrán más ladrillos macizos ni las tejas alisadas por las manos de aquellos tejareros que yo conocí.
Y el parque, y el cementerio, reposo de nuestros seres más queridos y ....¡Dios mío, cuántas cosas de las que está lleno el corazón!
Y aquí termino no sin antes daros un mandamiento que ya veréis es de fácil cumplimiento. No son ni de la Ley de Dios ni de la Santa Madre Iglesia.
Éste:
“To granjeño y toa granjeña siempre llevará a su pueblo y a su gente en lo máh jondo de su corazón y enjamáh reniegará d´el . Ma´h entoavía, jará patria ondequiera que se jallare”.


Antonio Fdez. Bozano



martes, 22 de febrero de 2011

GUSANO SATISFECHO

Esta poesía la realicé siendo jovencito y ahora a releerla pienso que puede ser de actualidad pensando la cantidad de parásitos que pululan por las altas esferas del poder.

GUSANO SATISFECHO
Comer, después dormir. Y nada más.
Siempre, siempre lo mismo.
¿Así tu vida es vida?
No llega el aguijón de la inquietud
a tu carne con grasa tan compacta
que parece un cirio sin pabilo
incapaz de dar luz ni aún del recuerdo.
Tus ojos incrustados en la grasa,
viviendo por la grasa y de la grasa,
con grasas oscurecidas tus pupilas,
no ven más que la grasa de bellotas
que arranca el duro palo a las encinas.
Eres losa que pesa y hace estéril
el espacio en que estás inútilmente.
Eres noche por losa clausurada.
Digieres una sombra de intestinos
sin preguntas, sin dudas, sin estrellas,
sin pulso que recuerde a los relojes.
¡Oh, tu tiempo! La voz de digestiones
en letargo calmoso de laguna.
Un mundo te circunda hecho de limbo
para ti fabricado de ex profeso,
con sopor sobre blandos butacones
donde evocas la cruz cuando bostezas.
Un mundo que es exacto cebadero
donde comes y duermes…comes y duerme…
y así vives, gusano satisfecho.

