martes, 24 de marzo de 2009

¿TE ACUERDAS?

¿TE ACUERDAS?
A mi amigo Fernando Corvillo Montero, Severo, como punto de apoyo a su escrito del pasado año.

Aquel acto innecesario que se repite perseverantemente, una y otra vez, sin un motivo aparente, lo define el diccionario, con una palabra un tanto clásica: estereotipia, del griego tal y tal, para no resultar excesivamente pedante por mi parte, no sea que me encuadréis en la caterva de los pijos del lenguaje. Nada más lejos de mí intención. Pero me quedo con la palabreja, aunque sea en un sentido figurado.
El recuerdo, los recuerdos que fluyen en nuestra mente, no dejan de ser un acto reflejo que uno trata de explicar a cualquier contertulio conocido que aparece, sobre todo cuando nos encontramos en período vacacional, e intuimos que alguien conocido está dispuesto a escucharnos, entonces intervenimos y contamos esas vivencias de las que estamos tan impregnados, tanto, que no podemos sustraernos a rememorarlos a la más mínima ocasión que se nos presenta, haciendo presente el pasado.
Cuántas veces habremos comentado al escuchar a alguna persona mayor: “me está contando sus batallitas y ya se la he oído un montón de veces”. Perdonad, pero no son batallitas, son recuerdos que aparecen cuando se llega a cierta edad, ni mucha ni poca, en que uno analiza los años transcurridos y nos embarga ese deseo de que los momentos que tú viviste y presenciaste no se pierdan en el olvido, que quede constancia, y que los que nos sucedan mantengan viva la memoria de nuestros mayores. Un pueblo que reniega de su historia, de esos sucesos, si tú quieres insignificantes, está perdiendo sus raíces y con ellas su identidad, el no saber el cómo y el porqué de algunas cosas, y estará abocado justamente a esto, al olvido, a no saber de sus raíces, a no saber de esa cultura ancestral que es la idiosincrasia de los que nos precedieron.
A mí, personalmente, me encanta oír de boca de los mayores, esos relatos llenos de vida y de experiencia. No me importa que me lo hayan contado anteriormente y repetidas veces; escucho, analizo y aprendo. Las vivencias son suyas, mías o de otro, pero la memoria nos pertenece a todos, es nuestra memoria colectiva que se transforma en propia cuando la salvaguardas de los avatares del tiempo, de las modas, y de los buenos o malos humores. La memoria es la base de la personalidad individual, así como la tradición lo es de la personalidad colectiva de un pueblo. Se vive en el recuerdo.
Es por esta razón y no otra, por lo que en mis colaboraciones en la revista de ferias trato de ahondar en las profundidades de los recuerdos colectivos y plasmarlos en unas cuartillas, con mayor o menor fortuna literaria, pero siempre con el cariño que me proporciona el hacerlo, y con la fuerza que muchos de vosotros, queridos paisanos, me dais como argumento y tema, en las charlas veraniegas, sentados en los duros bancos de hierro de la plaza. O como me dijo Rafael Santiago, mi amigo Rafael el Cagueto, cuando escribí el artículo de Pistolo hace unos años: “Antonio, yo he puesto la letra y tú le has orquestado la música”. ¡Qué bien lo dijo! Porque sin sus datos, sin sus anécdotas contadas de tú a tú, sin el cariño hacia Pistolo por ambas partes, no habría sido posible plasmar en cuatro papeles parte de esas vivencias. Y no me aceptó siquiera que le invitara a una cerveza por su colaboración, de la que estoy tan agradecido. Gracias, Rafa. A esto me refiero con este largo preámbulo. Vosotros contad las cosas para que los demás las sepamos. Que no muera la historia, el chascarrillo, la anécdota pícara, porque son nuestras y nos atañen o que no nos conciernan. Mañana habrá alguien que lo recuerde y ese gesto nos hará retroceder en el tiempo y en el espacio, la sonrisa nos florecerá de oreja a oreja, y de nuestros labios caerá el pétalo de una roja amapola, balanceándose en las alas del aire, hasta posarse suave entre nuestras espigas.
¿Te acuerdas de aquellas matanzas tradicionales del guarro? Aquello sí que era una fiesta familiar, ruidosa, extrovertida, practicada a ser posible al aire libre, en el corral o en la calle, donde todos los vecinos la podían ver, y con el consiguiente reparto de presas porcinas entre parientes y amigos. Cada humeante morcilla de cebolla estofada, cada probaílla de la masa de los chorizos buenos o de patatas, cada presa de la cabezá del lomo, asada sobre la parrilla en las ascuas de la candela, era un rito sagrado de fe.
Y era realmente una profesión de fe, porque ya sabéis, que en tiempos de la Inquisición, la delación era algo cotidiano, cada cual espiaba posibles faltas en sus envidiados u odiados vecinos y enemigos, deseoso de cogerlos en algún desliz que pudiera interesar al tribunal. En 1502 fueron expulsados del país los moriscos que no quisieron abrazar el cristianismo, por no comer cerdo, el jalufa –tocino- entre otras cosas, y las mezquitas fueron convertidas en iglesias. Casi todos prefirieron representar la comedia de la conversión antes que perder sus bienes. Y como la iglesia no tenía el suficiente clero como para instruir tanto catecúmeno infiel, los estabularon en las iglesias y los bautizaron con escobas mojadas en agua bendita. Y a pesar de todo siguieron sin comer cerdo, o sea, jamón, lomo, tocino asentado, con betas, montadito en un trozo de pan,…e ibéricos, por supuesto. Ellos que se lo perdieron por no ser unos marranos como nosotros –bendito disfemismo- y nosotros que lo ganamos poniéndonos de guarro hasta las orejas.

