jueves, 22 de septiembre de 2011

LOH JOYO

LOS JOYOS
Si Cartago fue destruida, se debió casi exclusivamente a lo pesado que era Marco Porcio Catón.
Tras la segunda guerra púnica, Cartago se sometió absolutamente a su derrota, pagando enormes tributos y cumpliendo las rigurosas condiciones que sus vencedores le impusieron.
Pero Catón tenía entre ceja y ceja que Cartago fuese destruida. ¿Por qué?
- Aníbal le obligó a retroceder por toda Italia.
- Sabía de la resistencia de los cartagineses.
- Tenía miedo que Cartago se rehiciera nuevamente.
Como el Senado le mandó que hiciera un estudio sobre el rearme enemigo, viendo la capacidad militar que habían adquirido, sintió miedo y al comparecer en el Senado se limitó a decir: “Delenda est Carthago”(Hay que destruir a Cartago).
El Senado en pleno se rió en sus barbas y nadie le tomó en serio.
Pero Catón perseveró en su idea un día sí y otro también:”Delenda est Carthago”…Y siempre que dictaminaba sobre cualquier asunto en el Senado, terminaba diciendo: Tal es mi parecer sobre este asunto y también hay que destruir a Cartago, así durante cinco años uno detrás de otro. Y con no recuerdo qué pretexto declararon la guerra y vencieron nuevamente a Cartago en la tercera guerra púnica. Así por lo menos se quitaron al pelma de Catón con el dichoso estribillo.
Con muchísimo menos motivos hemos ido destruyendo imágenes que aún persisten en nuestra memoria.
Hace años, mis recuerdos se tornan a la infancia, había un lugar, a la izquierda camino de la carretera de Cuenca, donde croaban con insistente monotonía miles de estáticas ranas en las noches calientes de verano.
Las rutilantes estrellas hacen guiños en la lejanía del espacio. La límpida atmósfera y la oscuridad del firmamento, sin luna que la empañe, hace visible la blanquecina vía Láctea como una autopista de miles y miles de puntitos luminosos parpadeantes.
En la vertical de las estrellas, sigue el croar de las saltarinas ranas que se zambullen asustadizas en las claras aguas ante el paso sigiloso de los intrusos, que linterna en mano, osan enturbiar la paz y sosiego del entorno. Las zambullidas se oyen en el silencio y a cada paso un número variable de batracios se sumergen en un audible chapoteo. Las ranas en las charcas de los Joyos eran casi todo pulmón, por eso eran tan vocingleras. Antiguamente, con su continuo ruido, fueron capaces de despoblar una ciudad francesa, según narra Varrón. Totalmente el caso opuesto, según nos cuenta Plinio, en la isla de Scrifo son absolutamente mudas. Por eso se dice de uno que calla siendo gran hablador, que es una rana escripia. Después de 250 millones de años, las ranas, que fueron los primeros anfibios en salir del medio acuático, están en peligro de extinción. No las volveremos a ver en los Joyos, “deleta fuerunt ranas”.
Por caminos y veredas se oyen nuestras pisadas, las de mi amigo Antonio Quintana que estará riéndose allá entre las estrellas, y las mías, sobre las secas avenas locas. Dirigimos los pasos hacia uno de los joyos de orillas suaves. En los bordes, henchido el pescuezo y ojos saltones ante el foco de luz de aquella linterna construida con dos desgastadas pilas gigantes de teléfono que me construyó Antonio G. Coleto – el del Secretario – aquella misma tarde, ensambladas y atadas a una ligera tabla de una caja de sardinas. Aquellos monstruos de pilas de más de un kilo cada una necesitaban sujeción. La verdad es que no sé muy bien dónde se ponían aquellas descomunales pilas. Bueno, sí, servían para alimentar la centralita de teléfonos que atendía María Bea. Con el mismo procedimiento de artilugio fui con Coleto a la alameda de Archidona a matar gorriatos. ¡Qué puntería tenía el tío con la escopeta de plomillos!
Me he ido por los cerros de Úbeda con la alameda donde tanto pájaro pernoctaba. “Delenda est Archidona”.¡Lástima! Un tesoro más ya destruido.