sábado, 28 de agosto de 2010

UN DÍA CUALQUIERA

*UN DÍA CUALQUIERA

Aquel ambiente que envolvía al pueblo y que yo respiré cuando iba con calzón corto sobre las calles empedradas me parece lejanísimo, una estampa desvaída de color oscuro, como si hubiesen pasado siglos desde entonces, como si de un sueño en azul se tratase y del que despertase violentamente con el corazón desbocado en palpitaciones, con esa nostalgia que te lleva a añorar el tiempo pasado atraído por esos sueños irreales. Verdad es que aquella vida no era nada cómoda; sí, que en la realidad en que se vivía, había menos complicaciones, las exigencias eran menores y las limitaciones a las que estábamos sometidos van ahora envueltas en la bruma de la memoria, una nebulosa de difusas cortinas que empañan y enmarañan los recuerdos.
Los que vivimos aquellos tiempos de tacañería forzosa y obligada, no podíamos imaginar que con el paso de medio siglo nos habríamos de volver tan poco conservadores. Ahora ya no se remienda de viejo. Aquellos calzones que nuestras madres nos remendaban en las culeras con dos parches imposibles de disimular, bien visibles las distintas tonalidades de las telas rebuscadas en los fondos del baúl, me parecerían un borroso, un horroroso cuadro de Miró y nos da buena cuenta de las necesidades sufridas en aquella época de posguerra; aquellos platos lañados, con los bordes astillados y ennegrecidos por el uso, era una forma, tal vez miserable, de conservar aquellos utensilios, la mayoría de las veces de poco uso, puesto que el caldero en medio de la mesa, cuchara va y cuchara viene, fue la tónica en la gran mayoría de familias, y cada uno de los comensales al rebusco de alguna presa que llevarse a la boca; la mancera del arado, reatada con alambre ambas empuñaduras, era un ahorro en mano de obra y de remaches en la fragua, pasando en estos momentos a adornar casas de campo y museos rurales; aquellas alpargatas de esparto agujereadas por el dedo gordo, nos enseñaban a andar con cuidado en las calles llenas de guijarros, y las botas de campo, pieceadas con piel de becerro en la coyuntura de los juanetes, se asentaban sobre los encharcados barbechos como barquichuelas sin remos; y aquellos asientos de las sillas de aneas, desgarradas por las uñas de los gatos, deshilachadas y ajadas por el uso, recosidas con aquella agujas grandes de arreglar los costales, en un mosaico de colores y aposento de chinches y carcomas… Para qué seguir. Se terminaron los arreglos chapuceros cantados a plena voz y pregonados por calles y plazas. ¡Compro hierro viejo, metal viejo, camas viejas! ¡El latero! ¡Se arreglan sillas! ¡El afilaó! ¡Cambio crúo! ¡Soguerooooo!
En mis años de estancia en el Seminario, cada vez que tenía que marcharme a Badajoz, era como si me amputaran parte de mi ser. Por la noche se me agolpaban los recuerdos de la torre, los juegos en la plaza, el sol tras la sierra de la Grana, los cipreses del cementerio, la frondosidad del parque y el bullicio de las calles.
Entonces, a causa de los problemas económicos que conllevaba el trabajo del campo, me asaltaba una especie de pudor que me cohibía la inspiración, y me resultaba casi demagógico lo bucólico; sentir en las manos a través de la mancera la tierra herida por la reja; paladear las manzanas robadas en la huerta; pronosticar el tiempo a través de las rojizas nubes en la puesta de sol, o por la aparición de las hormigas alonas fuera del hormiguero, o si el aire venía gallego o solano. Decir esto parecerá literatura barata, una cortina de humo a aquella realidad endurecida por un trabajo de sol a sol. Sin embargo, el campo, al menos para mí, era la panacea y por esto hoy rompo un secreto guardado toda una vida, y manifiesto el reflejo de mi sentimiento.
María, la Cortijeña, era ya una vieja entrada en años cuando yo la conocí. Ya se sabe que la perspectiva de la edad de una persona cambia conforme uno va avanzando también en el tiempo. A mí me parecía una anciana y a lo mejor no lo era tanto.
Vivía en el barrio Cuenca dos o tres puertas más arriba de la mía, y yo frecuentaba las entradas en su casa, porque tenía nietos de mi misma edad: María y Javier; José, Juan y Teodorita eran más pequeños. La madre de esta tribu era Teodora, casada con José, el cuenqueño, hombre avezado en las faenas del campo, consumado experto en la tala de encinas y contumaz hacedor de los boliches que le proporcionarían carbón de leña y picón con el que soportar las intemperancias del invierno.
