lunes, 30 de noviembre de 2009

¡OH,PALABRAS!

¡OH, PALABRAS!
Lamen el viento lenguas vegetales
y las lenguas hermanas, las palabras.
Las que vuelan buscando los oídos
y aquellas que en las bocas se desmayan.
Hoy me duelen y no sé dónde duelen
los cristales que clavan al pensarlas.
Las siento como arena en engranajes
No quisiera volver a decir nada.
Mas ¿por qué nos domina los deseos
de sonar cañas huecas como flautas?
¿Por qué el sonido es luz?
¿Por qué su luz es fuego que cizalla
la soledad erguida del silencio
y ayuda a reducirnos la distancia?
Se encienden los filones de antracita
que llevan nuestra sangre clausurada
y anhelamos decir, decir…
hacer surgir las llamas
de festivos anhelos con fatiga
en sordo agonizar las dentelladas.
Pero hablamos, hablamos
y las voces se esfuman, son ingrávidas.
Esclarecen y luego se hacen sombra.
Talismanes que dan vida a la vida
y a sus oscuras fuerzas, resonancias;
tesoro donde ciencia y arte buscan
el noble material en que se plasman.
Construyen castillos de futuro con escalas
para alcanzar la gloria, mas también
son perfidia falaz de trampas, trampas.
Relucientes luceros de belenes
en mensajes y arengas nos embaucan
y vamos, como alondras a cimbeles,
con locura de ciegos papanatas,
al vientre que se nutre de pupilas
henchidas con fulgores de alboradas.
Nos seducen. Después, nos aniquilan.
Ah, palabras, palabras.
Justicia, lealtad, amor fraterno,
libertad, comprensión, paz, democracia.
Con la lluvia y el sol se decoloran,
se laminan, se oxidan, se desgastan,
se deforman, se altera el contenido.
¡Parecen comodines de baraja!
Mas conservan la astucia de serpientes
y el pecado de bíblicas manzanas.
De siempre lo sabemos
y de siempre olvidamos su enseñanza.
Estrenan flamantes centelleos
lavados con el jabón de la esperanza
y seguimos lamiendo nuevos brillos,
y seguimos quemando nuestras zarzas.
Y se dice, se grita, se susurra
intentando aventar nuestras desgracias,
pero el nudo gordiano de la angustia
sigue nudo apretándonos el alma.
En el fin, nos hallamos al principio.
Palabras, palabras.
Hoy me duelen y no sé dónde duelen
los cristales que clavan al pensarlas.
Las siento como arena en engranajes.
No quisiera volver a decir nada.
Antonio Fdz. Bozano

lunes, 26 de octubre de 2009

ESTOY TAN FATIGADO

ESTOY TAN FATIGADO
¡ Estoy tan fatigado de ver rostros
donde el botín ignora la fatiga,
tan harto de las negras lanzaderas
que tejen terciopelos del engaño,
y de bustos erguidos en consolas
por cuentos amañados con astucias!
¡Tan hondamente hastiado
de anagramas que pudren las palabras
nutriendo las orejas de corderos,
y de picos de alondras con almíbar
que envenenan las aguas de las fuentes!
Caminamos perdidos por un cauce
donde bulle el suicidio colectivo,
caminamos angustias de trincheras
por donde corre el curso de la muerte.
Hiede a frutas podridas, hiede a ratas,
hiede a polvo de tumbas removidas,
a rebaños hacinados por el miedo.
Y tal es el hedor
que hasta siento fatiga en las arterias
y quisiera alejarme de este ambiente.
Y lo intento, lo intento; pero entonces
me persigue su ruda carcajada
y el cristal del anhelo se hace añicos,
se me ciegan los ojos por la rabia,
en mis puños se crispan broncos truenos,
mi voz se hace desierto de cenizas
y aunque siento fatigas
y quisiera alejarme de este ambiente,
su sombra me persigue. No me deja.
Antonio Fdez.Bozano