Incluso no querían aprender el castellano por eximirse de rezar nuestras oraciones, lavaban a sus hijos para quitarles la señal del bautismo, y seguían celebrando sus bodas y zambras con más o menos cautela.
Escudriñar la tara en el honor del vecino se transformó en rutina; la difamación en hábito; el miedo al qué dirán, en una obsesión. La sangre de los infieles estaba infectada de un virus moral de difícil erradicación. Incluso la pureza de sangre se extendió a la leche, pues las amas de cría habían de ser de viejo linaje cristiano y no de execrables infieles. Y además, los judíos, que olían, según dicen, muy mal, se desprendían de esa fetidez bebiendo sangre de niño cristiano sacrificado, como el célebre caso del Niño de la Guardia. Preferían esto a comer carne de cerdo infiel. ¡Caníbales, antropófagos! ¡Habráse visto tal despilfarro de niños cristianos habiendo tanto cerdo! Pero no hay mal que por bien no venga; así tenemos más para nosotros que somos cristianos viejos.
En Llerena (1579), la Inquisición informa que por falta de médicos cristianos viejos, las autoridades de la ciudad habían nombrado galeno oficial a un “médico que ha estado preso en esta Inquisición por judaizante tres años y medio”. Se extendió el rumor de que los judíos se hacían médicos para tener mayores oportunidades de realizar sus hechos nefandos. En Extremadura, según una polémica escrita en 1500 aproximadamente, de todos los conversos, “apenas si había algunos que fueran verdaderos cristianos, como es bien sabido en toda España”. (Hª de los Heterodoxos, de M.M.Pelayo)
Así que el que quisiera mantenerse libre de sospecha, es decir, todos, no sólo tenía que ser cristiano legítimo, sino además, parecerlo, es decir, lucir su atuendo más descuidado los sábados – ya se sabe, al revés que los judíos, que en el día del sabaht, se ponían emperifollados de arriba abajo y no daban un palo al agua - y, sobre todo, comer cerdo. Y si los de La Granja de aquella época oyeron que en Hornachos, una floreciente ciudad, casi enteramente morisca, que contaba con una población de cinco mil almas, eso sí, impías, y que porque no querían comer tocino tuvieron que emigrar casi en su totalidad a Marruecos, pues no señor, nosotros comimos y nos quedamos. La ingesta pública y notoria de carne de cerdo era casi un salvoconducto para que el Santo Oficio, La Suprema, no les tocara ni un pelo.
Es increíble que ciento cincuenta años después de desaparecer la Inquisición, perdure en esa vieja conciencia atávica que poseemos, la costumbre de matar un cochino a la luz pública. Son las reminiscencias del pasado.
Los más atrevidos de los presentes en la matanza, no esperaban, para probar las chichillas, a que la lengua del bicho hubiera pasado el pertinente examen de triquinosis por parte del veterinario. Si había sido alimentado con productos sanos, ¿había lugar a la espera para arrimar un torreznillo a las ascuas de la candela y zampártelo con un cacho pan? Algún caso habría con triquina , pero yo no lo oí nunca.
