miércoles, 13 de mayo de 2009

EL VIVIR

EL VIVIR
En mi experiencia, la felicidad la proporciona la tierra y emana de los elementos que comprenden el ámbito rural. Y esto no es la perspectiva de los años jóvenes pasados aquí en Granja, ni los recuerdos de la poetizada infancia, sino por la tierra en sí misma que siempre vi, las calles con sus piedras y charcos, con el polvo de los caminos, con los cagajones de las bestias que pasaban, las negras cagalutas de las ovejas o el traqueteo de un carro con las ruedas en llantas de hierro. El restallar de un látigo que azuza el paso de las mulas enganchadas a un trillo de desgastadas ruedas dentadas, en la parva extendida en el llano de la era, a esa hora caliente de la tarde.
Ya sé que muchos diréis que no es lo mismo el trabajo diario de la tierra, con lo mío que es ir de vacaciones al pueblo, a mi pueblo, estar con la familia, en mi lírica deformación de la visión campera. Sé también que mi concepto difiere de la de aquellos que, apegados al duro trabajo de las labores agrícolas, se agotaban con el zacho, sudaban en la siega, se empolvaban en la era, interminable hasta setiembre, en las distintas faenas de trilla, limpia y el acarreo de los costales al empinado doblao, aquellos costales de noventa kilos, que cuando subías unas decenas te flaqueaban las piernas ante tan inhumano esfuerzo.¡Madre mía, no sé cómo habéis podido soportar un trabajo tan esclavo y de tanta dureza! Cada uno de vosotros merecéis un monumento que perdurara eternamente. ¡Qué machos castúos los de mi tierra! Hombres sedimentado en el neolítico, hombres a destajo con el terruño bajo el límpido cristal azul del cielo o bajo los negros nubarrones del tiempo metido en aguas. Hiciera frío o calor, allí estabais rumiando el silencio y la soledad de la mañana a la anoche con la mancera firme entre las manos, descubriendo la tierra en esponjosos y duros terrones, viendo renegrear a lo lejos la loma, renegando de la suerte encorvado sobre la tierra y el agua hasta los corvejones.
Es la hora de salida de la escuela. Juanito Juidías también vive en el barrio Cuenca y en amigable compañía, en vez de irnos por el Rincón de la Paloma, que era el lugar de costumbre, nos vamos por la calleja donde Eduardo tiene la carpintería. Aquella carpintería arrinconada entre la panadería de los Ruiz y la trasera de Isidro la Mosca, de puertas verdes siempre abiertas de par en par y de paredes desconchadas. Un viejo banco de trabajo de dura y pesada madera, con una mordaza en un extremo sujeta al grueso tablero, invade la estancia. Las paredes aparecían adornadas con infinidad de herramientas dispuestas en preciso orden: serruchos de distintos tamaños, cepillos, garlopines, formones. Un compás de hierro lleno de telarañas colgaba de un grueso clavo. Más allá, un berbiquí con la punta limpia y brillante y una barrena oxidada. Sobre el viejo banco de trabajo descansan distintos formones y unos ingletes con aberturas formando ángulos de cuarenta y cinco o noventa grados. El serrín, las virutas y los tacos de madera campan a sus anchas salpicando el suelo de coloradas baldosas por doquier. Hay un ajetreo fuera de los normal, o al menos me lo parece a mí.
En un lateral de la carpintería, sobre cuatro troncos, descansa la escalera, el armazón de un carro, ya dispuesto con el tiro, los torneados varales, las simétricas estaquillas adosadas a ambos lados y la tabla zaga unida a los limones. Eduardo y unos cuantos más mantienen un gran fuego en la enrramá de Torres Matías, frente a la carpintería , en la que están calentando una llanta de hierro en un vivo rescoldo de troncos de encina dispuestos en círculo. Esperan que el aro, ya colocado sobre la circular hoguera, se ponga al rojo vivo para después acoplarlo a la rueda. Eduardo dirige la operación con energía y temple. Va dando órdenes y los movimientos de la llanta son lentos y cuidados, está totalmente incandescente. Tres ayudantes cogen el aro con unos largos gatos de hierro para su traslado. Apoyada sobre el suelo se ve el armazón de la rueda. Entre los cuatro llevan en volandas el aro y lo amoldan a la rueda. La dilatación a que ha sido sometida la llanta hace que ésta entre con cierta holgura, pero antes de que la madera arda al contacto con la misma, vierten abundantes cubos de agua para enfriarla lo más rápidamente posible. El agua hierve al contacto con la masa de hierro desprendiendo un vapor que se volatiliza con prontitud en un siseo pertinaz que paulatinamente se va apagando. El aro queda ensamblado al golpearlo repetidas veces con unas grandes mazas y ha quedado con ese tono oscuro tan característico en las llantas de nuevo cuño. Después, ya vinieron las ruedas de goma, mucho más suaves y silenciosas en el rodar. Por cierto, las primeras ruedas con estas características las puso en su carro Pedro Aldana y el siguiente, Diego Montero cuando estaba ajustado con él Pepe Monda. El artífice del cambio fue un tal Cabrera, del que no puedo dar más detalles porque no los sé, pero imagino que muchos de vosotros, queridos lectores, lo tendréis entre vuestros recuerdos de antaño.