lunes, 31 de agosto de 2009

EL CARBONERO Y OTROS ASUNTOS

EL CARBONERO Y OTROS ASUNTOS

Estás más tiznao que un carbonero, me decía mi madre cuando llegaba sucio a casa después de navegar toda una tarde por los cortinales del tejar de Elías, el de Conducta, allá por las traseras del barrio Cuenca. Lávate, que vienes hecho un Ecce Homo. Y el niño, obediente, se lava sin rechistar. Nada de decir me lavo después.
Yo sabía que el carbonero era aquél que hacía carbón. Siempre tuve curiosidad por saber la forma de realizar este trabajo, y ya mayorcito, tuve la ocasión de que me lo explicara, jolín, ahora no me acuerdo cómo se llama o se llamaba, esto de olvidar los nombres de las personas… me llevan los demonios. Pues no me acuerdo…¿Juan? Sí, me entero estas Navidades pasadas que falleció en un accidente de moto. Descanse en paz.
Para explicarme el proceso de elaboración, a esto le llamo yo metodología y didáctica, me lo dividió por fases, así me quedaría más claro. A ver si pongo en pie los apuntes que hice aquel día sobre la marcha.
Cuando había que arrancar una encina, me dijo, se inspeccionaba bien cuál iba a seleccionarse para tal menester. Con una “cavaera” descuajaban la encina, se cortaban las raíces haciendo un gran hoyo y se dejaba la encina descarnada. Hechas tales minucias, se le ataba una gruesa soga lo más alto posible y tiraban de ella con toda el alma hasta echar el arbolito abajo, con gran alborozo por parte de los forzudos, como si de un gran gigante se hubiera tratado, separando a continuación los troncos de las taramas.
Si no se trataba de arrancar una encina, sino de ir viendo aquellas que tuvieran ramas secas, podaban éstas y las excesivamente gruesas que pudieran impedir el crecimiento del árbol para una mayor abundancia en la obtención de bellotas.
A continuación se separaban las ramas finas y se troceaban los leños para darle el tamaño adecuado para la ejecución del horno que posteriormente vendrá. Esta leña se transportaba a continuación al lugar donde se ubicará la carbonera, trasladándola en bestias de carga o en carro. Lo mejor es hacerla en un sitio llano y bien asentado para evitar la entrada de aire a través del suelo, pues de esa manera se evitan las corrientes y se puede controlar el fuego durante la carbonización; el entramado de la carbonera se asienta sobre una base en forma circular.
Seguidamente se apila la leña según su tamaño, la más gruesa abajo, en la base, y la más menuda, encima, en capas superpuestas para que tape la que está en primer lugar. Una vez hecho el montón, se cubre de jaras secas, paja, para finalmente cubrirlo con tierra.
Se finaliza el montón con unos leños dispuestos en forma de escalera para poder subir y andar por el horno.
Ya está listo para combustión.
El encendido se efectúa mediante unas troneras o aberturas. Una vez abierta por uno de los lados se introduce madera ardiendo, normalmente con una pala con brasas incandescentes y a continuación se tapa, se abren otras troneras para permitir la respiración del horno y así dirigir el fuego hacia donde se desee.
Se abre una tronera por la parte superior y para que no se extienda el fuego por toda esa parte, se le practica una abertura por abajo. A las diez o doce horas, el horno, mediante la combustión, se “ha bajao”, se retira la primera capa de arriba, y nuevamente se rellena con leña nueva, cubriéndola una vez más con tierra.
Con una vara larga, tizonero, se pincha la superficie del horno abriendo nuevos huecos –lumbreras, respiraderos – por los que entra el aire que avivará la combustión, dependiendo, claro está, del número de respiraderos que se practiquen. Con una combustión demasiada rápida, el carbón se quemará, obteniéndose carbonilla. Si demasiado lenta, habrá zonas mal cocidas, consiguiendo tizones que impregnará de humo toda la estancia una vez prendido y te fastidiará la pituitaria cuando estés guisando.
La cocción del horno, por lo que me explicaba, se reconoce por la disminución del volumen y por la densidad y color del humo. Si el humo es blanco o azulado, hay que dirigir la cocción a otros puntos de la carbonera y que así siga el proceso de combustión del boliche.
Cuando se intuye que el carbón está hecho, se tapan los respiraderos evitando así la entrada absoluta de aire. En dos o tres días se apagará.
Para retirar el carbón, obviamente se tiene que apagar el fuego y enfriarse el boliche. Hay que retirar la tierra que cubre el horno, no por toda la superficie, sino por sectores, cubriéndola con tierra más fina y abriendo nuevas troneras y de esta forma dirigir el fuego a los sectores restantes y finalizar la hornada.
A todo esto, hay que tener una vigilancia continua, tanto durante la noche como durante el día, para que no se reavive el fuego. Combustionado el boliche, ya tenemos el carbón, el picón y la carbonilla. Sólo queda transportarlo mediante caballería en los serones y aquellos sacos de yute tiznados de utilizarlos de un año sí y otro también.
Yo he ido montones de veces a casa de José, el de Carmen la piconera, en el Barrio Cuenca, para que llevara a mi casa carbón para el anafre o picón para el brasero.
El carbonero por las esquinas
va pregonando carbón de encina.
Carbón de encina, cisco de roble.
La confianza no está en los hombres…
Qué buenos cocidos se hacían con el carbón. Así, a fuego lento, despacito, sin prisas, toda la mañana cociendo con el agua de canales, o del pozo del obrero, fina como ninguna. Con ese sonido del borboteo tan agradable al oído, el vapor saliendo por los bordes de la vasija de barro y un hilillo de caldo bajando por la barriga del puchero hasta las brasas. De vez en cuando, mi madre lo destapaba por si necesitaba echarle un poco de agua para que no se resecara y que hubiera suficiente caldo para las sopas de los próximos comensales.
El cocido salía buenísimo con esta parsimonia con la que se cocía. El ama de casa tenía que estar supeditada a la cocina prácticamente toda la mañana. Pero la dedicación no era exclusiva a este menester; así que, mientras tanto, también era buen momento para barrer y algocifar el suelo de la cocina que está un poco manchado del trasiego y algo embarrado, que lo puse yo, porque había ido al corral a hacer mis necesidades en el estercolero. Mientras estaba en estos ineludibles menesteres, una gallina me importunaba en mis quehaceres intestinales picoteando la deposición, no sin las debidas precauciones por parte del plumífero, que se acercaba con gestos rápidos tanto en la llegada como en la retirada.
Terminada mi faena, me limpio el culo con papel de periódico, del Hoy, que previamente mi padre lo cortaba en octavos más o menos. En invierno no era nada agradable que el aire te diera de lleno en el culo. El poco vello que entonces tenía se me ponía de punta y unos escalofríos me recorrían por la espalda, que estaba uno deseando terminar y dejar de estar en cuclillas con los pantaloncillos por las rodillas. Esto, queridos paisanos, sí que es pura escatología. El que lo haya hecho así, que levante la mano. A ver, ¿cuántos? Uno, dos, tres,…¡Eh, tú, levanta la mano, que yo te he visto!
Iba diciendo, se me va el santo al cielo, que mi madre, mientras el puchero cuece lentamente al calor del anafre, friega el suelo con la aljofifa, de rodillas como entonces se hacía. Menos mal que se le ocurrió a aquél de Zaragoza ponerle un palo a una bayeta de algodón para no tener que echarse al suelo e incorporarle a la vez un escurridor al cubo, pues si no todavía estarían las amas de casa con bursitis en las rodillas y dermatitis en las manos motivadas por la lejía que se mezclaba en el agua. ¿Guantes de goma? Y eso qué es. Vamos, nena, a pelo y luego te das un poquito con crema Bella Aurora en las manitas pa que se te pongan finas.
El gato está por allí con el rabo tieso p´arriba merodeando alredeó de la aljofifa y, de tanto en tanto, se agazapa como si quisiera saltar sobre el trapo y si de un juego se tratara. Era jovencito aún, todavía en período de aprendizaje y juguetón. Mi madre le dio con la bayeta en los hocicos y salió brincando por la puerta entreabierta que daba al corral y subió por el tronquillo de la parra que ya tenía sus zarcillos y que yo, cada vez que salía, le cortaba alguno para masticarlo y saborear el ácido de su savia. No puedo evitarlo, si veo una parra en tiempo de ello, no me retraigo de cortar uno y rememorar esos sabores de la infancia de los que tan impregnados nos sentimos cuando ya llegamos a cierta edad. Esos sí que eran sabores ecológicos. Limpiábamos el zarcillo presionándolo con el índice y el pulgar cuando veías que tenían cagadas de moscas o por quitarle el polvillo. Ya era suficiente. Y pregunto yo: ¿Por qué se cagan las moscas precisamente en los tallitos y no en las hojas que son más grandes? Aunque bien mirado, no sé qué era peor, si dejarle las cagadas, ya resecas, o que tú lo ensuciaras más todavía con las puercas manos de saltar por las paredes de los cortinales y de haber manoseado los galápagos que andaban por el corral entre los desperdicios de la estercolera. Me parece que entonces estábamos vacunados de todo y contra todo. Que yo recuerde, sólo nos vacunaban contra la viruela. Y aquí estamos dando guerra. Y si algún día te daba fiebre, somos humanos también los de mi época, pues mira, tú, llamaban a don Emiliano, o a don Rafael o a don Juan Merino y sin mandarte nada especial, con cosas de casa, te curaban en un par de días. Con un paño humedecido en agua fría te lo ponían en la frente unas pocas de veces y tira p´alante. ¿Un bollo en la frente? Esto era fácil: una moneda sobre la parte dañada y apretarla fuertemente con un bramante hasta que aquello bajara. ¡Así cualquiera, no te fastidia! O baja la hinchazón o baja, una de las dos opciones. Siempre bajaba, te lo aseguro. ¿No? Haz la prueba cuando te hagas un chichón. Pero no seas bruto, aprieta de tal manera que dejes circular la sangre. No vaya a ser que sea peor el remedio que la enfermedad.
Hombre, a veces tenían que inyectarte para los casos más graves, un resfriado, por ejemplo. Entonces, llegaba por allí don Isidro, el practicante, Isidrito pa los amigos, y ponía los bártulos que llevaba en un maletín sobre la camilla. Pedía el alcohol, no sé si escribe así, o simplemente alcol, que se acaba antes. En la tapa de aquella cajita metálica, que todos los practicantes llevaban, vertía un poco de alcohol, y en la otra parte de la cajita, más profunda, ponía agua. Con unas tijeras-pinzas anclada en el recipiente, donde ya había puesto la aguja y la jeringuilla, prendía el alcohol con una cerilla hasta que el agua hervía. Isidrito, ¡cuántas nalgas habrás visto y de toas clases, chacho!
Y si se te torcía un pie o te lastimabas un brazo, Paula la Guindaora, como por
ensalmo, te daba unos sobes con aceite y algún mejunje de hierba, y aquello era mano de santo.
También tenía esta rara habilidad María, la madre de Manolo del Coto. Y si no preguntádselo a mi cuñao Juanito, el Pollo, el de Teófilo, que en más de una ocasión pasó por sus manos. Mira tú, hasta tuvo que acostarse mi cuñao Juanito en la cama de mi otro cuñao, Manolo, porque una de las veces la cosa se puso chunga para tenerlo que encamar. Pero bicho malo nunca muere. Por ahí anda y sin cojear ni na.
Si de mal de ojo se trataba, aquello ya olía a santurrería casi laica. Digo casi laica, porque dentro del ritual se rezaban unas oraciones dedicadas a Dios y toda la corte celestial. Para esto, nadie como Juana la Guindaora, mujer llana algo entrada en carnes, de cara ancha y pelo entrecanoso con un moño recogido con una larga horquilla, un vestido negro casi hasta los pies, medias y zapatillas negras también, una esclavina del mismo color, hecha con agujas de lana, que le cubre los hombros ampliamente y un delantal de grandes bolsillos, de uno de los cuales sobresale el pico de un blanco pañuelo, atado a la cintura.
Refiero, pues, que mi mujer, entonces novia, se levantó como un bejino, de colorá que tenía la cara, con un calenturón de no te menees. En vista que no se le iba la calentura, no seáis capciosos, esto lo digo en términos médicos como podéis suponer, o sea, que no se le iba la fiebre, mi suegra llamó a la Juana para que, a ser posible, mediara en la cuestión febril, ya que intuía que aquello podría ser consecuencia de un mal de ojo que alguien debía haberle causado y deseado. Pues bien, allí llegó y se sentó en la camilla al calor del brasero, ya que el día estaba, como dicen en mi pueblo, pa está acostao con la mujé y no menearse de la cama. Pidió un plato con agua, le echó unas gotas de aceite y mirando la forma de expandirse el óleo, dedujo que bien podría ser lo del mal de ojo. Rezó no sé cuántas oraciones que yo no atisbaba a entender, tal era el bisbiseo con que pronunciaba tal retahíla de palabras. Yo no creo en estas cosas, pero lo que sí puedo atestiguar es que la calentura, la fiebre, le desapareció al poco tiempo, poniéndose fresca como una lechuga. Me gustaría que estuviese la Juana viva para que me dictara aquellas oraciones que aquel día no logré descifrar.
Yo debo tener la sangre algo envenenada. Nunca he tenido piojos y algo preocupado estoy por este detalle. La preocupación es por lo de la sangre, no por los piojos. Cuando cundían los bichitos, era corriente ver a las madres rebuscando entre la pelambrera de sus niños a la caza y captura de los indeseables inquilinos. Iban abriendo en canal la mata de pelo y, ojo avizor, escudriñaban cualquier resquicio hasta encontrar alguno. Visto un intruso – pobrecito - lo ponía entre los pulgares y qué agradable chasquidito cuando apretaba una uña contra otra. Qué gordos eran algunos. Con el hambre que se pasaba, qué bien alimentados estaban los granujas aquellos entre el elemento piloso. No era una tarea simple, una madre podía estar toda una tarde espulgando a toda la chiquillería. No contenta con eso, y para evitar nuevas invasiones piojales, sin miramientos de ningún tipo, con la tijera, Dios mío, qué horror, si era chico, empezaba a trasquilarle la cabeza, pues no se podía llamar de otra manera el adefesio en que el tal quedaba, pues el zagal aparecía hecho un Cristo sin
crucificar; vaya, que lo único que le quedaba al chaval es que lo clavaran en la cruz. Y qué cruz, Dios santo, pa´l pobre chiquillo. Y luego dicen que no hay discriminación de género.
Y a las zagalas ¿por qué no las trasquilaban? ¿Eh? ¿Por qué? Vamos, anda. La suerte que habéis tenío. Erais las privilegiás, las mimás, las considerás, las lloricas pa que no le cortaran la melena. Siempre con las muñequitas de trapo con dos trenzas de lana amarilla y con los ojos como platos, de labios pintarrajeados y sin orejas. ¿Por qué no le poníais orejas, eh? Teníais muñecas sordas y no os dabais cuenta de que no podía oíros cuando le hablabais. Si es que erais…bonitas der tó. Y aluego le hacíais la comidita en aquellos cacharrinos de vuestra cocinita, como si fuerais verdaderas mamás, y le metíais la cuchara por los ojos. ¡Anda que…! Y la poníais en la escupidera pa que hiciera pipí, qué palabra más cursi, sabiendo que no tenía chominillo ni na de na. ¡Es que…! Y cuando dejabais la muñeca, hala, a jugar al catre. Pa los que no saben, les diré que el catre no es una cama, no penséis mal. Era esa cosa rectangular que se rayaba en el suelo con un palo o con lo que tuvieran a mano y que dividían en seis partes para ir dando saltitos y arrastrar la rayuela, una tejoleta, de cuadro en cuadro, hasta que las niñas se cansaban de dar brincos como las cabras. ¡Vaya jueguecito mas aburrío!
Y encima, con calcetines a media pienna. Argunas, qué rabiscas eran. Pero graciosilla aquélla de la nariz respingona que cuando le salían mocos se los limpiaba en la manga del jerséis. Po no que no, si la pobre no tenía pañuelo. Po a vé qué, si no.
Apreciadas damas de aquella época: este último párrafo no es más que una pura socarronería y cazurrería por mi parte sin ningún ánimo de ofensa. Es simplemente un retrato en tono de humor y lleno de nostalgias de una parte de nuestras vidas. Ese retrato que ya pinta tonalidad sepia. Besitos.
Los muchachos andamos por la plaza jugando a la tanga en el espacio que había con tierra y donde actualmente se encuentra situado el monolito alegórico a la salud y la
enfermedad. El ayuntamiento estaba situado enfrente y era un buen sitio para otear desde allí a la chiquillería. ¡Pero qué manía tenía el buen señor! La cosa era obsesiva por su parte. De pronto veías correr a todo quisque y el más lerdo, pobrecillo, sin saber de dónde le venía, se encontraba con un par de vergajazos en el culo, y pies para qué os quiero. Salías zumbando como alma que lleva el diablo. Pos na, que vino Crespo el municipal, y con amenazas repetidas, nos conminaba a que no volviéramos por el entorno, so pena de probar el vergajo, o sea la porra. ¡Qué castigo, Dios mío! Ni en la plaza podíamos jugar. Pero se fastidiaba, que cuando se daba la vuelta, allí estábamos de nuevo.
Ahora me acuerdo de aquella anécdota de un gañán que le decía a otro: Yo mando en mi casa más que el rey en la suya. Y como el otro dudase, hubo de pasar a explicarlo.
Sí, porque el rey manda una cosa y lo hacen enseguida, mientras yo, antes de que lo hagan, tengo que mandarlo diez o doce veces. Pues ese era Crespo, era el que más mandaba por lo repetitivo en martirizarnos una y otra vez cada presencia manifiestamente subversiva por nuestra parte.
Como ya estamos hartos de jugar al ratón y al gato con el municipal, decidimos jugar a apio. Nos sentamos en los pollos de la plaza y anduvimos pegándonos zurriagazos con un cinturón hasta la caída de la tarde. Cuando nos hartamos del apio, pues a otra cosa, mariposa. A la taba, con lo cual seguíamos dándonos cinturonazos unos a otros, con el consiguiente malhumor del que los recibía, si alguno se sobrepasaba en la dureza de los golpes. A todos nos gustaba ser rey y verdugo a la vez. Tú mandabas y tú mismo atizabas. Despotismo puro motivado por la suerte.
Estando en estos lances, aparecen por la esquina de la posá de l´Antonia, un buen grupo de zagales con palos, espadas de madera, trozos de gruesa soga, pañuelos anudados por los cuatro picos dispuesto en la cabeza, tipo corsario, que venían dispuestos a guerrear contra todo el que se pusiera por delante. Los que estábamos en la plaza, al verlos de tal guisa, además ellos nos doblaban en número, pues eso, que sacamos la bandera blanca. El gozo de los invasores se vino al suelo. Si uno se rinde, no ha lugar a guerra de ningún tipo. ¡Sois unos mariquitas!, dijo uno, que era el más grandullón de todos los que había por allí. ¡Que no, que hemos sacao la bandera blanca! No hay guerra y se marchan por donde han venido. La sangre no corrió. No sé cómo podíamos estar pensando siempre en propinarnos mamporros.
Recuerdo, para que otra vez no me cogieran sin armamento apropiado, que preparé una espada de madera con una punta tan afilada, que pasando un hombre por donde estaba yo sentado, en los poyos de la plaza, me preguntó que para qué era la espada. Yo le contesté que por si venían los zagales de la carretera a hacer la guerra. Ya era un hombre bien entrado en años, o por lo menos así me lo parecía a mí. Mirándome de hito en hito, -a que os suena la frase – me cogió la afilada espada con todo cariño y empezó a golpear la punta de la misma sobre el pavimento hasta que la quedó roma. Me hizo unas recomendaciones sobre que si nos haríamos daño y que si tal y que si cual. Yo quise gesticular algo con la boca, como probando algunas palabras, pero no lograba acertar con la apropiada. Así que cerré totalmente la boca. Bien hecho, amigo. A lo mejor evitaste que le saltara un ojo a algún guerrero indómito.
Entonces, a las personas mayores se les tenía un respeto, que ya quisiéramos ahora. Si alguien de cierta edad te llamaba la atención, te ponías con la cabeza gacha y no decías ni tus ni mus. Igualito, igualito que ahora. ¡Pero tú de qué vas, tío! ¡Que te calles!
Los vencejos vuelan en acrobáticos zigzag por el azul celeste. Una cigüeña expande sus alas en el pretil de la torre saltando acompasadamente y haciendo carantoñas a su pareja. Los cigoñinos imitan al jefe dentro del nido. Una luna en cuarto creciente emerge en el horizonte. Silencio…pasan ángeles. Una estrella fugaz cruza el cielo con destino al infinito. Silencio roto por un destello. ¡Mira, una estrella!- dejando una estela de fuego perceptible durante unos segundos -.
Silencio. Los ángeles se marchan por las distintas bocacalles de la plaza. Suena la campana del reloj de la torre. Se queda sola y muda la plaza.
El carbonero, allá en la carbonera, hunde la tizonera en la superficie y un hilillo de humo surge de sus entrañas avivando los rescoldos encendidos del interior. Desde mi privilegiado mirador del Jerrete veo la recortada silueta de la Sierra la Grana con fondo de titilantes estrellas. Croan las ranas en persistente monotonía en los cercanos Joyos y un fondo de chicharras con su melodía empapa la noche.


