jueves, 20 de septiembre de 2012

* EL DOMINGO * Era un domingo luminoso del mes de mayo. El parque, regado por Tomás, el guarda del mismo, con una cuba tirada por un borriquillo marrón oscuro, presenta el verdor de una primavera rabiosa. Las rosas y los lirios de los arriates compiten en vistosidad, las arracimadas mimosas amarillean entre el verde del follaje en bolitas auríferas, que al tocarlas, te impregnan los dedos con un sutil polen. Los pardales saltarines picotean alrededor de un hormiguero. Las mocitas, engalanadas con el vestido nuevo, pasean en ramillete y mantienen el equilibrio sobre los altos tacones de zapatos blancos. Pintan, graciosos, sus incipientes pechos con la candidez aún de la niña en sus estrechos corpiños, rácanos escotitos, faldas hasta media pantorrilla y unas mangas que cubren, pudorosas, la mitad del brazo. Un ancho cinturón, bien ceñido al talle, enaltece y estiliza la figura. Las glorietas esconden los besos furtivos de los enamorados en cadencias amorosas que terminan en un frenesí controlado. Oh, tiempos. Si no era la moral la que te mediatizaba, era el pudor, o los dos a partes iguales. Otras parejas pasean ensimismadas, cogidos de la mano, entre castas miradas; y las más atrevidas agarran al novio del brazo en un gesto amoroso de clara complacencia. Un grupo de mozas están sentadas en sendos bancos de hierro, en animosa y divertida charla al parecer, dado el pequeño alboroto con el que se expresan, ríen y jalean. Eso sí, las rodillas bien juntas, evitando así las miradas inquisitivas de los mozos que pasan frente a ellas. Es la hora de que el Chache y su banda preparen los instrumentos. Mientras afinan y toman tono, aquello parece una jaula de micos en desconcierto. Un saxofón mantiene la nota casi de una forma permanente, dorado moscardón zumbón, como base para afinar y acoplar los demás instrumentos. El Chache deambula de un lado para otro parándose ante cada uno de los intérpretes dando los últimos toques y recomendaciones. Lleva una ligera batuta en el bolsillo superior de la chaqueta que más bien parece un palillo chino por lo diminuta y delgada, acorde con el director de orquesta. Sonaba bien, ¿eh?, que conste. Hubo muchas horas de ensayo previo para pulir pitidos desacertados y salidas desentonadas. El Chache fue capaz de formar un hermoso grupo musical, que dentro de las limitaciones musicales de los componentes, marcó un hito en la cultura popular de esta nuestra villa de Real cédula. No descubro nada nuevo declarando que el director era un fenómeno como pianista. Yo creo que el apego a la familia le restó una mayor amplitud en su progresión y un mejor reconocimiento en el exterior. Si en su tiempo, que se lo propusieron, hubiera aceptado la dirección de la orquesta municipal de Barcarrota, tal vez después habría venido otra mejor y otra, puesto que cualidades musicales no le faltaban. Era de cuerpo menudo, bastante pulcro en el vestir y aseado en su persona. Pelo ondulado peinado hacia atrás y viste esta tarde un traje beis claro de chaqueta cruzada. Su andar, pausado y tranquilo, destacando en sus pies aquellos zapatos de charol blanco, que mirado ahora desde la distancia, resultaban, ¿cómo diría yo?...un poco horteras. La orquesta está dispuestamente atenta y sus componentes permanecen sentados sobre aquellas sillas plegables de hierro, fijos los ojos en el Chache que da las últimas instrucciones. Las partituras, sujetas levemente con pinzas aparecían apoyadas sobre los atriles. Antoñito, “El Platillo,” tiene los dos elementos de percusión juntos e insonorizados; Sebastián Márquez lleva un pífano pequeñito, como si de una flauta se tratase, que es el guaseo de los muchachos, vaya usted a saber el subterfugio mental por el cual nos reíamos; Demetrio, “El Zorrito”, el saxo; el otro Demetrio, “El Manco”, la trompeta; José Antonio, el zapatero, el clarinete; Bella, el monstruo de los músicos, pues estudiaba solfeo hasta durmiendo, el clarinete también; y perdonad los demás, pues no recuerdo lo que tocabais, me refiero, naturalmente, a qué tipo de instrumento. Bueno, mejor lo dejamos así. El público rodea literalmente el espacio donde está situada la orquesta, allá junto al quiosco (¿o se escribe con k?), en aquel círculo formado de baldosas grises y blancas rodeado con siete u ocho postecillos de mampostería y de algunos sarmientos de vid de verdes pámpanos y tiernas guías. Estamos expectantes ante aquella novedad. Los niños, empingorotados con los pantalones de los domingos y la camisa bien planchada, permanecen mudos ante tal maremágnum. Suenan los primeros acordes de “La leyenda del beso”. Era la clásica, la más tocada, la más repetida, la mejor sabida. No creo que nadie de mi generación haya olvidado la tonada, amén de algunos pasodobles a los que no titulo. Y el Sitio de Zaragoza, y llegando la Semana Santa, aquella melodía tristona, titulada Amargura, nos adentraba en el tiempo de Pasión, que en