Llegamos tarde a casa y, al menos yo, fui presa de un interrogatorio inquisitorial por parte de mi madre, pues había llegado bastante después que mi padre que, por cierto, también iba a la escuela. No tuvo consecuencias la tardanza, pero mis sopas las tuve que comer frías. No obstante, aquello que vi bien mereció la pena, porque así puedo plasmar ahora aquella vivencia al recuperarla del rincón de la memoria.
Por debajo de mi casa, en la enrramá de Antonio Pirraca, hay una curtiduría. Me gustaba alcahuetear cómo adobaba las pieles de vaca y de burro, sin rastro ya de pelo alguno, extendidas sobre una amplia mesa. El curtidor era un hombre corpulento, ancho, no muy alto, con una camisa azulona por fuera del pantalón, y las mangas remangadas hasta el codo. Tenía el cuerpo inclinado sobre la mesa, apretando con fuerza una madera trepa, dura y brava, veteada de figuras. Sudaba desaforadamente por la frente y una gota le resbalaba hasta la nariz y, tras un visible vaivén, cayó sobre el duro pellejo acartonado.
Le pregunté por un líquido viscoso, resinoso, dispuesto en un recipiente, que desprendía un penetrante olor que invadía toda la estancia y la calle. Me habló de un árbol, al que haciéndole una hendidura – un corte, me dijo – del que segregaba esa sustancia. Al cabo de los años supe que esa trementina blanca tan olorosa es del jugo del zumaque, del pino, o de algún otro árbol resinoso, empleándose como curtiente.
Por cierto, en el Jarrete había una colonia de buitres- no sé si leonados o panterados- que despedazaban los cuerpos, ya sin piel, de burros, vacas y otros animales. Esa imagen majestuosa de las aves sobrevolando en el límpido azul del cielo y cuando posadas en tierra extendían sus enormes alas a la vez que desgarraban con sus poderosos picos la carroña, es como un sueño inacabado que persiste en mi memoria.
Son las dos de la tarde. De la fábrica de Ariño hiere el aire el sonido de la sirena. Aquella sirena que daba salida al mediodía y a la tarde a los obreros y trabajadores de la misma. Era la hora de comer. Mi madre tenía preparado, cómo no, un cocido de garbanzos con morcilla, tocino y un cuarto y mitad de carne de borrego que he ido yo a comprar esta mañana al puesto que tiene Pirraca en plaza. Las mazas colgaban de los ganchos y de otros penden negras morcillas de lustre y rojos chorizos de macho. ¡Qué rico! Desde entonces, nunca más he comido chorizo de macho como aquél. Gracias, Antonio, tengo ahora mismo la boca hecha aguas.
Parte de la pared que rodea la enramada de Pirraca se ha desmoronado a causa del temporal de agua. Se ha abierto una buena brecha y los borregos triscan a sus anchas por el Jerrete. A media tarde están allá un par de albañiles a remendar el estropicio. Preparan unos tablones en paralelo, sujetos con unos tirantes de alambre por la parte de arriba, y por los laterales apoyan unas estacas, por un lado con pie en la gavia y por el otro en la enramada. Una vez dispuesto el armazón, el cajón, van rellenándolo con paladas de tierra. Uno de los albañiles está dentro del cajón machacando sin piedad la tierra con un pisón de gran tamaño. Va regando de vez en cuando la tapia con agua de un cubo lleno hasta los bordes, la suficiente como para no embarrarla. Entre medio lo rellena con algunas piedras, trozos de ladrillos y tejoletas. El del pisón canta por Juanito Valderrama aquélla de “Ma(d)re hermosa”. No lo hace mal; lástima que no sé quién era para nombrarlo. Pero pasa por allí Silvestre con un saco y un hocino para segar un poco de hierba pa la cochina, y como es tan metomentodo, con ese gracejo que le caracteriza, dirigiéndose al cantaó, le dice en tono jocoso:
- Fulano, canta pa uno menos, que tienes la misma toná que los grajos en invierno.
El Tal le contesta:
- Po ajila palante y no te pareh, que de toh modo no canto pa ti.
- Bueno, pero espera una mijina, hombre, a ve si cambia el aire pa que yo no te oiga, que yo no soy un pachón pa taparme loh oídoh.
- Que ajileh pa lante t´he dicho, so lenguarón. ¿Se habrá visto máh metomentó que este tío?
Silvestre sigue su camino sin volver la cabeza tan siquiera y un gesto de ironía en los labios.