Antonio Fdez. Bozano

viernes, 10 de julio de 2009

PROBLEMAS RESUELTOS II

PROBLEMAS RESUELTOS

12-PRUDENCIA Y SU ESPOSO

Prudencia tiene 24 años. Tiene doble edad de la que tenía su esposo cuando ella era de la misma edad que su esposo tiene ahora. ¿Qué edad tiene el esposo de Prudencia?

Sol.: Si su esposo tiene X años e Y es la diferencia entre sus edades, entonces,
24 = 2 (X-Y); Y = 24- X. Así pues,

24 = 2x -2y = 2x – 2(24-x) = 2x- 48+2x; de donde 4x = 72; x= 72/4 = 18 años tiene su esposo.

13-DE RELOJES

Pepe y Antonio van a nadar y ambos se olvidan de quitarse los relojes. Estos se estropean. El de Pepe empieza a adelantar treinta segundos diarios y el de Antonio se para completamente. Si los dos deciden no arreglar sus relojes, ¿cuál de los dos señalará la hora exacta con más frecuencia, y con cuánta frecuencia?

Sol.: Tendrían que pasar 2x60x12 medios días, es decir 720 días para que el reloj de Pepe señalara otra vez la hora exacta. Durante esos días, el reloj de Antonio habría señalado la hora exacta dos veces cada veinticuatro horas, es decir, 1.440 veces. Así ues su reloj habrá señalado la hora exacta casi 1.500 veces con más frecuencia que el de Pepe.

14-MOTORISTA

Dos automóviles se encuentran a 120 Km. uno de otro. Uno de ellos viaja a 20 km/h y el otro viene hacia él a 10 km/h. Un hombre montado en una motocicleta, que sale del mismo punto que el coche más rápido y que rueda a 30 km/h, va de un coche a otro conforme estos se acercan. ¿Cuánto tiempo ha de pasar antes de que alcance al coche más lento?¿Qué distancia habría recorrido antes de que quedara aplastado entre los dos coches?

Sol.: El motorista tarda tres horas en alcanzar al coche más lento y para entonces habrá recorrido 90 km y el coche más lento, 30 km. Los coches chocarán dentro de 4 horas y para ese momento el motorista habrá recorrido 120 kms.

15-CERILLAS

Tenemos 10 cerillas en una fila. Cada cerilla puede saltar por encima de otras dos cerillas, moviéndose lo mismo hacia la izquierda que hacia la derecha, para quedar cruzada sobre una tercera cerilla. Si una cerilla salta sobre un par de cerillas cruzadas es lo mismo que si salta sobre dos cerillas sueltas. La finalidad del problema consiste en hacer cinco pares de cerillas cruzadas en el menor número posible de movimientos.

Sol.: Numeramos las cerillas del 1 al 10, partiendo de la izquierda; las cerillas cambian sus números al alterar la posición.
a- 4 va a la izquierda
b- 3 va a izquierda
c- 4 va a la izquierda
d- 7 va a la derecha
e- 8 va a la izquierda
f- 7 va a la izquierda
g- 8 va a la izquierda


16-PUNTOS

Une estos nueve puntos con 4 líneas rectas continuas.














17-MELOCOTONES

El obispo Rouco Varela envía al Papa varias cajas, cada una de las cuales contiene 20 melocotones, con la siguiente carta:
“Envío a su Santidad varias cajas de melocotones, en total alrededor de 2 docenas de cajas. La suma de las cifras del número total de melocotones es el número de los Mandamientos de Ley de Dios”
¿Cuántos melocotones recibió el Papa?

Sol.: Si había x cajas, el número de melocotones era 20x. Como las cifras que componen 20x, sumadas nos dan 10, las cifras que componen x ha de sumar 10/2 = 5. El único número cercano de 24 (dos docenas) cuyas cifras sumadas dan 5 es 23. Por lo tanto x = 23 y el número de melocotones es 460

18-LA GUERRA

La guerra había sido declarada. Las moscas contra las arañas y las arañas contra las moscas. En la primera batalla se pudieron contar 42 cabezas y 276 patas. ¿Cuántos guerreros había de cada bando?

Sol.: x+y=42 x=moscas
6x+8y =276 y=arañas


19-GENEALOGÍA

A ti que te gustan los árboles genealógicos. ¿Qué parentesco tenía el primer esposo de la segunda mujer de Napoleón con el segundo esposo de la primera mujer de tan ilustre hombre?

Sol.: Era la misma persona


20-HERMANOS Y HERMANAS

Sol.: (x-1)= y
2(y-1)=x 4 y 3

martes, 16 de junio de 2009

PROBLEMAS RESUELTOS

PROBLEMAS RESUELTOS

1-BOOMERANG
Un boomerang, tú sabes que al lanzarlo, vuelve al lanzador de nuevo.¿Qué puedes hacer para que al lanzar una pelota de tenis con fuerza, verla detenerse y regresar, sin que golpee contra un muro, una raqueta, ni cualquier obstáculo?
Sol.: lanzarla hacia arriba verticalmente

2-CONTRABANDISTA
Entre Francia y España iba tranquilamente en una bicicleta, silbando su canción preferida, llevando un saco de arena de 10 Kg. en el sillín. Los aduanero le registraban y no encontraban nada sospechoso en el saco ni en los bolsillos. Sin embargo, los aduaneros sabían que les engañaba. ¿Qué llevaba de contrabando?
Sol.: la bicicleta, naturalmente.

3-LAGARTO
Un lagarto tiene una cabeza que mide 9 cm.; la cola mide lo que la cabeza más la mitad del cuerpo, y el cuerpo mide lo que la cabeza y la cola juntas.¿Cuánto mide el lagarto?
Sol.:
x = 9+y/2 x = 27

y = 9+x y = 36

4-SACOS
Mi tío tenía 10 sacos llenos de bolas de rico caramelo. En todos los saco había bolas de 10 gr. Cada una. Pero en un fallo de fabricación uno de los sacos contiene bolas de 9 gr. Le dijo al encargado que localizara el saco, pero que lo hiciera de una sola pesada para ganar tiempo. El encargado casi se vuelve loco. ¿Sabrías hacerlo tú?
Sol.: Numera los sacos del 1 al 10.
Saca una bola del primer saco, dos del segundo, tres del tercero…
En total habrás sacado 55 bolas, que de ser correcto todo deberían pesar
550 gr. Pero como había uno de los sacos que estaba mal de peso, la
diferencia en gramos entre la pesada y los 550 gramos, te daría el número
del saco correspondiente a las bolas taradas. Así, si salen 546, 4 menos de
550, será el saco número 4 el que está mal, puesto que de el he sacado 4
bolas.
5-CLAVIUS
Lo ideó Clavius, un filósofo del s. XVI.
El dueño de un esclavo le dice a éste que le dará, al cabo del año, 10 monedas de oro y una capa. Al terminar el séptimo mes, lo despide, dándole 5 monedas de oro y la capa.
¿Cuánto vale la capa?
Sol.:
10+ X 5+ X
_______= _______ X = 2 valor de la capa
12 7





6-DIANA
Tienes una diana como la de la figura y has de tirar tus 6 dardos, con tal puntería, que la suma de los puntos conseguidos sea 100. ¿A cuáles has de tirar?




16
24
23
17
Sol.: 2 dardos al 16 y 4 dardos al 17.

7-EL NÚMERO 37

El 37 es un número muy curioso. Sólo tienes que multiplicar este número por los múltiplos de 3 desde 3 a 27. ¡No creo que necesites una varita mágica!

Sol.: 37x3 = 111; 37x18 = 666
37x6 = 222; 37x 21 = 777
37x9 = 333; 37x 27 = 999
37x12 = 444;
37x15 = 555 ;

8-EL CABALLO

Mi amigo tenía un caballo alazán negro que me encantaba, pero no quería vendérmelo. Después de mucho porfiar, me dijo que sí, pero que la condición para pagarlo sería que le tenía que dar un céntimo por el primer clavo de la herradura, 2 céntimos por el segundo, 4 por el tercero, 8 por el cuarto, 16 por quinto, etc. Así doblando el precio de cada clavo hasta el último de los 32 clavos que tenía el caballo. Yo acepté porque creí que era poca cosa.¿Cuánto pagué por el bicho?

Sol.: 1+ 22+23+24+25+………….232 = 4.294.967.295 céntimos = 42.949.672 Euros.

9-LA JAULA

Tengo una superjaula con 84 periquitos azules y verdes. Los azules suman 4 más que los verdes, ¿cuántos hay de cada clase?

Sol.: X + (X+4) =84; de donde 2X =80; X = 40

10-COMBINACIÓN

Combinar 10 números 6 para igualar a 222

Sol.: 6+6+6+6+66+66+66 = 222

viernes, 5 de junio de 2009

TRÍPTICO

TRÍPTICO
I
Senda de margaritas. La tierra ofrece estrellas.
Horóscopo de amores en manos de doncellas.
Saben de amores
porque son flores
y saben del destino
porque fueron estrellas,
que cayeron y germinaron en el camino.
Una mano pulida,
curiosa de su sino,
del botón de oro, las finas alas cruel arranca.
Una mano pulida
tira ilusiones, hoja tras hoja, en lluvia blanca.
Como la vida.
II
Monótono es el mar. Con qué inquietud batalla
su ansia de más allá. ¿A dónde irá sin valla
su fiebre embravecida?
Mas la fiebre del mar, cual ansia humana, estalla.
Su inmensidad es breve,
su anhelo fuerte es leve,
pues se hacen en la rígida frialdad de la muralla
trizas esmeraldinas y sudarios de nieve.
Como la vida.