Sólo algunos detalles más en lo referente a la matanza: qué bien olían las aulagas que chamuscaban las cerdas del animal manejando la horca para llevar las aulagas de una parte a otra del bicho para churrascarle la pelambrera. Y calentito, afeitarle las cerdas con aquellos cuchillos de filo desgastados por el uso; y quitarle las pezuñas, incandescentes todavía, retorciéndolas con la ayuda de un viejo saco de yute; y sacarle la vejiga para que los zagales, a porfía, pudieran inflarla sin que te diera ni pizca de asco ponerte aquello en la boca; y extraerle las mantecas, y con la piel fabricarte una zambomba para dar la tabarra a los vecinos en Navidad, cantando villancicos a cuenta del aguinaldo. Aquellas Navidades tan alumbradas con las calabazas descarnadas convertidas en monstruos iluminados, sujetas con cuatro guitas, paseándolas calle arriba y calle abajo. Y los jachones – de hacha - que portábamos con aquella alegría y bullicio desenfrenados, en un retroceso a nuestra edad media, antorchando e iluminando las calles con aquellos haces de gamonitas que íbamos a buscar a la sierra o que te las traía cualquier vecino dispuesto a granjearse a toda la muchachada. Y los jumeones hechos con aquellos trapos grasientos, de limpiar las máquinas de la fábrica de los Ruiz y de Ariño, preparadas en forma de bola, atada con un alambre, y que volteábamos haciendo circunferencias ígneas en horizontal, en vertical, haciendo ochos…hasta que consumido, se convertía en un puñado de cenizas, llenando de chispas y pavesas la calle.
Y el aguinaldo no era privativo de los muchachos, no señor, no. Que yo recuerde, Sota, que habrá enterrado él solo a la mitad de los yacentes del cementerio, pasaba por las casas ofreciendo una estampilla para tal fin; Arsenio, pregonero de trompetilla dorada, y del cual decíamos los zagales que tenía media cabeza de plata, también felicitaba en esas fechas de aguinaldo; y el cartero, con aquella postalita con el dibujo de un repartidor de cartas vestido de azul, con gorra de plato y la cartera al hombro. Seguro que habría otros aguinalderos, pero la memoria es flaca y no sé cómo engordarla para recordar. Casi siempre caía algo, a pesar de la miseria en la que nos movíamos.
Y del afilador, ¿no te acuerdas? Pero no éste de ahora con su coche, que lleva grabado en una cinta de casete el sonido del flautillo sonando a puro metal. Me refiero al otro. Aquél que recorría caminos y calles amolando los soles y las lluvias; que arrastraba aquella máquina de una rueda con aro de hierro, entallada en un armazón de madera, provisto de dos brazales con empuñadura para transportarla por las calles llenas de guijarros. .
- ¡Viene el afilador por la carretera de la estación!-
Casi seguro que ha llegado en el tren de las diez y media que procede de Pueblonuevo. Al pasar frente a las escuelas, suena el límpido sonido del caramillo, mientras una pareja de tordos enamorados chirrían en los alambres de la luz y un galgo con tanganillo al que se le remarcan las costillas de puro famélico, pasa lentamente por la mitad de la calle. Por cierto, una pregunta, ¿los perros entienden? Porque yo creo que tienen algo de conocimiento, pues a veces, a Nuka, mi perra, le hablo y se me queda mirando fijamente a los ojos con una pose que, según qué le digo, denota asentimiento, total acuerdo y en otras ocasiones me da la impresión de que me toma por gilipollas sin saber porqué. A ver si Lorenzo Gala –la autoridad - o Paco Roca – el Ayuntamiento andante- me lo explican. Porque cuando la Nuka me dice gilipollas, yo sé que en el fondo no lo piensa, lo afirma con su actitud. Hablando del rey de Roma, mírala, aquí viene y sin más miramiento se me pone encima de estos papeles y me lengüetea las manos, acto que detesto absolutamente y que hace que me levante en estos momentos a lavármelas. Otra pregunta ¿por qué me lame las manos? Se me va el santo al cielo y he cortado la secuencia.