aquellas fechas se vivía con cierta gala, transmitiéndonos esa sensación de angustia y de sentimientos encontrados durante las procesiones. Sí, aquello era una catarata de música bien orquestada. Terminada la actuación, la gente seguía su paseo y la mayoría andábamos camino del Valle, donde un impresionante río humano deambulábamos arriba y abajo en amigable y nutrida camaradería. El gentío se agrupaba, desde por parejas solitarias, hasta en hileras de ocho o diez, como si jugásemos a tapar la calle. Allí, codo con codo, dando vueltas una y otra vez, en marejada viva, dándonos adioses y enarcando las cejas hacia los encontradizos, en un hola interminable y repetitivo. De tantas vueltas como dábamos, a los varones se nos caían las herraduras de los zapatos y se les desgastaban los tacones de punta fina a las jovencitas. Así, como burro en noria, hasta que llegaba la hora en que diera comienzo la película de turno. Si la película era buena, esto lo decían los que venían de los Madriles, bien podías espabilarte y sacar las entradas por la mañana, porque por la tarde sólo te quedarían las primeras filas, con el consiguiente desajuste visual que te causaba la proximidad a la pantalla. Por cierto, yo tenía reservada la fila doce, con los asientos dos y cuatro, a la derecha entrando por el pasillo central. Allí hacíamos manitas la que hoy es mi mujer, Beny, y yo. Juan Gil Parrilla, el de las entradas decíamos, me las guardaba hasta la tarde a primera hora. Si no las retiraba a una hora prudencial, las ponía a la venta. Juan es un hombre, que por méritos personales, le hacen querido y respetado. Comedido siempre en el trato que es una de las más delicadas manifestaciones de talento. Nunca lo he visto alterado ni tras el mostrador de Sebastián el Gallo. Conmigo, siempre cariñoso y de un humor que engrandece su persona. Gracias desde estas líneas, Juan. La sala está repleta; vaya, de bote en bote. La crítica por parte de los forasteros ha debido ser excepcional. La moral eclesiástica la tiene catalogada con una censura de 3-R, mayores con reparo, que estaba escrita en aquella pizarra colgada a la puerta de entrada al templo, no en la puerta que da a la calle, no, en la siguiente, cada domingo cuando íbamos a santificar la fiesta dominical que nos ordenaban los mandamientos de la Santa Madre Iglesia. Y el 3-R venía dado por unos besos más o menos apasionados, que Juan José o Cesáreo, en un arranque de moral inquisitoria, aún eran capaces de protegerte de los malos pensamientos, pecado horroroso por cierto, poniendo la mano ante el foco del proyector, con el consiguiente abucheo y silbidos por parte del respetable de butacas, y con el alboroto, pataleo incluido, por parte de los parias de gallinero y anfiteatro que era gente menos cortada, más incívica, menos educada, más dados a la gresca, y que les importaba un pito que los municipales les enfocaran con la linterna en plena cara, simplemente con ánimo de acallar el escándalo que estaban organizando. ¡Romeriche, que te veo! – clamaba Juan, el Largo -. Recuerdo, que siendo yo seminarista, Simal y un servidor de ustedes decidimos ir a ver una película calificada moralmente con un 3, mayores, en el cine de Pascasio. Era una película policíaca de Alfred Hitcoch, titulada, creo recordar, “Sombras acusadoras”; le dieron el chivatazo a Don Arcadio, párroco entonces de la localidad, de que Simal y Antonio habían estado la noche anterior en el cine, y al día siguiente, la bronca para los dos fue de las que marcan época. Las voces en la sacristía por parte de Don Arcadio llegaban hasta el último campanario. Era la hora del santo rosario. Simal, que era más chulo, salió por la iglesia ante la sonrisa malévola de las beatas de turno que, allá en los primeros bancos, habían escuchado los improperios emitidos por don Arcadio. Yo, que era más tímido y más jovencito, salí discretamente por la puerta de la sacristía que daba a los poyos de la plaza, sin atreverme a levantar los ojos del suelo. ¡Qué bronca, Dios mío! Y sin saber porqué. Yo analizaba la película fotograma a fotograma y no alcanzaba a entender la calificación de 3. El censor debía ver algo que yo no lograba atisbar por mucho que me devanara los sesos. ¿Quién sería el chivato o chivata? No me lo digáis, pero me gustaría saberlo por simple curiosidad. Querría saber quién velaba tan exhaustivamente por mi integridad moral, decirle te quiero y darle las gracias. Las “Mamaítas” seguían allí en su carri-caseta, frente al Teatro Cine Aurora, vendiendo chucherías a los niños, y cigarrillos Bisonte y Tres Carabelas a los mozalbetes que comenzábamos a fumar. Allí permanecían sentaditas las dos hermanas, menuditas ellas, vestidas de un negro riguroso, con la sonrisa en el rostro, modositas, complacientes en el trato. A la salida del cine, se quisieron divertir unos desalmados - esto lo digo con todo cariño, pues no querría que me hincharan los morros si hay alguno de