III
Con un curvo destello de vengativa espada
del lóbrego estoicismo de la noche enlutada,
la estrella deprimida,
más breve que la flecha de traidora mirada,
traza el arco de un vuelo de la nada a la nada.
Como la vida.

domingo, 24 de mayo de 2009

LA VIDA ES UN CAMINO

LA VIDA ES UN CAMINO
La vida es un camino para andarlo
con rumbo hacia un futuro que se ignora.
Bellas flores ofrecen sus ribazos,
claras fuentes alivian nuestra sed,
pero el camino es áspero y duro.
Con lodo – mucho lodo – en los inviernos,
con polvo – mucho polvo – en los veranos.
Lodo y polvo. Dolor.
Y el dolor que la alfombra es necesario:
le da sabor a la vida y la hace heroica.
La vida es un camino para andarlo;
hay que saberlo andar fijos los ojos
en la estrella que orienta nuestros pasos.
Sin traicionar el rumbo, prodiguemos
honor a nuestro esfuerzo cotidiano
y aventemos amor a manos llenas,
igual que el labrador aventa el grano.
Así, para el relevo, nuestra vida
será bello CAMINO DE SANTIAGO.

miércoles, 13 de mayo de 2009

EL VIVIR

EL VIVIR
En mi experiencia, la felicidad la proporciona la tierra y emana de los elementos que comprenden el ámbito rural. Y esto no es la perspectiva de los años jóvenes pasados aquí en Granja, ni los recuerdos de la poetizada infancia, sino por la tierra en sí misma que siempre vi, las calles con sus piedras y charcos, con el polvo de los caminos, con los cagajones de las bestias que pasaban, las negras cagalutas de las ovejas o el traqueteo de un carro con las ruedas en llantas de hierro. El restallar de un látigo que azuza el paso de las mulas enganchadas a un trillo de desgastadas ruedas dentadas, en la parva extendida en el llano de la era, a esa hora caliente de la tarde.
Ya sé que muchos diréis que no es lo mismo el trabajo diario de la tierra, con lo mío que es ir de vacaciones al pueblo, a mi pueblo, estar con la familia, en mi lírica deformación de la visión campera. Sé también que mi concepto difiere de la de aquellos que, apegados al duro trabajo de las labores agrícolas, se agotaban con el zacho, sudaban en la siega, se empolvaban en la era, interminable hasta setiembre, en las distintas faenas de trilla, limpia y el acarreo de los costales al empinado doblao, aquellos costales de noventa kilos, que cuando subías unas decenas te flaqueaban las piernas ante tan inhumano esfuerzo.¡Madre mía, no sé cómo habéis podido soportar un trabajo tan esclavo y de tanta dureza! Cada uno de vosotros merecéis un monumento que perdurara eternamente. ¡Qué machos castúos los de mi tierra! Hombres sedimentado en el neolítico, hombres a destajo con el terruño bajo el límpido cristal azul del cielo o bajo los negros nubarrones del tiempo metido en aguas. Hiciera frío o calor, allí estabais rumiando el silencio y la soledad de la mañana a la anoche con la mancera firme entre las manos, descubriendo la tierra en esponjosos y duros terrones, viendo renegrear a lo lejos la loma, renegando de la suerte encorvado sobre la tierra y el agua hasta los corvejones.
Es la hora de salida de la escuela. Juanito Juidías también vive en el barrio Cuenca y en amigable compañía, en vez de irnos por el Rincón de la Paloma, que era el lugar de costumbre, nos vamos por la calleja donde Eduardo tiene la carpintería. Aquella carpintería arrinconada entre la panadería de los Ruiz y la trasera de Isidro la Mosca, de puertas verdes siempre abiertas de par en par y de paredes desconchadas. Un viejo banco de trabajo de dura y pesada madera, con una mordaza en un extremo sujeta al grueso tablero, invade la estancia. Las paredes aparecían adornadas con infinidad de herramientas dispuestas en preciso orden: serruchos de distintos tamaños, cepillos, garlopines, formones. Un compás de hierro lleno de telarañas colgaba de un grueso clavo. Más allá, un berbiquí con la punta limpia y brillante y una barrena oxidada. Sobre el viejo banco de trabajo descansan distintos formones y unos ingletes con aberturas formando ángulos de cuarenta y cinco o noventa grados. El serrín, las virutas y los tacos de madera campan a sus anchas salpicando el suelo de coloradas baldosas por doquier. Hay un ajetreo fuera de los normal, o al menos me lo parece a mí.
En un lateral de la carpintería, sobre cuatro troncos, descansa la escalera, el armazón de un carro, ya dispuesto con el tiro, los torneados varales, las simétricas estaquillas adosadas a ambos lados y la tabla zaga unida a los limones. Eduardo y unos cuantos más mantienen un gran fuego en la enrramá de Torres Matías, frente a la carpintería , en la que están calentando una llanta de hierro en un vivo rescoldo de troncos de encina dispuestos en círculo. Esperan que el aro, ya colocado sobre la circular hoguera, se ponga al rojo vivo para después acoplarlo a la rueda. Eduardo dirige la operación con energía y temple. Va dando órdenes y los movimientos de la llanta son lentos y cuidados, está totalmente incandescente. Tres ayudantes cogen el aro con unos largos gatos de hierro para su traslado. Apoyada sobre el suelo se ve el armazón de la rueda. Entre los cuatro llevan en volandas el aro y lo amoldan a la rueda. La dilatación a que ha sido sometida la llanta hace que ésta entre con cierta holgura, pero antes de que la madera arda al contacto con la misma, vierten abundantes cubos de agua para enfriarla lo más rápidamente posible. El agua hierve al contacto con la masa de hierro desprendiendo un vapor que se volatiliza con prontitud en un siseo pertinaz que paulatinamente se va apagando. El aro queda ensamblado al golpearlo repetidas veces con unas grandes mazas y ha quedado con ese tono oscuro tan característico en las llantas de nuevo cuño. Después, ya vinieron las ruedas de goma, mucho más suaves y silenciosas en el rodar. Por cierto, las primeras ruedas con estas características las puso en su carro Pedro Aldana y el siguiente, Diego Montero cuando estaba ajustado con él Pepe Monda. El artífice del cambio fue un tal Cabrera, del que no puedo dar más detalles porque no los sé, pero imagino que muchos de vosotros, queridos lectores, lo tendréis entre vuestros recuerdos de antaño.
Llegamos tarde a casa y, al menos yo, fui presa de un interrogatorio inquisitorial por parte de mi madre, pues había llegado bastante después que mi padre que, por cierto, también iba a la escuela. No tuvo consecuencias la tardanza, pero mis sopas las tuve que comer frías. No obstante, aquello que vi bien mereció la pena, porque así puedo plasmar ahora aquella vivencia al recuperarla del rincón de la memoria.
Por debajo de mi casa, en la enrramá de Antonio Pirraca, hay una curtiduría. Me gustaba alcahuetear cómo adobaba las pieles de vaca y de burro, sin rastro ya de pelo alguno, extendidas sobre una amplia mesa. El curtidor era un hombre corpulento, ancho, no muy alto, con una camisa azulona por fuera del pantalón, y las mangas remangadas hasta el codo. Tenía el cuerpo inclinado sobre la mesa, apretando con fuerza una madera trepa, dura y brava, veteada de figuras. Sudaba desaforadamente por la frente y una gota le resbalaba hasta la nariz y, tras un visible vaivén, cayó sobre el duro pellejo acartonado.
Le pregunté por un líquido viscoso, resinoso, dispuesto en un recipiente, que desprendía un penetrante olor que invadía toda la estancia y la calle. Me habló de un árbol, al que haciéndole una hendidura – un corte, me dijo – del que segregaba esa sustancia. Al cabo de los años supe que esa trementina blanca tan olorosa es del jugo del zumaque, del pino, o de algún otro árbol resinoso, empleándose como curtiente.
Por cierto, en el Jarrete había una colonia de buitres- no sé si leonados o panterados- que despedazaban los cuerpos, ya sin piel, de burros, vacas y otros animales. Esa imagen majestuosa de las aves sobrevolando en el límpido azul del cielo y cuando posadas en tierra extendían sus enormes alas a la vez que desgarraban con sus poderosos picos la carroña, es como un sueño inacabado que persiste en mi memoria.
Son las dos de la tarde. De la fábrica de Ariño hiere el aire el sonido de la sirena. Aquella sirena que daba salida al mediodía y a la tarde a los obreros y trabajadores de la misma. Era la hora de comer. Mi madre tenía preparado, cómo no, un cocido de garbanzos con morcilla, tocino y un cuarto y mitad de carne de borrego que he ido yo a comprar esta mañana al puesto que tiene Pirraca en plaza. Las mazas colgaban de los ganchos y de otros penden negras morcillas de lustre y rojos chorizos de macho. ¡Qué rico! Desde entonces, nunca más he comido chorizo de macho como aquél. Gracias, Antonio, tengo ahora mismo la boca hecha aguas.
Parte de la pared que rodea la enramada de Pirraca se ha desmoronado a causa del temporal de agua. Se ha abierto una buena brecha y los borregos triscan a sus anchas por el Jerrete. A media tarde están allá un par de albañiles a remendar el estropicio. Preparan unos tablones en paralelo, sujetos con unos tirantes de alambre por la parte de arriba, y por los laterales apoyan unas estacas, por un lado con pie en la gavia y por el otro en la enramada. Una vez dispuesto el armazón, el cajón, van rellenándolo con paladas de tierra. Uno de los albañiles está dentro del cajón machacando sin piedad la tierra con un pisón de gran tamaño. Va regando de vez en cuando la tapia con agua de un cubo lleno hasta los bordes, la suficiente como para no embarrarla. Entre medio lo rellena con algunas piedras, trozos de ladrillos y tejoletas. El del pisón canta por Juanito Valderrama aquélla de “Ma(d)re hermosa”. No lo hace mal; lástima que no sé quién era para nombrarlo. Pero pasa por allí Silvestre con un saco y un hocino para segar un poco de hierba pa la cochina, y como es tan metomentodo, con ese gracejo que le caracteriza, dirigiéndose al cantaó, le dice en tono jocoso:
- Fulano, canta pa uno menos, que tienes la misma toná que los grajos en invierno.
El Tal le contesta:
- Po ajila palante y no te pareh, que de toh modo no canto pa ti.
- Bueno, pero espera una mijina, hombre, a ve si cambia el aire pa que yo no te oiga, que yo no soy un pachón pa taparme loh oídoh.
- Que ajileh pa lante t´he dicho, so lenguarón. ¿Se habrá visto máh metomentó que este tío?
Silvestre sigue su camino sin volver la cabeza tan siquiera y un gesto de ironía en los labios.
Mientras miro cómo terminan aquella tapia, mi gato ha salido maullando y ronronea restregándose entre mis piernas. Está mimoso en este momento. Era un gato negro brillante, más grande de lo normal en su especie, por lo que le llamábamos Tigre. Ya se sabe que los gatos son bastante ariscos e independientes, pero aquél, a pesar de todo eso, salía a buscarme cada noche casi hasta la iglesia. Me tenía cogida el bicho la hora y nos veníamos los dos en compañía calle abajo. Un día desapareció y nunca más se supo de él. Se me saltaron las lágrimas. Para mí, era un amigo. Cuando en invierno me sentaba en la camilla, se me ponía encima de las enagüillas al calor del brasero. Así nos encontraba mi amiga Poli cuando por la mañana iba a mi casa a llevarnos la leche recién ordeñada, en aquella lechera de aluminio abollada de tanto golpe.
Sale mi madre a la puerta y, a media voz, me llama para que vaya a un mandado al comercio de la Emilia. Poca cosa: aceite, fideos y sal gorda. Los fideos los extrae con un cogedor de lata de un saco de yute, que contenía aquellos fideos apelotonados y enmarañados que había que deshacerlos con las manos antes de echarlos en el caldo, y los envuelve en papel de estraza con aquella gracia de ir recogiéndolo en aquellos pliegues laterales que, terminando en punta de sobre, por último, replegaba hacia adelante. La sal me la pone en un cartucho también de estraza, pero más fino al tacto. El aceite, en la garrafilla que llevo para tal menester. No llevo dinero para pagar. Mis padres tenían un convenio con Emilia, mediante el cual, todos los gastos que teníamos iban anotados en una libreta ex profeso para ello. Así, que le entregué la libreta y allí anotó, apuntó, lo que llevaba en cantidad y precio. A primeros de mes, mi padre sumaba y le pagaba religiosamente los gastos acumulados. Eran apuntes a doble libreta; Emilia tenía la suya con lo mismo, pero más grande y con el nombre de cada cliente encabezando la hoja. Nunca oí en casa el menor comentario ni desacuerdo en lo que se debía. Y así un mes y otro. Para nosotros era más cómodo así, decía mi padre. No lo dudo, pero supongo que también el retrasar el pago le beneficiaría algo en la escasa economía familiar.
Yendo hacia casa, oigo los cascos atropellados de un caballo desbocado que viene de la Magdalena. Detrás, a distancia, vienen corriendo tres hombres con el resuello en el cogote y con los bofes en la boca. Unos que estaban en la plazoleta intentan, al paso, parar al bruto, con aspavientos y voces, sin conseguirlo. Yo, al ver al bruto en esas condiciones, arrimo la espalda a la puerta de Eduardo, esquina a la calleja del tío Lucas, y me quedo inmóvil ante el espectáculo caballeresco. El animal no obedece ni a gestos ni a gritos, cocea en su alocada carrera y enfila la calle abajo del barrio Cuenca. El bicho paró por los alrededores de la fábrica de los Joselito. De vuelta, el caballo aún resoplaba y se ponía nervioso e inquieto ante los improperios del amo que sudaba como un energúmeno y traía un aspecto desastroso y lamentable, con los calzones caídos y la camisa por fuera y desabrochada, enseñando una oronda barriga, empapado de sudor por los cuatro costados. Se iba acordando del padre del caballo, de la madre, de todos sus muertos, sin dejar de lado, mientras tanto, a toda la jerarquía celestial y todos los dioses del Olimpo. Así, que la bestia iba con las orejas pichas sin atreverse a decir ni tus ni mus, con una recia soga al pescuezo como cabestro.
Suena el tañido de la campana anunciando a las santas inclinaciones, al culto del santo rosario. Don Arcadio venía por la calle Iglesia con su negra sotana abotonada de arriba abajo. Iba dando las buenas tardes a todo el que se cruzaba, en amena charla con su hermana, doña Luisa, a un lado, y Diego Pila, al otro. Los enanos que estábamos correteando por la plaza, al verlo, dejamos el juego y veloces como alma que lleva un ángel, corrimos a besarle la mano que nos extiendió cumplida y generosamente. Una vez consumado el ritual por nuestra parte, don Arcadio, con cierto disimulo, se limpió el dorso de la mano besada en la parte trasera de la sotana, supongo que de las babas y tal vez del moquillo de algún narizado.
Un grupito de beatíficas mujeres, tocadas de negro velo, se dispone a entrar en la iglesia. En el vestíbulo se lo moldean nuevamente con gesto coqueto y atraviesan el dintel de la puerta, pasito a pasito por el pasillo central, mitigando los pasos, con la intención de que el ruido de los tacones fuesen lo menos ostensibles y sonoros. Pepe, el sacristán, dirige las preces. Era jueves y tocaban los misterios gozosos. Primer misterio: la anunciación del ángel a Nuestra Señora. Dios te salve, María….