María se levantaba antes de que los primeros rayos rompieran la mañana, estuviera lloviendo o hubiera escampado, hiciera frío o calor, raso o nublado. Era menuda, de rostro surcado por profundas grietas, de un moreno bronceado por los rigores del solano y manos sarmentosas con los tendones y venas incrustados bajo la piel. Sus pelos canosos, bien repeinados, tan tirantes que parecían querer salirse de las raíces y arrancárseles de cuajo, y que terminaban en un moño que iba enrollando con el índice hasta darle la forma apetecida. Entre los labios, sujeta un par de negras horquillas que le servirán para que el moño no se desprenda de su posición. Qué habilidad en la ejecución con aquellas manos ya temblorosas.
Viste una saya negra y un refajo del mismo color que le llega hasta los tobillos, dejando entrever unas medias, también negras, y unas zapatillas, ya decoloradas, que en su tiempo también lo fueron. Lleva puesta una toca de lana algo denegrida que le cubre los hombros y le abraza la encorvada espalda. Sobre la cabeza, un pañuelo grande, negro azabache, anudado con un voluminoso nudo debajo de la barbilla, de donde caen las dos puntas en un ligero balanceo, como alas lánguidas de una enlutada mariposa.
Anda con pasos lentos como si tuviera miedo de perder el equilibrio ante cualquier sobresaliente del enrollado pavimento de la cocina. No utiliza el bastón, creo que por vanidad, más que porque le impida la realización de los quehaceres domésticos.
Coge una escoba, casi mocha, con los palmitos raídos de puro uso, y parsimoniosamente va llevando las hojarascas de la leña, hacia la candela que arde en una chimenea de alta campana, en cuyo vasar se ven un par de platos floreados apoyados sobre la pared, un puchero de cinc rojo con el esmalte saltado, como negros ojos, y un quinqué de petróleo con el extremo de la torcida requemada y la tulipa que cubre la llama, empañada por la grasa desprendida de pucheros, guisos y torreznos. El fuego se aviva prendiendo con rapidez una mata de verde aulaga y un poco de paja, en un sonoro chisporroteo que incendia la leña seca ya dispuesta. Las lenguas de fuego lamen una gruesa cadena de hierro que cuelga de una viga de madera ennegrecida por los muchos humos que la han impregnado y de la que pende una renegrida caldera llena de agua. Las llamas ya remiten, la leña termina en rojas ascuas incandescentes, las extiende lentamente con unas tenazas, y posa sobre las brasas un puchero pequeño de dos asas en el que ha dispuesto un par de latas de agua que ha cogido de una tinaja, roja y descascarillada, que está asentada en un trípode, allá en un rincón. Una tapadera de madera, limpia como un jaspe, estanca la boca y sobre ella descansa una lata de conservas con un asa estañada por el latero.
María mira si el puchero hierve, ya se oye el burbujear del agua. Con una cuchara de madera extrae de un paquete tres cucharadas colmaditas de achicoria que deja caer suavemente en el agua que cuece, cuidando que no rebose. Permanece quieta durante unos instantes sentada en el tajo de corcho. Con la punta del delantal aparta el puchero del fuego con mano temblorosa. Deja que se asiente la infusión y con un colador dispuesto sobre el tazón, embroca un cuarto de puchero y mancha el negro líquido con un chorreón de leche recién ordeñada de la cabra que campa ahora a sus anchas por el corral. Coge un trozo de pan y lo rebana en finas lascas con una navaja, de cachas de madera, y los pone en la humeante taza. Con la cuchara lo remueve parsimoniosamente, sin prisas, con cuidado. Prueba una pizca con la punta de la cuchara y a continuación va engullendo el alimento con su desdentada boca.
Unas gallinas picotean incansables y escarban frenéticas en el estercolero. El gallo, desafiante, abre ostentosamente las alas, alza la cabeza y se le erizan las plumas del pescuezo en un ritual gesto de fiereza. A su lado pasa una gallina con una fila de pollitos, amarillos como borlones, siguiendo a la madre que va cantando su rítmico cacareo. Picotea una tripilla, y toda la prole lucha a porfía por ver quién se lleva el apetitoso bocado, trompicando unos con otros en una sonora algarabía de pío, pío, pío.
En una desconchada pared del corral, bajo un cobertizo con dos palos en vertical que sostiene una techumbre cubierta de ramas grises, dos pellejos de conejo, ya secos, aún se mantienen pegados a la pared, desafiantes a la ley de la gravedad. Sobre un taburete de encina, se ve un fardo de pellejos atados con una guita.
Un cubo de lata, que en su momento sirvió de recipiente de aceite, cilíndrico, con los bordes remachados y un asa de recio alambre, del que cuelga una herrumbrosa herradura, permanece quieto, amarrado a una gruesa soga que pasa por una chirriante carrucha, sobre el brocal de rojo ladrillo del pozo.