aquellos por aquí cerca - a costa de las Mamaítas y arrastraron el carrito varios metros con el consiguiente susto por parte de las inquilinas que veían cómo eran trasladadas de lugar contra su voluntad y sin su consentimiento expreso, sin otro remedio que aguantar estoicas a que pasase el vendaval e imprevisto zarandeo por los adoquines del pavimento, ante la mirada y aquiescencia cachonda por parte de los espectadores más próximos. Joaquín, el municipal, restableció el orden en la situación con aquel talante bonachón y dialogante que le caracterizaba. Don Manuel Santiago que pasaba por allí comentaba para sí: -¡Cómo anda el mundo! Pero no lo diría tan para sí como para que no lo oyera Joaquín, que apostilló con socarronería: - Dando vueltas, don Manuel, dando vueltas; total no tiene otra cosa que hacer. Ya sabéis que las estereotipias se definen como actos innecesarios que se repiten perseverantemente. Por ejemplo, los caballos moviendo la cabeza, o simplemente alguien que tamborilea con los dedos sobre la mesa, o esas posturas que adquieren algunas personas, o los mismos gestos una y otra vez de forma repetitiva. Pues bien, así permanece Antoñito Montero, sentado a la puerta de su casa, intentando pacíficamente desenredar los nudos de un enmarañado ovillo de lana. Esa estampa repetitiva permanece grabada en mi memoria sin un ápice de olvido. Así vi a Antoñito en multitud de ocasiones al atardecer sentado en aquella silla de culo tejido con aneas. Lleva unos pantalones de pana y un chaleco de lo mismo. Pelo corto, ya algo canoso. Estoico, ensimismado en su desenredo, y escuchando cariñosos saludos y golpecitos en la espalda de sus conocidos. En una abultada bolsa adosada bajo el chaleco almacena gran cantidad de monedas de perra gorda, producto, tal vez, de pesquisas callejeras en su caminar cabizbajo. Genaro, el Turronero, pasa con su banasta plena de cucuruchos de panchitos y le regala un paquetito que Antoñito, ávidamente, desenvuelve con gestos mecanizados. No debe ser la primera vez que recibe tal presente. El Valle se está quedando solo. Quedan algunos rezagados en los bares con el antebrazo apoyado sobre el mostrador. Es tarde. Mañana tenemos que madrugar para arrastrar la rutina diaria del trabajo. Las carteleras quedan mudas tras las rejas del t Teatro Cine Aurora. Ya no se oye el sonido musical de introducción al NO-DO. El Caudillo ya inauguró su pantano y los goles de Di Stéfano en la Copa de Europa son un recuerdo en blanco y negro. Al pasar por el bar de Laureano, ya de camino hacia mi casa, andan sentados alrededor de una mesa, una botella de vino fino de tres cuartos y cinco vasos, don Valentín, el maestro, y unos cuantos más. Aquel maestro que por no ser de los azules, fue denostado de la enseñanza y tuvo que resignarse a vivir una vida un tanto peregrina en su profesión. Sus emolumentos mensuales venían de sus clases en aquella escuela privada, en una comprimida habitación de su casa. Una mesa rectangular y unos bancos eran su escaso mobiliario. Yo, siendo estudiante de magisterio, tenía interés en ver cómo desarrollaba su enseñanza. Un día que me lo encontré le hablé de mi inquietud y como respuesta me invitó a que pasara cuando yo quisiera. Así, que una tarde-noche me presenté en su escuela a observar lo que hacía y cómo lo hacía. He perdido la memoria de los detalles, pero hay dos que no olvidaré. Uno, que dentro de un cajoncito tenía preparados, a modo de fichas, una serie de problemas, ordenados por dificultad, de aritmética y de aquellos que llamábamos de cuentas cochineras; las arrobas, las libras y los cuarterones eran el pan de cada día. Y el segundo fue que uno de aquellos zagales se acercó a D. Valentín a decirle que su padre no le había dado el dinero para pagarle por no sé qué razón; bueno, yo sí que me lo imagino. D. Valentín, en tono cariñoso, le dijo que no se preocupara, que ya le pagaría en otro momento, demostrando con ello suma generosidad por su parte. Digo, se me ha ido el hilo de mi exposición, que estaba D. Valentín alrededor de la mesa, las muletas apoyadas sobre sus rodillas, unos acompañantes sentados en sus respectivas sillas, y Sebastián, el de la paja, en un arranque por fandangos de Huelva. Aquello podía durar hasta altas horas de la madrugada, enfrascados como estaban en el cante, entre trago y trago de vino. Qué bien cantaba el joío, sí señor. Un saludo desde aquí, Sebastián, allá en el cielo. ¡Que no decaiga la fiesta! ¡Viva la madre que te parió!, tercia don Valentín, en un arranquen de euforia, y además, porque sabía interpretar el cante jondo en la profundidad de su ser, sabía de sus raíces y distinguía la desmesura de los celos en una soleá, de la seguiriya que mienta a una madre. Un latido añejo por el que reconocemos que las emociones no son sólo personales y que la luz de un candil, a veces, alumbra más que un sol. A. Fernández Bozano

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