Iba diciendo que las ranas, a la luz de la linterna, quedaban extasiadas ante el foco, quietas, estáticas, inmóviles ante nuestra pesquisa. Con una tabla preparada ad hoc fuimos dando palmetazos a cada una que veíamos. Yo era la primera vez que iba a tales menesteres, cargados cada uno con nuestros nueve añazos. Bueno, a decir verdad, si menester se aplica a aquello que es necesario, no era tal. Dejémoslo en simple divertimiento y ganas de pasar el rato en una temprana noche veraniega. Antonio Quintana debía ser un experto; tablazo que daba, rana al saco. Por mi parte, no sin cierto asco al contacto con los bichillos, me encargaba de recogerlas teniendo cuidado, con aquellas que tenían las vísceras fuera, de asirlas por una patita y echarla en su sitio.
Cuando ya tuvimos cincuenta o sesenta, recogimos los achiperres y nos fuimos de vuelta pal barrio Cuenca. Ya estaba la gente sentada al fresco haciendo corros más o menos numerosos en animada charla, unos sentados en el umbral y la mayoría en sillas, que vaya usted a saber si el asiento de aneas procederían de los mismos Joyos. Aquellas aneas que estoicas se reflejaban en las claras aguas de lluvia, vigías silenciosos ante la altiva mirada de los cipreses del cementerio.
¿Dónde están los Joyos, Dios mío?
¿En qué ha quedado paraje tan vistoso?
“Delenda est Joyos”: se consiguió y me duele de corazón.
No puedo sustraerme en mis estancias en el pueblo de visitar, paseo matutino o vespertino, aquel espacio de mis vivencias de infancia. Los muchachos del barrio Cuenca, en época estival era el lugar idóneo para darnos un baño tal como nuestras madre nos parieron, es decir, en porretas y sin ninguna hoja de parra que cubriera nuestras vergüencillas, por lo poco que se “veían”, naturalmente. Para mí el agua no es santo de mi devoción y procuraba no adentrarme mucho, más por las bromas de las ahogadillas que por otra cosa. Me ponía de los nervios que me metieran la cabeza debajo del agua y que me faltase el aire. ¡Qué berrinches, Dios santo!
También era buena el agua de los Joyos para lavar en casa. Recuerdo que había una moza, en casa éramos una familia numerosa y hacía falta ayuda, que entre sus cometidos estaba el ir a los Joyos con una garrafa de aquellas forradas con caña trenzada, y transportarla en la cabeza apoyada sobre una rodilla hecha de trapos, en perfecto equilibrio hasta casa. No recuerdo bien, pero el día de lavar, para llenar aquella panera o cucharro, supongo que se necesitarían más de una garrafa con el consiguiente paseíto de ida y vuelta. Entonces no teníamos coche. A mi madre aquel esfuerzo de la chica le parecería excesivo y a partir de un día dejó de acarrear agua y nos surtíamos del agua del pozo del tejar de Elías, el de Conducta, que daba justamente detrás de la puerta falsa de mi casa. Por allí tenía últimamente Juanito el de la Chon unas cuantas ovejas triscando pajotes en los alrededores del derruido horno motivado por la inexorabilidad del tiempo. Si el aire venía derecho, el humo que desprendía el horno, impregnaba la casa olorosamente a paja quemada.
Cuando era así, Elías avisaba con cierta sorna a mi padre diciéndole:
- Don Juan, cierre usted la puerta de la cocina que hoy quemamos.
Pues nada, a cerrar la puerta toca.
Por allí andaban, horca en mano, Elías y Celestino, echando la paja dispuesta en el cercano almiar por aquella boca de fuego. Me gustaba, después de una cocción de ladrillos, baldosas y tejas, amén de piletas de agua para las gallinas y los bolindres y figuritas que a mí me cocía, la escoria resultante de quemar la paja. Parecía piedra pómez de color grisáceo, pero más porosa y liviana.
De los Joyos salía la tierra que necesitaba para su trabajo. Con un carro tirado por un borriquillo gris jaspeado – el Rucho – el amigo Celestino transportaba la limosa tierra extraída a base de pico, azada y pala hasta el tejar donde la desterronaban, una vez aguada, a base de golpear el barro resultante con una barra maciza de hierro hasta dejarlo sin un grumo en sus entrañas ni en la superficie. ¡Con qué bríos golpeaban aquel montón de barro!