De la casita de verjas, frente a la escuela, sale una señora con unas tijeras y un cuchillo. El afilador engancha una polea de cuero al rodillo de la amoladora, e impulsa con un pie el pedal plano y largo que mueve la manivela de la rueda motriz. El cuchillo suelta chispitas amarillas que caen sobre el dorso de la mano un tanto enrojecida y sin vello del afilador. Finaliza la operación alisándolo en una piedra pulida y desgastada, y prueba el filo del cuchillo pasándole suavemente el pulgar. Da un tajo a un trozo de suela de goma rebanándola en seco. Afila las tijeras y se cerciora de su afilado cortando un trozo de tela que tiene dados cien tijeretazos que forma como un fleco en todo su alrededor.
Ha terminado. Recoge la polea y sigue su deambular camino de la plaza. El caramillo, el flautillo, rompe el silencio de la calle. Son las once de la mañana. El griterío de los muchachos en el recreo se va apagando. Plácido lleva el reloj, que se ha sacado del bolsillo del chaleco, en la mano. “Es la hora” y anda amonestando, con malas pulgas, a los rezagados en el juego. Se acerca amenazante a un grupito, y salen todos de un respingo, dándose con los talones en el culo y salpicándose las pantorrillas con el agua de los charcos.
Y de los pobres, ¿no te acuerda? Esos soldados de la miseria empapados de soles en verano, de lluvias en otoño y de heladas en invierno, arrastrando sus desdichas, sus estrecheces, su indigencia por los caminos de su propia miseria. Camina uno de ellos a paso lento, cansino como los andares de los burros, calle abajo del barrio Cuenca. Va descalzo, pies renegridos, unos calzones amplios sujetos por una cuerda como cinturón. Se rasca la revuelta y mugrienta cabeza con saña y desesperación, con fuerza, como si quisiera ararse el cuero cabelludo con aquellas uñas de gavilán, enlutadas de puro negras.
Lleva una talega colgada al hombro, no se sabe bien de qué color fue y una vara, aún verde, terminada en horquilla, que le sirve de apoyo.
- Una limosnita, por amor de Dios – suplica, implora más bien, en esa compañía irremediable de sus pulgas y de sus piojos.
Y siempre el mismo latiguillo, despertador de conciencias, de puerta en puerta. Recordad que los que socorrían a estos menesterosos, tenían abiertas las puertas del purgatorio. Y eso no era nada desdeñable en absoluto, pues arde aquello como el mismísimo infierno, parece ser.
Al llegar a la esquina, gira el pordiosero por la calleja del Tío Lucas, y pasando por la calle Carnera coge el camino del tejar de Elías, al amparo de los cobertizos y se echa indolente, como si tuviera todo el tiempo del mundo, sobre un par de sacos llenos con paja del almiar.
Es noche clara. Un rayo de luna ilumina el cobertizo y el perro del Cano de la Elia ladra a las silentes estrellas contestando a los ladridos de otro más lejano. Se oía nítidamente el croar de las ranas de las, en aquel tiempo, claras, limpias y finas aguas de los joyos, donde las aneas se miran altivas en los espejos del remanso. Al fondo se recorta la mole oscura de la sierra de la Grana que, estoica, escucha el silencio de los chaparros, de las aulagas y las retamas. El pordiosero, el pobre, se duerme arrullado con la nana estridente de los grillos.

