viernes, 5 de diciembre de 2008

EL CAÑAVERAL

El arroyo se desliza suave lamiendo mansamente las orillas, inclinando las junqueras en el sentido de la corriente. Colindante, se yerguen altivas las cañas de verde pinocha de un extenso cañaveral bamboleadas por leve brisa. Pertenecía este cañaveral a mi abuelo Antonio, un hombre culto y de exquisitos modales del que mis recuerdos se esfuman allá en los primeros meses de mi existencia. Sí recuerdo verlo con su bata blanca tras el mostrador de la botica que regentaba. Unas estanterías, donde visiblemente y con orden militar, se distinguía todo el botamen cerámico con el nombre de los ungüentos y pócimas inscrito en el frontal. En una de las repisas se apoyaba, inmóvil, dentro de una vitrina de marcos amarronados, una balanza de precisión de platillos y pesas liliputienses de brillante cobre. Andaba el abuelo lentamente apoyado sobre un bastón de negro palo terminado en una empuñadura de plata con la cabeza y fauces abiertas de un perro.
A mi primo Antonio y a mí nos encantaba ir de forma furtiva a aquellos parajes, era saborear el encanto de lo prohibido, pues de ninguna de las maneras podíamos ausentarnos de casa para tal menester. El arroyo, en época estival, no cubría más allá de la rodilla, pero los mayores, en ese afán de protección, no transigían a nuestras exigencias y sin permiso, eso sí, acompañados de alguna persona adulta, no nos dejaban. Siempre ofrecían excusas para evitarte, lo que ellos decían, que nos pasara algún percance desagradable del que pudiéramos arrepentirnos. Era delicioso recrearte en el agua clara y limpia del arroyo que discurría silencioso entre riscos y peñones, en el reflejo sinuoso de las cañas, vigías estoicos de los caminos polvorientos.
Era la hora de la siesta, esa hora en la que el sol, en la vertical de su cénit, calienta las encaladas paredes en un aparatoso resplandor que te ciega los ojos; esa hora impía en la que los perros sonnolientos duermen tumbados indolentes en la breve sombra de los carros; esa hora en la que los pájaros se detienen cansinos entre la fronda oscura de las encinas suavizando su canoro gorjeo en un profundo silencio sólo roto por el machacón e insistente chirrido de la chicharra entre la avena loca. Esa hora en la que los lagartos permanecen inmóviles, estáticos entre los resquicios y oscuras grietas de los canchales.
En fin, esa hora en la que el abuelo, silente, perezoso, la cabeza reclinada sobre el respaldo de la mecedora, se balancea, con la intermitencia de sus breves cabezadas, en la gris penumbra del zaguán. Una línea de luz procedente del postigo, ligeramente entornado, incide sobre un quinqué dispuesto sobre el aparador. Silencio. Sólo se oye el tris-tras de la mecedora.
A esa hora, Antonio y yo, de común acuerdo, decidimos ir por aquellos andurriales del cañaveral a eso que denominábamos cazar lagartos. No era la primera vez que a hora tan intempestiva tomábamos las de Villadiego. No estábamos dispuestos a soportar el suplicio de la siesta a pesar de que ya habíamos tomado posesión de la habitación de dos camas, donde en un rincón, majestuosa, se apreciaba las presencia de una aparatosa caja de música que funcionaba con unos discos metálicos agujereados y un cilindro con puntas. Al lado, sobre una pequeña mesa de pino, un gramófono al que había que darle vueltas con una manivela para su funcionamiento y unos discos amontonados uno encima de otro, llenos de polvo y excesivamente rayados por el uso de aquellas agujas de hierro que se gastaban y se quedaban romas, no bien habías puesto un par de discos.
- Oye, Antonio, ¿y si nos fuésemos ya al cañaveral?- insinué yo.
- Es que estoy pensando que si después se entera mi padre, me dará una zurra más
grande que la me dio la última vez que fuimos. Todavía tengo el culo caliente.
- Que no, hombre, que no se enterará nadie.
- Si, eso mismo me dijiste el otro día y mira cómo se enteró. Aquí hay más ojos de la
cuenta.