A media mañana, Felipe toca el silbato. Un sonido vibrante invita a los vecinos a salir de sus casas con cántaros y cubos a reponer agua para uso culinario y llenar el botijo. Es un hombre ducho en el trato con el género femenino. Siempre hay alguna que trata de zaherir, eso sí, con buen humor, el tranquilo talante de Felipe. Ni se inmuta. A veces contesta pícaramente y las más, hace oídos sordos a las provocaciones. Está para lo que está. Tiene parada la cuba hacia la mitad de la calle; no le da la gana de bajar más para que la mula no sufra la cuesta arriba. Así, que todos a la plazoleta. Esperamos turno cada uno con nuestro cántaro. Siempre el mismo rito: Felipe coge la vasija vacía, la pone bajo el grueso grifo, apoya el cántaro en la punta de su pie para darle altura, abre la palanca de salida, y surte el chorro de agua clara con sonoro estrépito al llenar la panza de la vasija, en un principio, bronco, y al final, conforme se va llenando, en un suave siseo. Dos reales y para casa.
- Que no me eches las escurriajas – se queja una.
- No te preocupes, está limpia. De vez en cuando suelo limpiar la cuba – aduce sonriente.
- ¡A sabé si tú limpias la cuba o no la limpias! Como yo no te veo, verigua tú.
- Que sí, mujé, que m´ha dicho el veterinario que es necesario limpiarla pa que las animalas no cojan el tifu.
-¡ Mirá éste qué lengua má suelta tiene!
No hay agua para todos. Se quejan. No oye, el aire viene del otro lado. No hay respuesta. Da media vuelta y se dirige a la huerta para llenar la cuba y reemprender nuevamente la ronda allí donde la dejó. La verdad es que no tarda gran cosa, pero fastidia tener que venir otra vez.
Es media tarde. Los zagales hemos salido de la escuela y andamos por la calle con los repiones. Dejamos el juego. Hay novedades.
En la plazoleta se ha formado un corro de abundante chiquillería y no menor número de gente mayor. Ha llegado un cantor de romances y los asistentes le rodeamos con atención y curiosidad. Es un hombre joven que raya en los treinta, ciego por más señas, y le acompaña una mujer, joven también, con un vestido floreado y una larga melena rubia recogida en cola de caballo. Merodea por los alrededores un perro color canela, con el rabo entre las patas y mirada desconfiada al observar tanto alboroto y gentío.
Soy un pobre ciego,
como podéis ver,
y sin caridad no puedo comer.
Un amigo mío
todo esto escribió,
para que yo coma
me lo regaló.
De esta manera empezó su disertación.
En aquel tiempo se explotaba mucho el romance cantado en la calle. Se cantaban las coplas de un crimen, las gestas de un bandido, las guerras, acompañado la mayoría de las veces de un retablo en el que aparecen pintadas las escenas para de esa manera completar la imaginación.
Se me viene a las mientes en este momento aquel romance de la Agustinita que anduvo por el pueblo en su debido momento. Paso a transcribirlo para que los niños y jóvenes tengan conocimiento de esta historia que sobrecogió el ánimo de los de entonces. No sé si hay familiares de aquel suceso. Pero conste que en mi ánimo sólo existe el afán de que se conozca, sin ninguna otra pretensión, por la gente joven.
La Agustinita
En el pueblo de la granja / había una señorita
hija de Antonio Moreno, / que se yam´Agustinita.
Estando l´Agustinita / con su Redondo a la puerta,
vino su padre, el cruel, / la trató de sinverguenza.
- ¡Padre, qué malita estoy! / ¡Padre, que me voy a morir!...
Deje ust´entrar a Redondo, / que se despida de mí.
Y el padre l´ha contestado / con palabrah muy soberbia:
- Aunque te muerah mil vece / Redondo en casa no entra.
Adioh, Redondito, adioh / qu´en cielo noh veremo,
qu´el padre que me dio el ser / no quiere que noh casemo.
¡Ay, qué padre tan cruel / y qué familia tan baja,
que anteh de morir la hija, / le han encargado la caja!
La caja era de cristal; / lah columnah de madera,
que se la hizo Luciano / pa que Redondo lah viera.
Ya se ha formado el entierro / con mucha rigoridá;
Redondo iba delante / y Luciano iba detrás,
y el criminal de su padre / liando un cigarro va.
Al entrar en el cementerio, / Redondo le ha dado un beso,
y el criminal de su padre / le tiró de loh cabeyo.
A entrarla en el panteón, / Redondo s´echó a yorá,
y el criminal de su padre / le ha dado de puñalá.
Ya se murió Agustinita, / la de loh ojitoh garzo,
la que le quitó a Redondo / tantas horah de trabajo.
Ya se murió Agustinita, / la de loh ojitoh negro,
la que le quitó a Redondo / tantas horitah de sueño.