A. Fernández Bozano

miércoles, 6 de mayo de 2009

NO HABRÁ PAZ SIN AMOR

NO HABRÁ PAZ SIN AMOR
Porque todo se enreda entre codicias
que nos llevan al borde del abismo,
en hambre y sed de paz nos desvelamos,
en hambre y sed nos afligimos
y acariciando bombas y aviones
se nos despierta un germen de mal signo.
Quisiéramos raer cuanto nos merma
aquello en que asentamos el dominio.
Pero a veces penetra en la conciencia
la luz de la verdad que hemos perdido
y un temor nos aflora entre lamentos
al ver que nuestra paz está en peligro.
¡Lamentos insensatos!
¿Acaso no tenemos un propicio
sendero que nos lleva a su conquista?
Para gozar la paz hay que ganarla;
pero no con las armas y exterminio.
La paz universal,
nuestra paz y la ajena son lo mismo.
Se conquista ganando corazones
por limpio corazón, con amor limpio.
Hagamos que el amor paterno fluya
en los ojos mirando a nuestros hijos,
y cuando vibre pura la mirada,
sin recelos, sin nubes ni espejismos,
contemplemos al prójimo en ella.
Hay que limpiar el limo
cotidiano que mancha a nuestros ojos
y dar paso a la luz de lo divino,
hasta el oscuro fondo de la carne
donde el celeste aroma de su brillo
nos impregne con mágica hermosura.
En vano transitar otros caminos.
Para llegar al prójimo, no existe
sendero más directo y expedito
que el limpio corazón lleno de amor.
No habrá paz por los siglos de los siglos
si volvemos la espalda a esta verdad
ungida por la voz del Cristo.

Antonio Fdez. Bozano

martes, 28 de abril de 2009

GROTESCO PANORAMA

Este poema lo escribí viendo las injusticias que soportaron los hombres de mi pueblo y que yo vi siendo jovencito. De aquellas vivencias,nacen estos versos que dedico a los pocos que quedan de
aquel grotesco tiempo. Para vosotros, amigos jornaleros que lo sufristeis. Yo estaba en Babia y con poca edad para enjuiciarlo en aquel momento. ¡Cuánto siento no haber estado a vuestro lado!

GROTESCO PANORAMA
Voraces tus paisanos instituyen
pomposo carnaval de sentimientos
que fingen filantrópicos fervores
sosteniendo el tinglado donde vives.
Y no tienen más medidas
que sufrir esta broma y ser testigo,
porque el orden dogmático que impera
y excluye la bondad de otro andamiaje,
no olvida la merienda de negreros
en la jungla donde mueve su recoba.
Velando paternal por el bien tuyo
- la madre que parió tanto padrastro –
te exigen obediencia, obediencia,
matando la raíz del silencio,
las flores insumisas del instinto
y la luz que en la escuela se cimenta.
Te exigen obediencia, obediencia,
lo mismo que a la yunta quien arrea.
Tu sino es trabajar.
Trabajar, trabajar para comer.
Comer, comer cuando se puede,
porque el amo no es lobo que olfatea
y sabe ser modelo de cristiano
con carne de serpiente;
modelo de cristiano, hecho banquero,
te ofrece algún jornal oportunísimo
y paga con justeza y se reserva
el cien por diez.
Y tú, mísero esclavo, ni más
ni menos que la yunta a quien arrea,
a quien tienen el pienso asegurado
porque así lo ha dispuesto el que fabrica
los prodigios de paz y de ventura
en manos de piadosas entidades
- perfectas como sogas de patíbulos-
regidas por astros de la patria
con piadosa intención y luz perfecta
de faro que te alumbra a bien morir,
como siempre mueres, jornalero,
en lucha contra el hambre y las tinieblas.
¡Qué pobre recompensa,
cuando estás aguantando toda, toda
la maldición de Adán a tus espaldas.
¿Hasta cuándo serás bestia irredenta
que trabajas sumisa al gong del amo,
con tal fidelidad que es increíble,
pues trabajas cual tonto que no piensa
y bobo, cual pánfilo cordero,
ajeno a los festejos de la Pascua
como fachudo rucio derrengado
con desollado lomo por las cargas;
pero erre que erre, soportando
la maldición de Adán a tus espaldas?
¿Hasta cuándo serás bestia irredenta
obrero campesino de este pueblo?

sábado, 25 de abril de 2009

UN PROBLEMA GRAVITA

UN PROBLEMA GRAVITA
Al quemarse las algas del ocaso
son millones de seres laboriosos
los que vuelven cansados al hogar.
El derrame de luz libidece
y el grito de dolor muere en la sombra,
pero queda un rumor en los oídos
que adquiere resonancia en el silencio.
Un problema gravita en sal de bilis,
un problema de quejas sofocadas
hundidas en sepulcros de ilusiones.
¡Se estruja demasiado a la aceituna
y envilece el esparto del estero!
Hay abismo que tiene que salvarse.
Quien manda porque puede y porque quiere
y todo en torno suyo le sonríe
viendo girar el mundo como gira,
no entiende de su coste, porque paga
con moneda que ignora la fatiga.
Quien vive bajo el yugo de los bueyes,
derrochando su vida, gota a gota,
hasta alcanzar los números exactos
para cargar los trenes con su pena,
no ve más que el tormento que le agobia.
Hay abismo que tiene que salvarse.
Un abismo de vértigo aterido
donde el náufrago grita su amargura
con un hervir fogoso de marmita,
un abismo de látigo y ayuno
que mantiene repleto hasta los bordes
el aljibe sin fondo de las penas.
¿Se carece de grapas en el mundo
para cerrar los bordes de esta herida
que acusa con sus labios de amapola?
¿De qué sirven las bellas religiones?
¿De qué decir que somos hermanos?
Es hora de que cese esta agonía
y anular las orugas obstinadas
en raer los impulsos que renuevan.
Ya ha bailado bastante la avaricia
su danza sobre sangre fermentada
para trocarla en vino generoso.
Ya han gozado bastante los que gozan
encumbrados por bárbaras presiones.
No pretendo encantar negras serpientes
de astutas digestiones entre brumas;
ni quiero hacer mía la mansedumbre
del camino que lame humildemente
las botas del señor que le fustiga.
Pero todos tenemos ojos, oídos
y sabemos que viven soterradas
en los hombres raíces de promesas
que prestan savia nueva a tallos nuevos
y exigen con vigor mejor destino.
Y entonces, ¿qué se espera?
La luz del sol se tiñe con rubores
después de la verónica del día;
las rosas se avergüenzan de ser rosas
a la pupila clara del prudente;
en la luna se sienten escalofríos
del bacilo de Koch multiplicado;
por túneles busca su salida
un ímpetu de fuerza atormentada.
Si estalla surgirá tal polvareda
que todo quedará entenebrecido.
Y entonces ¿qué se espera?
¿Que el hombre que trabaja nazca tonto?
¿Que se estruje la uva de los odios
para ver el fermento que provoca?
Hay millones de seres que oprimidos
aprietan su dolor contra los dientes
y una imagen de sangre en sus retinas
adquiere resonancia en el silencio.
Hay millones de seres que oprimidos
fabrican , gota a gota, sin descanso,
la trilita de penas que comprimen
en sus puños, cegados por la rabia.
Los harapos sacuden su modorra
y exigen con vigor mejor destino.
¡Que nadie se agazape por el miedo,
ni piense que habrá paz porque la astucia
se adueñe de la fuerza de las armas!
¡Ya no salva ni la astucia, ni la fuerza,
ni el miedo, ni los Judas del instante!

Atonio Fdez. Bozano

MIRANDO A EUROPA

MIRANDO A EUROPA
En el mar de la sangre, donde abreva
la vida del esfuerzo sosegado
he de ahogar el bajel de los archivos:
no quiero recordar.
Pero el recuerdo llega y me sacude
como a rama que privan de sus hojas.
Y sólo vuelvo a ver polvo de bilis;
y el amor destrozado por las risas
de caretas que ignoran la dulzura;
caravanas de angustias y de harapos
huyendo, sin saber dónde, ni a qué,
con el cristal de espanto en las pupilas.
El terror de los cóndores siniestros
que nos hace anhelar vida de topos.
Alambradas y hollín de centinelas
y la araña del hambre que nos hunde
en su tela amarilla y de indolencia.
No quiero recordar.
Pero el recuerdo vuelve y me atenaza
y el aire me envenena.
Me enloquece este juego
de heladas perspectivas.
Hay eclipse y el sol no se apaga.
Nos angustia la sombra,
canta el gallo y el gong de la luz clara
está preso por las lluecas de la guerra.
No quiero recordar.
Bajo la grama aún verde, los rescoldos
de fuego que alucinan están vivos.

Antonio Fdez. Bozano

martes, 24 de marzo de 2009

¿TE ACUERDAS?

¿TE ACUERDAS?
A mi amigo Fernando Corvillo Montero, Severo, como punto de apoyo a su escrito del pasado año.