Con mi querencia a los Joyos imbuí en mis hijos la misma tendencia. ¡Las veces que los he llevado por aquellos andurriales!
¿Os acordáis de los galápagos tan hermosos que había?
Recuerdo que un verano los llevé con la idea de coger unos cuantos para tenerlos durante nuestra estancia veraniega en el patio. Tenía Leticia unos seis años y Tonacho unos cinco. A Marta y David los dejé con la madre, pues eran demasiado pequeños y no me fiaba de ninguno de los dos. Ojo avizor recorrimos distintas charcas y en un rato logré atrapar tres ejemplares y uno de ellos bien grande por cierto. Los entré en un cubo con un poco de agua hasta la hora de marcharnos. La idea era que mis hijos se dieran un baño, pero nanai de la china. Uno de ellos vio cómo se desplazaba sigilosamente una culebrilla de agua y ahí se acabó el baño. Ni dándoles una lección de biología a su nivel logré que pisaran el agua. Aquello era demasiado para unas mentes infantiles. Culebras, ni verlas, vamos. Así que cogimos el camino de vuelta con nuestros trofeos animalescos.
Llegados a casa, contaron a su madre la peripecia de la culebrilla con ojos como platos del bicharraco que habían visto, y como los galápagos tenían que comer se fueron como una exhalación a casa de su tía Carmen para que colaborara en el condumio de los bichejos con unos tomates de propia cosecha y una lechuga para alimentar a los nuevos inquilinos. Por allí por el patio dispusieron estratégicamente comida para los comensales sobre papel de un HOY atrasado. Pasados unos días, fueron averiguando algún otro tipo de comida para los animalejos.
Terminado el período vacacional yo no estaba dispuesto a llevarme a Hospitalet los galápagos de ninguna de las maneras. Así, que un par de días antes nos dirigimos a los Joyos para dejar en su hábitat a los galápagos que tan grata compañía nos habían deparado. No querían que los soltara. Les hice las observaciones pertinentes en estos casos y allá que nos dirigimos a la charca más grande, aquella que estaba más próxima al cementerio y tenía mayor profundidad. Bajamos la pequeña pendiente del terraplén y puse las tortugas cercanas al agua. Como un resorte emprendieron la huida hacia el agua salvando un pequeño desnivel y desaparecieron de nuestra vista. Vi que unas lagrimillas afloraron en sus rostros. ¡Bendita niñez! Deleti sunt galápagos.
Ahora cuando voy de vacaciones suelo visitar aquel entorno siguiendo la vieja costumbre. Siento pena y la nostalgia de tiempos pretéritos fluyen en mis recuerdos como una daga clavada en el corazón al ver en qué se han convertido los sueños de la lejana infancia, memoria de aquel marco visible ya perdido.
¿Cuándo aprenderemos a conservar aquellos elementos de la memoria colectiva de un pueblo? No lo digo por los Joyos que ya desgraciadamente es historia pasada, sino que tengamos en cuenta y consideración nuestro entorno y ayudemos a conservarlo como referencia de una época en la que poder mirarnos.
No entiendo que en los Joyos no haya intervenido cualquiera de los estamentos, Seprona, Medio Ambiente, Ecologistas, etc., y haber consentido tamaño crimen a la Naturaleza: ranas, galápagos, renacuajos, culebrillas de agua, sapos, algún patito pateando el agua que yo he visto con mis propios ojos. Naturaleza viva. Juncos, juncias, aneas, collejas, corregüelas,...
Todo se ha convertido en un galimatías de escombros y un vertedero público de lo más variopinto: ruedas de coche lamiendo algún resquicio de una charca putrefacta.
Lavadoras, cocinas, frigoríficos como inusitados adornos por allá y acullá. Colchones de salientes muelles herrumbrosos que lamen hediondas, un día claras, aguas de cualquier poza. Maderos, cajones desvencijados, armarios y guardarropas destartalados, camillas con el hueco del brasero ennegrecido y aún calientes sus bordes. Lavabos, inodoros desconchados, plásticos revoloteando por doquier, cestas de mimbre, garrafas forradas de cañas, esparto y plástico resistente. No quiero seguir enumerando un sinfín de cachivaches y utensilios menores en llamativo desorden.