- Porque tú te cagaste a la segunda vez que tu padre te preguntó si no era verdad que habíamos estado allí. Si hubieras mantenido el no, tal como quedamos, no habría pasado nada. A última hora, el que quedó mal, como un mentiroso y un embustero, fui yo que me mantuve en mis trece diciendo que no y que no. Y al final, como tú decías que sí, por mucho que yo dijera que no...
- Es que si a la segunda vez que me preguntó mi padre si no era verdad que habíamos
estado allí, le contesto que no, me deja sin boca y sin dientes.
- Pero es que tú y yo habíamos quedado en que contra viento y marea mantendríamos que no habíamos estado. Y te cagaste, y yo el embustero. Eso no se hace. Si decidimos decir que no, es que no aunque te maten, so caguilla – le decía yo, dolido por su actitud tan poco valerosa que a la primera de cambio se pone nervioso y dice lo que sea con tal de no tener complicaciones.
- Que no, que no voy.
- Venga, hombre, que no pasa nada – insistía yo, no muy convencido.
Logré convencerle al poco rato prometiéndole, que si no nos pescaban, le invitaría
a media gaseosa en casa del tío Ciríaco. El tío Ciríaco tenía una taberna en plena plaza. Era un hombre entrado en carnes, corpulento, de amplios mofletes y nariz chata, el pelo rojizo. Llevaba una blusa de manga corta con los botones desabrochados por cuya abertura asomaban indiscretamente una maraña ensortijada de pelos, aún negros, como espeso bosque. Unos anchos pantalones grises sujetos con unos tirantes abotonados a la cintura. Era pariente lejano. Había sido maestro, y por sus ideas socialistas y haber
luchado en el bando rojo durante la guerra civil, fue denostado y postergado a tan villano, según él, empleo.
Montamos la estrategia de salida. Nos pusimos los pantalones cortos que estaban sobre los pies de la cama y con las sandalias en la mano, con todo sigilo, salimos de la habitación procurando aminorar lo más posible el chirriar de las bisagras al abrir la puerta. Más silenciosos que gato en despensa, llegamos a la puerta que daba salida al patio después de pasar por la cocina. Era el momento más peligroso. Había que mover un grueso cerrojo falto de sebo, levantar un pestillo, abrir suavemente y lo menos posible la puerta; salir, volver a echar el cerrojo y el pestillo. Lo hice yo que era más templado. Mi primo tenía el susto en el cuerpo y se acordaba de la zurra que le dio su padre días atrás.
Llegamos al patio. Era de amplias proporciones y en buena parte estaba sombreado por el frondoso ramaje de seis parrones que pintaban ya incipientes racimos de uvas. Un marco de arriates llenos de pinillos esponjosos y suaves como borlas de seda, rosales de vivos colores, tupidas aspidistras, unas decenas de higueras de verdoso fruto dulces como el almíbar, unos melocotoneros de viña de fruto sedoso, aterciopelado, de tacto suave y olor sutil. Una alberca cuadrada rebosante de agua con pardales sedientos en el brocal, saltarines, nerviosos, que avizoran el menor ruido y movimiento.
Salimos por la puerta falsa, un ancho portalón pitado de azul que daba entrada a carruajes y que casi siempre estaba de par en par. Salimos al exterior ya exentos de la tensión que supuso insonorizar el menor movimiento por nuestra parte.
El sol caía a plomo en leve inclinación. Sólo se oía el bronco ladrido de un perro despistado hacia un gato que huía por las bardas de un corral. Cogimos el camino de la fuente flanqueado por unos hermosos y gigantescos eucaliptos que enlazaban sus ramas construyendo un túnel de agradecida sombra. Al final del camino se oye el cantarín rumor de un fino chorro de agua clara que cae sobre un pilón que rezuma por las paredes.
Después de refrescarnos la cara y enjugarnos con el antebrazo y el dorso de la mano, proseguimos nuestro camino en dirección a la huerta de Tirilla, mote con el que se le conocía al tío Romualdo.