Aquel acto innecesario que se repite perseverantemente, una y otra vez, sin un motivo aparente, lo define el diccionario, con una palabra un tanto clásica: estereotipia, del griego tal y tal, para no resultar excesivamente pedante por mi parte, no sea que me encuadréis en la caterva de los pijos del lenguaje. Nada más lejos de mí intención. Pero me quedo con la palabreja, aunque sea en un sentido figurado.
El recuerdo, los recuerdos que fluyen en nuestra mente, no dejan de ser un acto reflejo que uno trata de explicar a cualquier contertulio conocido que aparece, sobre todo cuando nos encontramos en período vacacional, e intuimos que alguien conocido está dispuesto a escucharnos, entonces intervenimos y contamos esas vivencias de las que estamos tan impregnados, tanto, que no podemos sustraernos a rememorarlos a la más mínima ocasión que se nos presenta, haciendo presente el pasado.
Cuántas veces habremos comentado al escuchar a alguna persona mayor: “me está contando sus batallitas y ya se la he oído un montón de veces”. Perdonad, pero no son batallitas, son recuerdos que aparecen cuando se llega a cierta edad, ni mucha ni poca, en que uno analiza los años transcurridos y nos embarga ese deseo de que los momentos que tú viviste y presenciaste no se pierdan en el olvido, que quede constancia, y que los que nos sucedan mantengan viva la memoria de nuestros mayores. Un pueblo que reniega de su historia, de esos sucesos, si tú quieres insignificantes, está perdiendo sus raíces y con ellas su identidad, el no saber el cómo y el porqué de algunas cosas, y estará abocado justamente a esto, al olvido, a no saber de sus raíces, a no saber de esa cultura ancestral que es la idiosincrasia de los que nos precedieron.
A mí, personalmente, me encanta oír de boca de los mayores, esos relatos llenos de vida y de experiencia. No me importa que me lo hayan contado anteriormente y repetidas veces; escucho, analizo y aprendo. Las vivencias son suyas, mías o de otro, pero la memoria nos pertenece a todos, es nuestra memoria colectiva que se transforma en propia cuando la salvaguardas de los avatares del tiempo, de las modas, y de los buenos o malos humores. La memoria es la base de la personalidad individual, así como la tradición lo es de la personalidad colectiva de un pueblo. Se vive en el recuerdo.
Es por esta razón y no otra, por lo que en mis colaboraciones en la revista de ferias trato de ahondar en las profundidades de los recuerdos colectivos y plasmarlos en unas cuartillas, con mayor o menor fortuna literaria, pero siempre con el cariño que me proporciona el hacerlo, y con la fuerza que muchos de vosotros, queridos paisanos, me dais como argumento y tema, en las charlas veraniegas, sentados en los duros bancos de hierro de la plaza. O como me dijo Rafael Santiago, mi amigo Rafael el Cagueto, cuando escribí el artículo de Pistolo hace unos años: “Antonio, yo he puesto la letra y tú le has orquestado la música”. ¡Qué bien lo dijo! Porque sin sus datos, sin sus anécdotas contadas de tú a tú, sin el cariño hacia Pistolo por ambas partes, no habría sido posible plasmar en cuatro papeles parte de esas vivencias. Y no me aceptó siquiera que le invitara a una cerveza por su colaboración, de la que estoy tan agradecido. Gracias, Rafa. A esto me refiero con este largo preámbulo. Vosotros contad las cosas para que los demás las sepamos. Que no muera la historia, el chascarrillo, la anécdota pícara, porque son nuestras y nos atañen o que no nos conciernan. Mañana habrá alguien que lo recuerde y ese gesto nos hará retroceder en el tiempo y en el espacio, la sonrisa nos florecerá de oreja a oreja, y de nuestros labios caerá el pétalo de una roja amapola, balanceándose en las alas del aire, hasta posarse suave entre nuestras espigas.
¿Te acuerdas de aquellas matanzas tradicionales del guarro? Aquello sí que era una fiesta familiar, ruidosa, extrovertida, practicada a ser posible al aire libre, en el corral o en la calle, donde todos los vecinos la podían ver, y con el consiguiente reparto de presas porcinas entre parientes y amigos. Cada humeante morcilla de cebolla estofada, cada probaílla de la masa de los chorizos buenos o de patatas, cada presa de la cabezá del lomo, asada sobre la parrilla en las ascuas de la candela, era un rito sagrado de fe.
Y era realmente una profesión de fe, porque ya sabéis, que en tiempos de la Inquisición, la delación era algo cotidiano, cada cual espiaba posibles faltas en sus envidiados u odiados vecinos y enemigos, deseoso de cogerlos en algún desliz que pudiera interesar al tribunal. En 1502 fueron expulsados del país los moriscos que no quisieron abrazar el cristianismo, por no comer cerdo, el jalufa –tocino- entre otras cosas, y las mezquitas fueron convertidas en iglesias. Casi todos prefirieron representar la comedia de la conversión antes que perder sus bienes. Y como la iglesia no tenía el suficiente clero como para instruir tanto catecúmeno infiel, los estabularon en las iglesias y los bautizaron con escobas mojadas en agua bendita. Y a pesar de todo siguieron sin comer cerdo, o sea, jamón, lomo, tocino asentado, con betas, montadito en un trozo de pan,…e ibéricos, por supuesto. Ellos que se lo perdieron por no ser unos marranos como nosotros –bendito disfemismo- y nosotros que lo ganamos poniéndonos de guarro hasta las orejas.

Incluso no querían aprender el castellano por eximirse de rezar nuestras oraciones, lavaban a sus hijos para quitarles la señal del bautismo, y seguían celebrando sus bodas y zambras con más o menos cautela.
Escudriñar la tara en el honor del vecino se transformó en rutina; la difamación en hábito; el miedo al qué dirán, en una obsesión. La sangre de los infieles estaba infectada de un virus moral de difícil erradicación. Incluso la pureza de sangre se extendió a la leche, pues las amas de cría habían de ser de viejo linaje cristiano y no de execrables infieles. Y además, los judíos, que olían, según dicen, muy mal, se desprendían de esa fetidez bebiendo sangre de niño cristiano sacrificado, como el célebre caso del Niño de la Guardia. Preferían esto a comer carne de cerdo infiel. ¡Caníbales, antropófagos! ¡Habráse visto tal despilfarro de niños cristianos habiendo tanto cerdo! Pero no hay mal que por bien no venga; así tenemos más para nosotros que somos cristianos viejos.
En Llerena (1579), la Inquisición informa que por falta de médicos cristianos viejos, las autoridades de la ciudad habían nombrado galeno oficial a un “médico que ha estado preso en esta Inquisición por judaizante tres años y medio”. Se extendió el rumor de que los judíos se hacían médicos para tener mayores oportunidades de realizar sus hechos nefandos. En Extremadura, según una polémica escrita en 1500 aproximadamente, de todos los conversos, “apenas si había algunos que fueran verdaderos cristianos, como es bien sabido en toda España”. (Hª de los Heterodoxos, de M.M.Pelayo)
Así que el que quisiera mantenerse libre de sospecha, es decir, todos, no sólo tenía que ser cristiano legítimo, sino además, parecerlo, es decir, lucir su atuendo más descuidado los sábados – ya se sabe, al revés que los judíos, que en el día del sabaht, se ponían emperifollados de arriba abajo y no daban un palo al agua - y, sobre todo, comer cerdo. Y si los de La Granja de aquella época oyeron que en Hornachos, una floreciente ciudad, casi enteramente morisca, que contaba con una población de cinco mil almas, eso sí, impías, y que porque no querían comer tocino tuvieron que emigrar casi en su totalidad a Marruecos, pues no señor, nosotros comimos y nos quedamos. La ingesta pública y notoria de carne de cerdo era casi un salvoconducto para que el Santo Oficio, La Suprema, no les tocara ni un pelo.
Es increíble que ciento cincuenta años después de desaparecer la Inquisición, perdure en esa vieja conciencia atávica que poseemos, la costumbre de matar un cochino a la luz pública. Son las reminiscencias del pasado.
Los más atrevidos de los presentes en la matanza, no esperaban, para probar las chichillas, a que la lengua del bicho hubiera pasado el pertinente examen de triquinosis por parte del veterinario. Si había sido alimentado con productos sanos, ¿había lugar a la espera para arrimar un torreznillo a las ascuas de la candela y zampártelo con un cacho pan? Algún caso habría con triquina , pero yo no lo oí nunca.
Sólo algunos detalles más en lo referente a la matanza: qué bien olían las aulagas que chamuscaban las cerdas del animal manejando la horca para llevar las aulagas de una parte a otra del bicho para churrascarle la pelambrera. Y calentito, afeitarle las cerdas con aquellos cuchillos de filo desgastados por el uso; y quitarle las pezuñas, incandescentes todavía, retorciéndolas con la ayuda de un viejo saco de yute; y sacarle la vejiga para que los zagales, a porfía, pudieran inflarla sin que te diera ni pizca de asco ponerte aquello en la boca; y extraerle las mantecas, y con la piel fabricarte una zambomba para dar la tabarra a los vecinos en Navidad, cantando villancicos a cuenta del aguinaldo. Aquellas Navidades tan alumbradas con las calabazas descarnadas convertidas en monstruos iluminados, sujetas con cuatro guitas, paseándolas calle arriba y calle abajo. Y los jachones – de hacha - que portábamos con aquella alegría y bullicio desenfrenados, en un retroceso a nuestra edad media, antorchando e iluminando las calles con aquellos haces de gamonitas que íbamos a buscar a la sierra o que te las traía cualquier vecino dispuesto a granjearse a toda la muchachada. Y los jumeones hechos con aquellos trapos grasientos, de limpiar las máquinas de la fábrica de los Ruiz y de Ariño, preparadas en forma de bola, atada con un alambre, y que volteábamos haciendo circunferencias ígneas en horizontal, en vertical, haciendo ochos…hasta que consumido, se convertía en un puñado de cenizas, llenando de chispas y pavesas la calle.
Y el aguinaldo no era privativo de los muchachos, no señor, no. Que yo recuerde, Sota, que habrá enterrado él solo a la mitad de los yacentes del cementerio, pasaba por las casas ofreciendo una estampilla para tal fin; Arsenio, pregonero de trompetilla dorada, y del cual decíamos los zagales que tenía media cabeza de plata, también felicitaba en esas fechas de aguinaldo; y el cartero, con aquella postalita con el dibujo de un repartidor de cartas vestido de azul, con gorra de plato y la cartera al hombro. Seguro que habría otros aguinalderos, pero la memoria es flaca y no sé cómo engordarla para recordar. Casi siempre caía algo, a pesar de la miseria en la que nos movíamos.
Y del afilador, ¿no te acuerdas? Pero no éste de ahora con su coche, que lleva grabado en una cinta de casete el sonido del flautillo sonando a puro metal. Me refiero al otro. Aquél que recorría caminos y calles amolando los soles y las lluvias; que arrastraba aquella máquina de una rueda con aro de hierro, entallada en un armazón de madera, provisto de dos brazales con empuñadura para transportarla por las calles llenas de guijarros. .
- ¡Viene el afilador por la carretera de la estación!-
Casi seguro que ha llegado en el tren de las diez y media que procede de Pueblonuevo. Al pasar frente a las escuelas, suena el límpido sonido del caramillo, mientras una pareja de tordos enamorados chirrían en los alambres de la luz y un galgo con tanganillo al que se le remarcan las costillas de puro famélico, pasa lentamente por la mitad de la calle. Por cierto, una pregunta, ¿los perros entienden? Porque yo creo que tienen algo de conocimiento, pues a veces, a Nuka, mi perra, le hablo y se me queda mirando fijamente a los ojos con una pose que, según qué le digo, denota asentimiento, total acuerdo y en otras ocasiones me da la impresión de que me toma por gilipollas sin saber porqué. A ver si Lorenzo Gala –la autoridad - o Paco Roca – el Ayuntamiento andante- me lo explican. Porque cuando la Nuka me dice gilipollas, yo sé que en el fondo no lo piensa, lo afirma con su actitud. Hablando del rey de Roma, mírala, aquí viene y sin más miramiento se me pone encima de estos papeles y me lengüetea las manos, acto que detesto absolutamente y que hace que me levante en estos momentos a lavármelas. Otra pregunta ¿por qué me lame las manos? Se me va el santo al cielo y he cortado la secuencia.
De la casita de verjas, frente a la escuela, sale una señora con unas tijeras y un cuchillo. El afilador engancha una polea de cuero al rodillo de la amoladora, e impulsa con un pie el pedal plano y largo que mueve la manivela de la rueda motriz. El cuchillo suelta chispitas amarillas que caen sobre el dorso de la mano un tanto enrojecida y sin vello del afilador. Finaliza la operación alisándolo en una piedra pulida y desgastada, y prueba el filo del cuchillo pasándole suavemente el pulgar. Da un tajo a un trozo de suela de goma rebanándola en seco. Afila las tijeras y se cerciora de su afilado cortando un trozo de tela que tiene dados cien tijeretazos que forma como un fleco en todo su alrededor.
Ha terminado. Recoge la polea y sigue su deambular camino de la plaza. El caramillo, el flautillo, rompe el silencio de la calle. Son las once de la mañana. El griterío de los muchachos en el recreo se va apagando. Plácido lleva el reloj, que se ha sacado del bolsillo del chaleco, en la mano. “Es la hora” y anda amonestando, con malas pulgas, a los rezagados en el juego. Se acerca amenazante a un grupito, y salen todos de un respingo, dándose con los talones en el culo y salpicándose las pantorrillas con el agua de los charcos.
Y de los pobres, ¿no te acuerda? Esos soldados de la miseria empapados de soles en verano, de lluvias en otoño y de heladas en invierno, arrastrando sus desdichas, sus estrecheces, su indigencia por los caminos de su propia miseria. Camina uno de ellos a paso lento, cansino como los andares de los burros, calle abajo del barrio Cuenca. Va descalzo, pies renegridos, unos calzones amplios sujetos por una cuerda como cinturón. Se rasca la revuelta y mugrienta cabeza con saña y desesperación, con fuerza, como si quisiera ararse el cuero cabelludo con aquellas uñas de gavilán, enlutadas de puro negras.
Lleva una talega colgada al hombro, no se sabe bien de qué color fue y una vara, aún verde, terminada en horquilla, que le sirve de apoyo.
- Una limosnita, por amor de Dios – suplica, implora más bien, en esa compañía irremediable de sus pulgas y de sus piojos.
Y siempre el mismo latiguillo, despertador de conciencias, de puerta en puerta. Recordad que los que socorrían a estos menesterosos, tenían abiertas las puertas del purgatorio. Y eso no era nada desdeñable en absoluto, pues arde aquello como el mismísimo infierno, parece ser.
Al llegar a la esquina, gira el pordiosero por la calleja del Tío Lucas, y pasando por la calle Carnera coge el camino del tejar de Elías, al amparo de los cobertizos y se echa indolente, como si tuviera todo el tiempo del mundo, sobre un par de sacos llenos con paja del almiar.
Es noche clara. Un rayo de luna ilumina el cobertizo y el perro del Cano de la Elia ladra a las silentes estrellas contestando a los ladridos de otro más lejano. Se oía nítidamente el croar de las ranas de las, en aquel tiempo, claras, limpias y finas aguas de los joyos, donde las aneas se miran altivas en los espejos del remanso. Al fondo se recorta la mole oscura de la sierra de la Grana que, estoica, escucha el silencio de los chaparros, de las aulagas y las retamas. El pordiosero, el pobre, se duerme arrullado con la nana estridente de los grillos.