Mientras miro cómo terminan aquella tapia, mi gato ha salido maullando y ronronea restregándose entre mis piernas. Está mimoso en este momento. Era un gato negro brillante, más grande de lo normal en su especie, por lo que le llamábamos Tigre. Ya se sabe que los gatos son bastante ariscos e independientes, pero aquél, a pesar de todo eso, salía a buscarme cada noche casi hasta la iglesia. Me tenía cogida el bicho la hora y nos veníamos los dos en compañía calle abajo. Un día desapareció y nunca más se supo de él. Se me saltaron las lágrimas. Para mí, era un amigo. Cuando en invierno me sentaba en la camilla, se me ponía encima de las enagüillas al calor del brasero. Así nos encontraba mi amiga Poli cuando por la mañana iba a mi casa a llevarnos la leche recién ordeñada, en aquella lechera de aluminio abollada de tanto golpe.
Sale mi madre a la puerta y, a media voz, me llama para que vaya a un mandado al comercio de la Emilia. Poca cosa: aceite, fideos y sal gorda. Los fideos los extrae con un cogedor de lata de un saco de yute, que contenía aquellos fideos apelotonados y enmarañados que había que deshacerlos con las manos antes de echarlos en el caldo, y los envuelve en papel de estraza con aquella gracia de ir recogiéndolo en aquellos pliegues laterales que, terminando en punta de sobre, por último, replegaba hacia adelante. La sal me la pone en un cartucho también de estraza, pero más fino al tacto. El aceite, en la garrafilla que llevo para tal menester. No llevo dinero para pagar. Mis padres tenían un convenio con Emilia, mediante el cual, todos los gastos que teníamos iban anotados en una libreta ex profeso para ello. Así, que le entregué la libreta y allí anotó, apuntó, lo que llevaba en cantidad y precio. A primeros de mes, mi padre sumaba y le pagaba religiosamente los gastos acumulados. Eran apuntes a doble libreta; Emilia tenía la suya con lo mismo, pero más grande y con el nombre de cada cliente encabezando la hoja. Nunca oí en casa el menor comentario ni desacuerdo en lo que se debía. Y así un mes y otro. Para nosotros era más cómodo así, decía mi padre. No lo dudo, pero supongo que también el retrasar el pago le beneficiaría algo en la escasa economía familiar.
Yendo hacia casa, oigo los cascos atropellados de un caballo desbocado que viene de la Magdalena. Detrás, a distancia, vienen corriendo tres hombres con el resuello en el cogote y con los bofes en la boca. Unos que estaban en la plazoleta intentan, al paso, parar al bruto, con aspavientos y voces, sin conseguirlo. Yo, al ver al bruto en esas condiciones, arrimo la espalda a la puerta de Eduardo, esquina a la calleja del tío Lucas, y me quedo inmóvil ante el espectáculo caballeresco. El animal no obedece ni a gestos ni a gritos, cocea en su alocada carrera y enfila la calle abajo del barrio Cuenca. El bicho paró por los alrededores de la fábrica de los Joselito. De vuelta, el caballo aún resoplaba y se ponía nervioso e inquieto ante los improperios del amo que sudaba como un energúmeno y traía un aspecto desastroso y lamentable, con los calzones caídos y la camisa por fuera y desabrochada, enseñando una oronda barriga, empapado de sudor por los cuatro costados. Se iba acordando del padre del caballo, de la madre, de todos sus muertos, sin dejar de lado, mientras tanto, a toda la jerarquía celestial y todos los dioses del Olimpo. Así, que la bestia iba con las orejas pichas sin atreverse a decir ni tus ni mus, con una recia soga al pescuezo como cabestro.
Suena el tañido de la campana anunciando a las santas inclinaciones, al culto del santo rosario. Don Arcadio venía por la calle Iglesia con su negra sotana abotonada de arriba abajo. Iba dando las buenas tardes a todo el que se cruzaba, en amena charla con su hermana, doña Luisa, a un lado, y Diego Pila, al otro. Los enanos que estábamos correteando por la plaza, al verlo, dejamos el juego y veloces como alma que lleva un ángel, corrimos a besarle la mano que nos extiendió cumplida y generosamente. Una vez consumado el ritual por nuestra parte, don Arcadio, con cierto disimulo, se limpió el dorso de la mano besada en la parte trasera de la sotana, supongo que de las babas y tal vez del moquillo de algún narizado.
Un grupito de beatíficas mujeres, tocadas de negro velo, se dispone a entrar en la iglesia. En el vestíbulo se lo moldean nuevamente con gesto coqueto y atraviesan el dintel de la puerta, pasito a pasito por el pasillo central, mitigando los pasos, con la intención de que el ruido de los tacones fuesen lo menos ostensibles y sonoros. Pepe, el sacristán, dirige las preces. Era jueves y tocaban los misterios gozosos. Primer misterio: la anunciación del ángel a Nuestra Señora. Dios te salve, María….