El calor era sofocante. Nos quitamos la camisa y nos la pusimos sobre la cabeza a modo de los saharianos para mitigar algo los rayos de sol. La frente chorrea sudor pegajoso que discurre veloz hacia la punta de nariz, te empapa la cara, y bajando por el cuello, te impregna el torso y la espalda como si hubieses salido de un chapuzón en la alberca. Un sol de justicia, por lo que salir a esas horas debería ser, por lo menos, pecado venial. A ambos lados del camino, campos segados con pajotes puntiagudos que te arañan las piernas de los que emanaban una especie de vaho que distorsionaba la visión en la lejanía. Quemaba la tierra.
Por el camino, de frente, vemos acercarse a alguien que monta a horcajadas sobre un burro que camina a paso lento y cabizbajo. Era Tirilla. Lleva un cigarrillo a medio apagar en la comisura de los labios; sujeta al rucio con un cabestro, un poco suelto, entre las manos; tiene la cabeza cubierta por un sombrero de paja, bajo el cual aparecen los rebordes de un pañuelo blanco anudado en las cuatro puntas a manera de boina y cuya misión es enjugar el sudor de la frente. Unos pantalones de pana marrón sujetos por una faja negra donde lleva un mechero de chispa con una corta mecha anaranjada y la petaca. Una blusa ocre de negros botones remangada hasta medio brazo que le apretaba de forma inhumana el botón del cuello.
- ¿Dónde van los Antonio y a estas horas?
- Pues... pues... vamos... ahí , un poco más allá – contesté.
- Un poco más allá, ¿eh? – Je, je - riendo de forma irónica - ¿Vais al arroyo, verdad?
- ¿Nosotros? Que va, nosotros no vamos al arroyo – decía mi primo, que ya se la veía venir encima. ¿Para qué íbamos a ir allí? – proseguía - intentando convencer a Tirilla.
- Por eso, por eso. ¿Y dónde vais?
- Pues ya se lo hemos dicho, ahí un poco más allá.
Queríamos disimular y el buen hombre, comprensivo a nuestro absoluto y total infantilismo, dejó de martirizarnos con más preguntas. Mi primo me pellizcaba el brazo insinuando con un gesto de la cabeza que nos volviéramos para atrás. Yo no quería escucharle y le apartaba dándole con el codo pequeños empujones para que me dejara en paz. Después de estar ya tan cerca del cañaveral, ¡ ni hablar! Tirilla era conocido de la familia, pero tal vez no dijera nada acerca de nuestro vespertino y caluroso encuentro.
- Tened cuidado y no os bañéis hasta que hayáis hecho la di gestión – fue su última recomendación y despedida.
El burro nos dio el culo y prosiguió su marcha, cansino, lento, con las orejas gachas
y moviendo el rabo de lado a lado espantándose los tábanos.
- ¡Vamos allá, Genaro! ¡Aaarre!, - oímos que le decía al jumento para espolear su paso.
Llegamos al cañaveral llenos los pies y piernas del polvo del camino. En un acto mecánico zambullimos la cabeza en las suaves y tranquilas aguas de la rivera y sentándonos a la orilla, sumergimos los pies en la corriente del agua
Tomamos asiento a la sombra de un olmo para refrescarnos del sofoco del camino. Teníamos la cara más colorada que un bejín y los ojos sanguinolentos e irritados por el cáustico sudor. Una vez que nos hubimos recuperado, que fue en un santiamén, enfilamos nuestros pasos por una recta vereda hacia el canchal, un pedregal situado en lo alto del cerro lleno de chaparros, coscojas y jaras. Continuaba el mismo calor asfixiante. Por la ladera, los guijarros rodaban a nuestro paso rompiendo la monotonía del silencio y dejando a su paso un reguero de polvo El pedregal parecía muerto, sin vida aparente, silencioso su entorno, pero sabíamos que allí se criaban los lagartos más grandes del término. Llevábamos cada uno una vara de acebuche, húmedas aún por la savia, peladas a filo de navaja campera de cachas de madera. Era el instrumento más apropiado para registrar cuevas y atosigar a los reptiles. Al cabo de un tiempo registrando oquedades, vimos uno que descansaba tranquilo y reposado en un hueco entre dos cantos.
- ¡Primo, mira, mira uno! – le susurré con voz apagada.
- ¿Dónde, dónde? Yo no lo veo.