Los juglares, los romanceros, enjugaban las lágrimas y encendían la ilusión de los corazones. Sin proponérselo, el romancero desempeñaba la función de informar a los oyentes de cuanto ocurría en el vasto espacio geográfico. Fue debido a estos infatigables andariegos lo que permitió a los historiadores reconstruir parte de la historia cumplidamente.
En un principio, allá por la Edad Media, los juglares recorrían pueblos y caminos ganándose la vida divirtiendo a la gente con canciones compuestas por él o por otros, convirtiéndose en asiduos visitantes de los palacios reales y los castillos de los grandes señores. Esta gente procedía del pueblo llano y amén de una buena memoria poseían un espíritu extrovertido y una alta sensibilidad.
La llegada a las aldeas producía en grandes y gente menuda, alegría, algazara y ruidosos aplausos. Antes y después de recitar en la plaza, en medio de los pueblerinos ignorantes y cazurros, charlaba y charlaba en un monólogo cautivo, mezclando con exuberante agilidad noticias ciertas y maravillosos embustes de los países que según decía había recorrido. Ni que decir tiene el embeleso con que escuchaba el auditorio aquellas fascinantes y encantadoras historias.
El romancero – perdonad los tres párrafos anteriores que me he permitido narraros como simple información académica, gajes del oficio- lleva una especie de maleta donde se ven, dispuestas en fajas de papel, cuartillas impresas de distintos colores. Coge una de color azul claro y empieza a recitar, en un soniquete repetitivo, terminando cada estrofa en un tono más bajo, bien remarcado, y siguiendo en la siguiente estrofa, aumentándolo. Los muchachos no perdíamos oído a lo que contaba. Para nosotros no dejaba de ser un cuento medio cantado y medio recitado, y esperábamos expectantes a la finalización de la historia. Una vez terminaba, iba ofreciendo el romance al módico precio de diez céntimos. A mí se me iban los ojos tras aquel papel azul, pero yo no tenía diez céntimos, ni por el forro, y me quedaba con las ganas de tener entre mis papeles aquella endiablada narración. Si recitaba un romance de dos partes, que eran casi todos, sólo cantaba la primera, y en el acto ofrecía la segunda, si es que querías saber cómo finalizaba la historia, al precio de dos gordas. Me quedé con bastantes romances sin saber el final. Te quedabas así, a medias y con cara de tonto a los diez años con la curiosidad insatisfecha. Alguno ni lo empezaba siquiera, lo enunciaba más o menos así:
- Curioso romance, en que se declaran las portentosas hazañas del valiente Bernardo del Montijo.
- Romance en que se declaran los maravillosos sucesos de la muy noble señora Doña Fénix Alba: dase cuenta, cómo habiéndola sacado un amante suyo de su casa con engaños, la llevó a un monte, en donde le quiso quitar su honor, y la dio de puñaladas; como así mismo la venganza que tomó un león de su alevoso amante, y el dichoso fin que tuvo la señora.
- Romance en que se da cuenta y declara la trágica y verdadera historia de la hermosa Rosimunda.
- Florisela: primera parte. En que se da cuenta de los amores de la princesa Flamina y el conde de Barcelona, con varios acontecimientos del duque de Milán y el rey de Irlanda.
Terminada la actuación, cogió el hatillo con los archiperres y todos los críos fuimos detrás hasta la Parada, donde tuvo lugar la siguiente representación.
Los del barrio Cuenca nos dimos la vuelta, a trote de podenco, por la calleja de la carpintería del Manchego, y desembocamos en la del tío Lucas, hasta dar nuevamente en la plazoleta. Nos preparamos los trompos y después de echar suerte, a mí me tocó poner el mío dentro del redondel hasta que Quintana, Antonio, me lo sacó, de mala manera por cierto, de un puazo que me destrozó medio repión.
En el Jerrete, símbolo humilde de las labores agrícolas, entre unos cardos borriqueros en flor, con una manea que le deja poca soltura, un burro gris jaspeado trisca por los pajotes y entre unas briznas de correhuela en flor blanca, lleva en sus labios una amapola roja. La colonia de buitres vuela tan alto en la vertical del Jerrete, que se ven, en el azul del cielo, como gorriatos despistados, planeando en círculos, allá casi en los límites de la estratosfera.