A. Fernández Bozano

6 comentarios:

Elena Mateu dijo...

¿Por qué se parecen tanto los pueblos?
Lo que cuentas del tuyo me recuerda mucho al de mis abuelos, en Lérida, y también viene a la mente Guareschi, cuando describía la vida en la Tierra Baja italiana.
¡¡Si hasta esa manía de los apodos familiares se va repitiendo de lugar en lugar !!

Antonio dijo...

Antonio ¡Enhorabuena!, que rato mas bueno leyendolo,tanto que ahora voy a leerlo otra vez.

fernandezbozano dijo...

Agulleta:Yo siempre que he ido a visitar Lérida,al día siguiente se lo comentaba a una compis maestra de esa tierra, la similitud en muchos aspectos con mi tierra.Coincidimos.

fernandezbozano dijo...

Viracocha:Cuánta amabilidad por tu parte.Así da gusto escribir alguna cosa.
Pero tú tienes nombre de reina Inca,eso que sí es ascendencia y no la de los Bobones.
Gracias.

rataplan dijo...

Antonio, aquí me tienes, aprendiendo. Es un plecer leerte, amigo.

fernandezbozano dijo...

Gracias,Rataplan.No creo que aprendas mucho,pero algo interesante se puede encontrar según me dicen los amigos.Yo soy muy modesto,sin petulancia,y los halagos aveces me apabullan.
Ya me dirás dónde vives.
Yo en Santa Eulalia(Hospi).