He tenido un sueño. He visto unos Joyos verde de césped rodeando cada poza, sauces llorones con sus ramas hacia el suelo dando cobijo a gente tumbada a su sombra. Palmeras de frondosas y verdes ramas, magnolios de arracimadas flores dando sombra a unos bancos de madera con una pareja en idílico romance de arrumacos. En un árbol de amarillas mimosas, niños bamboleándose en un columpio de madera amarrado a gruesa soga.
He visto la torre blanqueada de blanco y desde el minarete llamar a oración al almuédano a viva voz. He visto las calles repletas de chilabas y turbantes; el hiyab cubriendo las cabezas de mujeres árabes que voceaban en el mercado, convertido en un zoco, en una lengua que yo no entendía, adornadas con largos vestidos y babuchas de llamativos colores.
Del cementerio habían desaparecido todas las cruces y en cada lápida aparecía una media luna. No entendía nada. Mi mente se agitaba en negros presagios. Yo no sabía dónde me encontraba.
La ermita del Cristo tenía las puertas abiertas de par en par y al observar desde fuera vi personas arrodilladas y orando con la cabeza en el suelo de tal manera que sólo divisaba traseros cubiertos con una túnica blanca y pies descalzos. No daba crédito a lo que veía y me di la vuelta enfilando el Valle arriba para ir a mi casa.
Al pasar por el bar de los Trejo estaba toda la morería sentada unos sobre almohadones y otros sobre alfombras tomando té y fumando como carreteros en una cachimba metálica en el suelo con dos mangueritas que pasaban alternativamente de uno a otro. Me desperté sobresaltado de pesadilla tan rocambolesca y mi corazón palpitaba aceleradanente. Ojalá no sea algo premonitorio, Dios mío.
Una vez repuesto de la pesadilla, me levanté y me vestí. Salí a la puerta de casa, quería cerciorarme de que todo había sido un sueño, y observé que todo estaba como siempre. Fui calle abajo y me adentré en la casa que tiene por allí José Durán, cogí una silla con asiento de aneas y me arrimé al calor de la candela. José preparó la parrilla y la puso sobre las brasas incandescentes. Encima de la misma colocó un trozo de pan del día anterior, un torrezno veteado y un trozo de chorizo para que se hicieran lentamente. De vez en cuando remueve el rescoldo y da la vuelta a las viandas dispuestas. Yo lo observaba y veía que ni llevaba turbante, ni chilaba, ni nada que indicara que habíamos cambiado de residentes, tal era mi obsesión con la pesadilla. Aún no había amanecido y el día amenazaba lluvia. El gato pasa ronroneando entre mis piernas y cuando José empieza con el desayuno aparece otro gatillo más jovencito y ambos esperan pacientes, entre suaves maullidos, que algún trocito de miga de pan caiga en el suelo.
No le comenté nada del sueño, no fuera que el cachondeíto fluyera en boca de Gabino, Celestino, Sergio y Miguel que pertenecen a la tertulia matutina de cada día. Hablaban de lo mal que está el campo y lo que cuestan los abonos. Lo comido por lo servido e incluso perdiendo dinero. Los piensos también están por las nubes. Un verdadero desastre socioeconómico. Ni para pipas, según la expresión de Miguel.
Ha llegado la hora de que cada uno se vaya a su trabajo. José va a echarle de comer a los bichos que tiene por el Alamillo, creo que es, y se lleva a Gabino de ayudante en el Land Rover. Miguel también coge su coche y se larga para la Cardenchosa donde tiene su ganado y por allí permanecerá hasta bien entrada la tarde. Leopoldo Pirraca al cortijo que ya es hora de echarle de comer a las ovejas y Sergio coge el todoterreno y no sé dónde va. La candela está en los últimos estertores y con una lata de agua José apaga los rescoldos que quedan. Hasta mañana.
Antonio Fdez. Bozano