A. Fernández Bozano

martes, 10 de marzo de 2009

MÚSICA DE EXTREMADURA

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LITERATURA EXTREMEÑA

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WEB DE GRANJA DE TORREHERMOSA

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PUEBLOS DE EXTREMADURA

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PLANTAS DE EXTREMADURA

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BIBLIOTECA DE EXTREMADURA

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HIMNO DE EXTREMADURA

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lunes, 9 de marzo de 2009

LA BODEGA DEL TÍO SERAFÍN

LA BODEGA DEL TIO SERAFÍN

La familia de mi padre vivía en Nogales. Desde muy pequeño me pasaba temporadas que duraban meses con mis abuelos. Hubo un tiempo en el que mis cuatro abuelos residieron en el mismo pueblo. Mi abuelo Ricardo, siendo guardia civil, fue trasladado aquí.
Mi primer recuerdo, era yo un bebé, ese recuerdo que queda grabado en lo más recóndito de tu cerebro sin saber porqué, se remonta allá en la época en que yo tenía trece meses. Sé que tenía esta edad no porque yo en sí supiera que tenía esta edad, sino porque rememorando alguna vez este recuerdo a mis padres, teniendo en cuenta la fecha en que murió mi abuelo Antonio, tenía esos meses de vida. El hecho de ir a menudo a Nogales, también influiría notablemente en mantener grabada la imagen.
Mi abuelo Antonio, bata blanca, bastón de puño de plata, se pasaba la mayor parte del día en la botica. Cuando daba un paseo por el largo zaguán, tenía la costumbre de sentarse en un diván sin respaldo y sin brazos que, situado a mitad de pasillo, le servía de descanso. Estaba el diván sobrecubierto por una colcha roja con lunares blancos. Allí se sentaba y me cogía en brazos sobre sus piernas mirándome sonriente a través de aquellas gafas de redondos cristales y de patillas metálicas flexibles. Con estos abuelos y entre tantas tías aún solteras, yo era el centro de atención. Aún más, el hecho de ser el primer nieto llamado Antonio, como mi abuelo, supuso una disposición especial de mayor miramiento. Por otra parte, tenía allí a mi primo Antonio con el que me llevaba extraordinariamente bien. Siempre estábamos juntos y no íbamos el uno sin el otro.
El padre de mi primo, Serafín, regentaba un negocio bodeguero. Fue un negocio próspero durante muchos años. Después, o no quisieron o no supieron, les faltó adaptarse al nuevo sistema de embotellamiento que requería el momento, y el negocio ha ido a menos hasta casi su total disolución. Pienso yo, pues a decir verdad, hace tiempo que no voy por allá.
Tenía el tío Serafín una bodega donde se pisaba y se prensaba la uva. Llegada la época de la pisa, allí estaban los Antonio dispuestos a descalzarse y meterse en el lagar a pisar, a estorbar más bien, diría yo, con esa visión de la cosas en la lejanía, los arracimados granos de uvas. El dorado mosto salía por el caño en un permanente chorro que llenaría pausadamente la cisterna donde fermentaría el dulce jugo. De vez en cuando un vasito en el que bebíamos todos los presentes y que se llenaba al rumoroso caño del lagar. Durante los días de la pisa, mis intestinos desalojaban sin el menor esfuerzo aquello que necesariamente había de ir fuera. Tal cantidad de mosto ingeríamos, que llegada la hora de comer, nos embargaba la inapetencia más absoluta.
Todo el interior de la nave estaba rodeada por gigantescas tinajas que llegaban hasta el techo, barriles de viejo roble, cubas y toneles dispuestos al tresbolillo uno encima de otro, que servirían para el trasvase, fermentación y envejecimiento.