A. Fernández Bozano

martes, 10 de marzo de 2009

MÚSICA DE EXTREMADURA

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LITERATURA EXTREMEÑA

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WEB DE GRANJA DE TORREHERMOSA

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PUEBLOS DE EXTREMADURA

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PLANTAS DE EXTREMADURA

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BIBLIOTECA DE EXTREMADURA

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HIMNO DE EXTREMADURA

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lunes, 9 de marzo de 2009

LA BODEGA DEL TÍO SERAFÍN

LA BODEGA DEL TIO SERAFÍN

La familia de mi padre vivía en Nogales. Desde muy pequeño me pasaba temporadas que duraban meses con mis abuelos. Hubo un tiempo en el que mis cuatro abuelos residieron en el mismo pueblo. Mi abuelo Ricardo, siendo guardia civil, fue trasladado aquí.
Mi primer recuerdo, era yo un bebé, ese recuerdo que queda grabado en lo más recóndito de tu cerebro sin saber porqué, se remonta allá en la época en que yo tenía trece meses. Sé que tenía esta edad no porque yo en sí supiera que tenía esta edad, sino porque rememorando alguna vez este recuerdo a mis padres, teniendo en cuenta la fecha en que murió mi abuelo Antonio, tenía esos meses de vida. El hecho de ir a menudo a Nogales, también influiría notablemente en mantener grabada la imagen.
Mi abuelo Antonio, bata blanca, bastón de puño de plata, se pasaba la mayor parte del día en la botica. Cuando daba un paseo por el largo zaguán, tenía la costumbre de sentarse en un diván sin respaldo y sin brazos que, situado a mitad de pasillo, le servía de descanso. Estaba el diván sobrecubierto por una colcha roja con lunares blancos. Allí se sentaba y me cogía en brazos sobre sus piernas mirándome sonriente a través de aquellas gafas de redondos cristales y de patillas metálicas flexibles. Con estos abuelos y entre tantas tías aún solteras, yo era el centro de atención. Aún más, el hecho de ser el primer nieto llamado Antonio, como mi abuelo, supuso una disposición especial de mayor miramiento. Por otra parte, tenía allí a mi primo Antonio con el que me llevaba extraordinariamente bien. Siempre estábamos juntos y no íbamos el uno sin el otro.
El padre de mi primo, Serafín, regentaba un negocio bodeguero. Fue un negocio próspero durante muchos años. Después, o no quisieron o no supieron, les faltó adaptarse al nuevo sistema de embotellamiento que requería el momento, y el negocio ha ido a menos hasta casi su total disolución. Pienso yo, pues a decir verdad, hace tiempo que no voy por allá.
Tenía el tío Serafín una bodega donde se pisaba y se prensaba la uva. Llegada la época de la pisa, allí estaban los Antonio dispuestos a descalzarse y meterse en el lagar a pisar, a estorbar más bien, diría yo, con esa visión de la cosas en la lejanía, los arracimados granos de uvas. El dorado mosto salía por el caño en un permanente chorro que llenaría pausadamente la cisterna donde fermentaría el dulce jugo. De vez en cuando un vasito en el que bebíamos todos los presentes y que se llenaba al rumoroso caño del lagar. Durante los días de la pisa, mis intestinos desalojaban sin el menor esfuerzo aquello que necesariamente había de ir fuera. Tal cantidad de mosto ingeríamos, que llegada la hora de comer, nos embargaba la inapetencia más absoluta.
Todo el interior de la nave estaba rodeada por gigantescas tinajas que llegaban hasta el techo, barriles de viejo roble, cubas y toneles dispuestos al tresbolillo uno encima de otro, que servirían para el trasvase, fermentación y envejecimiento.
Cuando mi primo y yo nos cansábamos de pisar uvas, nos lavábamos los pies en un barreño de hojalata, y enfilando la carretera abajo a paso de podenco, nos íbamos a otra bodega situada a las afueras del pueblo. Era un corralón de amplias naves dispuestas para el envejecimiento del vino y cuya parte superior estaba dispuesta para palomar. En las paredes, multitud de cajones donde anidaban las palomas que, en viendo a los invasores de su tranquila estancia, daban en desbandada de ruidoso aleteo a través de los ventanales. Subíamos al palomar por una larga escalera que siempre permanecía adosada a la pared. Nuestra misión era curiosear los huevos de los nidos, así como coger en nuestras manos los desplumado pichones que abrían desmesuradamente la boca aún con chijarreras amarillas. Por el suelo del palomar anidaban los pardales de cuyos nidos latrocinábamos los huevecillos de los que absorbíamos con fruición su interior. Previamente, mirabas, no fuese que ya estuviera empollado el huevecillo y te sorbieras un pollico de pardal. ¡Cuántos pajarillos volanderos hemos asado en parrilla al rescoldo de una ligera candela!
Por la tarde, después de finalizadas las tareas camperas, los hombres solían ir a tomarse unas copas a la bodega de arriba. Había por allí, dispuestos al afecto, largos bancos sin respaldos y banquetas de madera con una ranura en el asiento lo cual facilitaba el transporte de un lugar a otro. El encargado de servir en la bodega era Tirilla. Delgado, fibroso, de paso ágil, oído fino, movimientos rápidos.
- Tirilla, una de tres cuartos.
- ... una entera.
- Tirilla, una media.
Allí charlaban, allí discutían y se fumaba empedernidamente liando con parsimonia en un papel de librito Jean, con deleite, el negro tabaco guardado en la sobada petaca. Con igual lentitud, sacaban el mechero, desliaban la mecha de fuerte color naranja, le daban una colleja a la negra y estriada ruedecilla, y la chispa saltaba encendiendo el carbonizado extremo. Con suave soplo aligeraban la incandescencia, y sin prisas, prendían el cigarrillo cuyas primeras volutas impregnaban el ámbito de azul.
Otros, se entretenían jugándose pequeñas apuestas al hoyo. Ese juego que consistía en meter no sé cuántas monedas negras de perra gorda, en un agujero de poco más diámetro que el de las monedas, enclavado en el suelo y a cierta distancia delimitada por una raya. Mientras tanto, iban bebiendo todos en el mismo vaso acompañándose con un aperitivo de queso de oveja que alguno traía liado en un papel de estraza, cortado a yescas al instante a filo de navaja campera. Altramuces, para la gran mayoría.
Al llegar la noche, oscurecida la tarde, Tirilla iba encendiendo los negros y mugrientos candiles que colgaban en la pared y algunos carburos que reposaban dispuestos sobre unas repisas. El carburo era un artilugio de cinc en cuyo interior se ponían unas piedras de este mineral en agua, la reacción desprendía el gas que salía por una boquilla horadada por un fino agujero. Al contacto con una llama quedaba encendido. La estancia así, quedaba iluminada por varios puntos de luz.
El carburo nos servía también para uno de nuestros juegos favoritos. Mi abuela, después de la muerte del abuelo Antonio, convirtió la botica en una tienda de comestibles mayoritariamente. También vendía carburo que venía dispuesto en unos pequeños bidones metálicos. Me guardaba unos cuantos de trozos en los bolsillos, y con una botella de agua, nos íbamos a un campo cercano a la carretera. Disponíamos de una lata de conserva a la que previamente la habíamos agujereado un orificio en la base con un clavo. Abríamos un hoyuelo en la tierra del diámetro de la lata y lo llenábamos de agua. Poníamos el carburo, y al momento, hecha la reacción química, tumbado en el suelo para evitar percances no previstos, aproximaba una cerilla al agujerito de la lata, y salía disparada hacia arriba como un obús. Una de las veces en que no retiré la mano con suficiente rapidez, me dio tal golpe, que tuve el pulgar varios días hinchado, pero el único que me enteré fui yo. Faltaría más. A partir de entonces ya tuve más cuidado.
Tirilla, va cobrando al contado el importe de las distintas consumiciones. Se mete la mano en la faltriquera sacando un montón de chatarra, y le da el cambio a un vejete, con boina calada y chaqueta de pana, que guiña un ojo molesto por el humo del cigarrillo que le cuelga entre la húmeda comisura de los labios.
Antonio Fdez. Bozano