A. Fernández Bozano

martes, 25 de mayo de 2010

NO TODO ESTÁ ACABADO NI PERDIDO

NO TODO ESTÁ ACABADO NI PERDIDO
Y tú, como yo – como todos – lo sabemos.
Y yo, como tú – como todos – lo callamos.
Los sicarios escuchan las palabras
y es prudente correr las cremalleras
y callar. Sí, callar.
Pero en silencio despierto, vigilante;
en silencio que afina los oídos,
abre los ojos, templa el esfuerzo
y agudiza la intuición con eficacia.
En silencio, semilla que germina
y esparce sus raíces previsoras
que un agua encadenada las consuela,
a la par que las fecunda y fortalece,
porque el dolor amasa más hombría.
No todo está acabado ni perdido.
Hubo un tiempo de locos privilegios
en que los hombres fueron cañas huecas
con fiebre ineludible de sonidos,
sin miedo a la estridencia, a lo grotesco.
Aquello fue hervir en el vacío
o estiércol para setas delatoras.
Hoy sabemos callar. Nos lo enseñaron.
Porque son las palabras de color
y a veces insensatas y nos lían,
y hundidos en la trampa del enredo,
aunque nunca estrujaras una pulga,
por delito de sangre te condenan.
Y ya estás en el túnel. Y en el túnel
nadie sabe y te envuelven las tinieblas
con helado sigilo,
donde quedas perdido para siempre,
sin que exista razón, sino poder
en manos de piadosos - comanditas
del palo y tente tieso – tan piadosos
que ocultan la verdad con el fervor
y a la esponja que borra las conciencias
con negros verdugones y el ayuno.
Así nadie se atreve. ¿Para qué?
Si está la libertad amurallada
con ladrillos de innobles represiones
y sabes que es tu fin ser otro más
entre rejas hambriento y desplomado,
masticando espejismo de palabras,
hasta que al fin te criban a balazos
o hinchado por el hambre – administrada
por un devoto fiel a sus ahorros –
como sardina arenque tiesa, quedas
según lo calculado. Por lo mismo
quien aprendió a trabajar, tal las hormigas,
con silencio de tacto pregonero
que va de mano a mano y de ojo a ojo
con eléctrico fluido, con silencio
que aburre, pesa, abruma, y nos amarga;
pero es fértil y empuja a litorales
de otro clima, otro ambiente, otra cosecha.
No todo está acabado ni perdido.
El problema está en pie. No es ilusorio.
El problema está en pie y a la intemperie.
Lo quieren sepultar con tierra y tierra
echada sobre zanjas y más zanjas.
Y a más tierra y más zanjas, nueva vida.
Vuelve insumiso, crece, se recobra,
acusando en su grito a los verdugos.
El problema está en pie
y su incógnita apremia cada día.
Y está volando el tiempo por nosotros.
No todo está acabado ni perdido.
Antonio Fdez. Bozano