Cuando mi primo y yo nos cansábamos de pisar uvas, nos lavábamos los pies en un barreño de hojalata, y enfilando la carretera abajo a paso de podenco, nos íbamos a otra bodega situada a las afueras del pueblo. Era un corralón de amplias naves dispuestas para el envejecimiento del vino y cuya parte superior estaba dispuesta para palomar. En las paredes, multitud de cajones donde anidaban las palomas que, en viendo a los invasores de su tranquila estancia, daban en desbandada de ruidoso aleteo a través de los ventanales. Subíamos al palomar por una larga escalera que siempre permanecía adosada a la pared. Nuestra misión era curiosear los huevos de los nidos, así como coger en nuestras manos los desplumado pichones que abrían desmesuradamente la boca aún con chijarreras amarillas. Por el suelo del palomar anidaban los pardales de cuyos nidos latrocinábamos los huevecillos de los que absorbíamos con fruición su interior. Previamente, mirabas, no fuese que ya estuviera empollado el huevecillo y te sorbieras un pollico de pardal. ¡Cuántos pajarillos volanderos hemos asado en parrilla al rescoldo de una ligera candela!
Por la tarde, después de finalizadas las tareas camperas, los hombres solían ir a tomarse unas copas a la bodega de arriba. Había por allí, dispuestos al afecto, largos bancos sin respaldos y banquetas de madera con una ranura en el asiento lo cual facilitaba el transporte de un lugar a otro. El encargado de servir en la bodega era Tirilla. Delgado, fibroso, de paso ágil, oído fino, movimientos rápidos.
- Tirilla, una de tres cuartos.
- ... una entera.
- Tirilla, una media.
Allí charlaban, allí discutían y se fumaba empedernidamente liando con parsimonia en un papel de librito Jean, con deleite, el negro tabaco guardado en la sobada petaca. Con igual lentitud, sacaban el mechero, desliaban la mecha de fuerte color naranja, le daban una colleja a la negra y estriada ruedecilla, y la chispa saltaba encendiendo el carbonizado extremo. Con suave soplo aligeraban la incandescencia, y sin prisas, prendían el cigarrillo cuyas primeras volutas impregnaban el ámbito de azul.
Otros, se entretenían jugándose pequeñas apuestas al hoyo. Ese juego que consistía en meter no sé cuántas monedas negras de perra gorda, en un agujero de poco más diámetro que el de las monedas, enclavado en el suelo y a cierta distancia delimitada por una raya. Mientras tanto, iban bebiendo todos en el mismo vaso acompañándose con un aperitivo de queso de oveja que alguno traía liado en un papel de estraza, cortado a yescas al instante a filo de navaja campera. Altramuces, para la gran mayoría.
Al llegar la noche, oscurecida la tarde, Tirilla iba encendiendo los negros y mugrientos candiles que colgaban en la pared y algunos carburos que reposaban dispuestos sobre unas repisas. El carburo era un artilugio de cinc en cuyo interior se ponían unas piedras de este mineral en agua, la reacción desprendía el gas que salía por una boquilla horadada por un fino agujero. Al contacto con una llama quedaba encendido. La estancia así, quedaba iluminada por varios puntos de luz.
El carburo nos servía también para uno de nuestros juegos favoritos. Mi abuela, después de la muerte del abuelo Antonio, convirtió la botica en una tienda de comestibles mayoritariamente. También vendía carburo que venía dispuesto en unos pequeños bidones metálicos. Me guardaba unos cuantos de trozos en los bolsillos, y con una botella de agua, nos íbamos a un campo cercano a la carretera. Disponíamos de una lata de conserva a la que previamente la habíamos agujereado un orificio en la base con un clavo. Abríamos un hoyuelo en la tierra del diámetro de la lata y lo llenábamos de agua. Poníamos el carburo, y al momento, hecha la reacción química, tumbado en el suelo para evitar percances no previstos, aproximaba una cerilla al agujerito de la lata, y salía disparada hacia arriba como un obús. Una de las veces en que no retiré la mano con suficiente rapidez, me dio tal golpe, que tuve el pulgar varios días hinchado, pero el único que me enteré fui yo. Faltaría más. A partir de entonces ya tuve más cuidado.
Tirilla, va cobrando al contado el importe de las distintas consumiciones. Se mete la mano en la faltriquera sacando un montón de chatarra, y le da el cambio a un vejete, con boina calada y chaqueta de pana, que guiña un ojo molesto por el humo del cigarrillo que le cuelga entre la húmeda comisura de los labios.
Antonio Fdez. Bozano