martes, 10 de febrero de 2009

LA POSÁ DE L´ANTONIA

LA POSÁ DE L’ANTONIA
Las casas de huéspedes recibían el nombre de fonda, posada y mesón cuando pertenecían al vecindario de aldeas y ciudades; el nombre de fonda se reservaba para las hospederías mejor acomodadas y de más distinción, y el de venta, para la que en los despoblados, alejados de los vecindarios, servían de albergue a transeúntes y viajeros. Existían además en las ciudades figones públicos, en los cuales se suministraba el único plato del día, que solía consistir en sopa y un trozo de carne, servido en sencillos comedores privados; se servían estos platos en un cuarto viejo en una mesa larga, en medio de la cual había un cuchillo, sujeto con una larga cadena, para que pudieran utilizarlo los que estaban sentados en los extremos y no pudieran llevárselo;o bien se ponían a la venta, en plena calle, la humeante olla podrida, en grandes calderos de tres patas. Aquí era donde se reunían aquellos allegadizos huéspedes de las más diversas clases sociales, para remojar el pan seco en las escudillas colmadas y dispuestas rápidamente a cualquiera indicación. Los relatos de la época están plagados de las más acerbas quejas contra el estado deplorable de las hospederías españolas en las décadas del Siglo de Oro. Las ventas eran paraderos públicos desmantelados, de un primitivismo oriental. ( “En las carreteras se topa a veces con una casucha de miserable aspecto, provista de una mesa no mal acondicionada, pero en la cual no hay nada de que echar mano. Si alguno toma asiento, aunque sólo sea por aliviarse un poco de las fatigas del camino, tiene que pagar solamente por eso al hospedero, aunque no haya encargado nada de comer o beber, seis maravedíes por la posada y sin recibir palabra de cortesía, ni deferencia” ),-J.W.Neumair, Viaje por Italia y España-.
En la fondas de las ciudades se proporcionaba al huésped cama, sal, aceite y vinagre, pero todo lo demás tenía que procurárselo el viajero por su cuenta y razón.
El mesonero mentiroso y trapisondista pasó a ser un tipo novelesco y su nombre se tomaba en el lenguaje popular como sinónimo de ratero o catabolsas, de ahí el refrán “Nadie sería mesonero si no fuera por el dinero”.
El término de venta tiene su origen, según la etimología popular española, en el hecho de “ vender gato por liebre”, y de ahí se dio en llamar venta al punto donde casi siempre se vendía el asado de gato como si fuera de liebre.
El ser ventero o mesonero era profesión poco honrosa o considerada para los españoles de los siglos XVI y XVII, y por eso se relegaba este oficio de ordinario a la actividad de italianos, moriscos y gitanos. El ventero inmortal del Quijote perjuraba en Dios y en su ánima que, a pesar de ser ventero, era un “viejo cristiano rancio”. Gracián, sin hacer distingos ni atenuaciones, denominaba a los venteros, en El Criticón, con los apelativos de “farsantes”, “alcabaleros” y “altra símile canalla”.
Los viajes se hacían, a no ser la gente de palacio y las familias nobles, exclusivamente a caballo o en mulo y resultaba, como puede colegirse, muy incómodo. “Es cosa cómica ver al español pasearse en su macho, la mayor parte de las veces sin daga, ni botas ni espuelas, llevando a las ancas a sus criados, y delante de sí un mundo de maletas, cajas, cofres y sombreros, que impedían en absoluto ver la calle”.
Entre las ciudades de aquel tiempo, tres llevaban la primacía “hotelera” por su tipicidad e importancia: Toledo; Madrid, residencia de la corte y emporio del teatro y Sevilla, la siempre floreciente y juvenil Sevilla, la metrópoli del comercio y circulación mundial, la ciudad dichosa que sentía la alegría de vivir.
Ya sé que cada cuál es muy libre de hacer de su capa un sayo. También entiendo que las circunstancias, a veces, marcan el camino y que, el señuelo de la imponderabilidad, de la modernidad, de la comodidad, del ahorro y una cierta displicencia hacia aquello que es historia y cultura local, han hecho desaparecer elementos tan propios, tan pertinentes a nuestras vidas, a nuestro entorno, que ante la ausencia de los mismos, ha sido como si de una amputación traumática, violenta, se tratara, hiriéndonos en lo profundo de las entrañas ese desgajo que te deja siempre un vacío que perdura a través de los años. Uno de esos elementos que pervive en la memoria colectiva y deambula como un fantasma alrededor de la torre, es la desaparecida posá de l’Antonia.
Enclavada en la que hoy es una doble vivienda - Víctor Alvarado y Juanito Ramírez- en el fondo de la plaza, en el ángulo oscuro, de su dueño tal vez olvidada, veíase la posada, parodiando toscamente la rima de Bécquer. Era la posada el arpa que acompañaba con su rasgueo una morisca melodía interpretada en baile por la esbelta silueta de la torre en el marco de un cielo azul.
Era de estilo herreriano, de una combinación académica austera de alineamientos y relieves, con dos ventanas salientes en la fachada, del mismo estilo, si mal no recuerdo. Cerraba la entrada una ancha puerta de cuarterones en una de cuyas hojas se abría un postigo con un tirante de picaporte, postigo siempre abierto o entornado, como un alminar, en el cual se voceaba pidiendo entrada franca. La respuesta a esta petición de entrada era siempre la misma: “Quita el picaporte y dale una patada abajo”. Eso mismo hago yo en mi casa cuando por razón de las lluvias, las puertas se hinchan y quedan encajadas. No hay mejor sistema, es total y absolutamente expeditivo y práctico.Lo normal es que la puerta estuviera abierta y, es por esto, que un muchacho, aprendiendo a montar en bicicleta, cogió la cuesta abajo de la plaza y, franca la puerta, pasó con el velocípedo del primer cuerpo de casa al quinto, sin permiso y sin que nadie se lo impidiera, hasta estrellarse en el brocal del pozo enclavado en el corral. -“Parece que ha pasado un muchacho en bicicleta”- dijo el Moñi, mientras se llevaba la cuchara a la boca.
Al entrar, a mano izquierda, había una sala grande con una mesa, sillas y un aparador. En las paredes, unos cuadros con la pátina del tiempo y cagados de moscas. A la diestra de la sala se abría una puerta con visillos que daba entrada a una habitación más profunda.
A la derecha estaba situada la sala chica. Imagino, porque no lo sé, que aquí, l’Antonia, tendría una camilla con brasero en el invierno donde haría ganchillo las tardes que su trabajo le dejase libre, entre los crujidos de sonoras carcomas.
Un largo zaguán empedrado desde la entrada hasta el corral, con los laterales de baldosas rojas repintadas y brillantes, daba entrada, más hacia dentro, al salón comedor donde comía la tribu de los Ramírez alrededor de una olla de regimiento. Una campana servía de escape a los humos que producía la candela donde bullían los garbanzos, a fuego lento, al lento borbollón de un puchero de arcilla vidriada, con las huellas dactilares del alfarero estampada en los bordes, apoyado en los rescoldos. Un día, estando comiendo la tribu, unas gallinas picoteaban por la sala las migajas que caían. Entró un perro por la puerta, como Pedro por su casa, y las asustadizas gallinas, visto al intruso, se alborotaron - no hace falta mucho para que estos necios plumíferos se asusten- digo, que se alborotaron y dieron de estampida en vuelo corto, dando una de ellas, de pechuga, en la fuente de la comida. ¡Vaya estropicio “gallinovolatinero” que se armó!
En el zaguán, unas cantareras de mampostería con dos cántaras de barro rojo, rezumantes de agua fresca por sus poros, y un vasar en la parte superior que servía de apoyo a algunos vasos y platos. En un cuarto oscuro, tinajas de vino y agua.
Era una casa, larga y ancha, de cinco cuerpos, con techos de alfargías y ladrillos pintados de rojo. En el tercer cuerpo, una escalera por donde se subía a un doblado, que en tiempos de lluvia - en casa del herrero cuchillo de palo- era una pura gotera. Fernando, con ese humor que siempre le ha caracterizado, subía al tejado con el paraguas, mientras que el Moñi le indicaba golpeando con el palo de una escoba, desde el doblado, dónde chorreaba el agua, que caía a borbotones en el cubo que ya había puesto l’Antonia.
En la cuarta estancia, una cocina pequeña con una pajera para servir prontamente paja a las caballerías, y a continuación, las cuadras, caballerizas y el corral. Aquí había un retrete por donde pasaba el albañal; debía ser tan ancho, que un día se cayó un cochino y tuvieron que ir a buscarlo al Pozo Nuevo. El retrete, parece ser, era un enclave animalesco, pues allí, además, anidaba una gansa que realizaba sus pertinentes posturas. Vive y verás.
A l’Antonia no le venía de nuevo su oficio de posadera. Ya su abuela Inés había regentado una posada a principios del siglo XIX, mientras su abuelo Juan, sentado fuera en un sillón, con un látigo, ahuyentaba los perros que se acercaban al olor de la olla podrida.
Recuerdo, que de niño, la posada era el lugar donde pernoctaban los arrieros, merchantes, diteros, aceiteros, sogueros, que recrean en mi memoria una bella, vieja y perdida estampa que no volveré a ver. Los que venían con bestias, era frecuente verlos dormir, durante el verano, a la puerta, sobre jergones y aparejos, al tiempo que los animales descansaban y comían dentro.
Nació l’Antonia en Granja en 1898, en el tiempo de aquella grandiosa generación de indeleble influencia literaria, y murió en 1969 en goce de Dios. Era una mujer arriscada, con una leve sonrisa en el rostro que hacía que te acercaras y te recibiera con cariño. Peinaba un moño entrecanoso de estilo praxitiliano, que dejaba la cara,de un color moreno natural, al descubierto y despejada. Un alma caritativa que nunca supo decir que no a las exigencias vecinales, a los menesterosos, que acuciados por el hambre, se acercaban por la “posá”; a los enfermos sin cuidados familiares no era difícil verla llevar un caldito para reponerlo en la medida que fuera posible. Mujer de misa de alba al segundo toque y asidua a la misa de la Adoración Nocturna donde encendía el incensario con los rescoldos de la candela. En pos de la luz, la vida lo va llenando todo como en una resurrección activada por el sol; antes que el cántico de los gallos y el son de las campanas y las carraspeadas toses de los hombres, lo que se percibía, lo que denunciaba la existencia de la posada, era una ventana iluminada por una bombilla de quince bujías y una sombra que se proyectaba sobre la pared. L’Antonia comenzaba su trajín y así continuaría hasta bien entrada la noche.
Veintidós partos no todos logrados. En uno de ellos dio a luz dos niñas siamesas unidas por el vientre. Un caso por el que toda la Europa médica se interesó. Una era rubia y la otra morena; una, tenía los pulmones, la otra, el corazón; una, riñones, la otra el hígado; la una defecaba, la otra orinaba. Un caso de difícil solución médica en el que el desconocimiento de la época impuso un final poco feliz.
El día que entraron las Fuerzas de Queipo de Llano en la Granja, l’Antonia también estaba de parto. Parió un niño que ya, de nacimiento, venía con una pulmonía doble. El Parte Militar del día dejó constancia del hecho y de la ayuda necesaria en medicinas para su curación.
Por entonces, sesenta años atrás o más, había un rapsoda, un coplero, un poeta popular, Manolito el de la Cecilia, que tenía ciertas artes para satirizar los asuntos puntuales del pueblo. Mirad ésta que refleja la hambruna que se pasaba en aquel tiempo y cómo un determinado día, hartándose de patatas guisadas y huevos, que dudo que fueran fritos, compuso:
“Como el hambre me devora,
me puse ayer como nuevo.
¡ Qué buenísimas las patatas,
qué riquísimos los huevos!”
O ésta dedicada a Ramón Cano, el Zorrito, estando jugando a las cartas en el casino de Luciano:
“Te fuiste a la Granjuela
por librarte de la aviación.
Por el hambre que pasaste
te compadezco, Ramón.”
Manolito era por entonces una especie de amanuense o gestor que, entre otras cosas, se dedicaba a rellenar papeles, instancias, etc., a la gente. Dada la incultura de entonces, cualquiera que supiera leer y escribir estaba capacitado para ello. La coplilla que a continuación detallo le costó caro. Algún dime y diréte tuvo que tener con el comandante de puesto de la Guardia Civil para componer ésta:
Del comandante de puesto
estoy muy agradecido.
Esa persona tan buena
no tenía que haber nacido.
Dada la represión de la época, dio con sus huesos en la cárcel. Allí estaba l’Antonia para llevarle un poco de comida y no se acordara de las patatas, de los huevos y de la madre que parió al comandante de puesto. Aún la recuerdo, ya mayor, con su moño, su vestido negro, mangas remangadas hasta los codos, sonrisa abierta, a la puerta de la Posá,darle yo las buenas tardes y contestarme con un “adiós, niño”. Su recuerdo tiene para mí el tono de una estampa sepia, desvaída, como si hubiera salvado siglos desde entonces. Un pasado que hace nostálgico el tiempo ido, desacreditado por los actuales aconteceres, y al que quisiera volver, aunque la distancia y el desvaimiento le den la atrayente realidad de los sueños.
En lo alto de la iglesia, en uno de los ángulos que coronan la picota, hay un nido de cigüeñas. Los reverberos del mediodía elevan al cielo un brindis crepitante de luz y crotoraciones de las zancudas, pero noto la ausencia, plaza abajo, de la Posá de l’Antonia.