- Míralo ahí, so cegato, ¿no lo ves?
- Ahora sí. ¡Qué pedazo de lagarto! ¡Mira qué cabeza tiene! Yo no lo toco.
Mi primo era un poco miedoso, la verdad. Siempre se mantenía a las espaldas de
mis iniciativas. Yo era más bravucón, más echado “ pa lante”, más inconsciente e irreflexivo ante un peligro.
Con la vara atosigué al bicho y retrocedió en su madriguera. Esperamos pacientemente a que volviera a salir. Asomó nuevamente la cabeza y volvimos a azuzarle con la vara. Se escondió. Al volver a salir le hurgué otra vez. Manteníamos la esperanza de que saliera de su escondite para atraparlo. Merodeamos por los alrededores un momento en prevención de nuevos descubrimientos y regresamos al mismo lugar después de habernos arañado las espinillas con las ramas de una coscoja que se interpuso en nuestro camino. Allí asomaba de nuevo la cabeza y le azucé por enésima vez. El lagarto ya no se escondía, sino que abría la boca enseñando dos perfectas hileras de blancos dientes e intentaba morder el palo.
Ante tanta molestia y tanta insistencia por mi parte, el bicho, en una de aquellas, salió tras de mí y no precisamente con muy buenas intenciones. Me veo con todo el peso de mis siete años corriendo como un poseso y el bichejo tras de mis talones. Yo lo sorteaba, pero aquel monstruo verde me perseguía allí donde yo me dirigiera atraído por el imán de mis pantorrillas. Se me puso el vello, el poco que tenía, de punta y mi corazón latía desbocadamente.
El bicho, según parecía, estaba sumamente cabreado conmigo. La verdad es que yo no entendía que la tomase así con un asustado chiquillo. Al fin y al cabo no le había hecho gran cosa. Mi primo, que me veía en apuros, lo que son las cosas, vino en mi ayuda. Cogió un buen peñasco, y arrojándolo en plan lanzamiento de peso, qué buena suerte y buen tino, el pedrusco le dio de lleno en todo lo alto. Yo, al ver el lagarto malherido, me volví y le arreé unos varazos dejándolo en el sitio. Cuando lo vi muerto y bien muerto, le daba con la varita para cerciorarme de que así era, lo agarré por el rabo y lo puse panza arriba, quedando quietecito con la blanca barriga al sol.
Reconozco que pasé bastante miedo con el percance. Yo había oído contar, no sé si es verdad, que el lagarto, una vez que muerde su presa, difícilmente la suelta, que es harto improbable que se le pueda abrir la boca ni aun apalancando. Se incrustan las mandíbulas de tal forma, que es imposible abrírsela. Ése era mi miedo, que me mordiera en el talón y no pudiera quitármelo de encima. Por otra parte, dicen, que el lagarto posee unas mandíbulas muy frágiles a pesar de ello. Que con un trapo entre sus dientes, eso dicen, y con un brusco tirón, se queda desdentado pendiendo la dentadura del mismo. ¿Será verdad? Yo no lo sé, pero lo he oído.
Llegamos a casa cuando aún los rayos del sol incidían con inusitada fiereza sobre los tejados y las bardas de los corrales. En la espadaña de la torre crotora una cigüeña y dos cigoñinos aletean frenéticamente en el nido suspendiendo ligeramente las patas en el aire. Entramos por el portalón, y como atraídos por un invisible imán, fuimos derechos hacia el pilón del pozo donde zambullimos las cabezas en agradecido frescor. Colgamos el lagarto en una alcayata del cobertizo atándolo con una cuerda por la cabeza. Tenía los ojos abiertos en una mirada perdida. Con sumo cuidado fuimos despegando la piel hasta que estuvo, no sin cierta dificultad, totalmente desollado, ya que queríamos sacarle la piel entera.
No me gustaba, y me daba asco, que la sangre me llenara las manos. Una vez desollado, pusimos la piel al sol para que se secara. Fue un pequeño trofeo durante unos días. Alguna vez, ya de mayor, vi rodar la piel por el cajón de un armario llena de polvo.
Por la noche, durante la cena, olvidados de la correría de la tarde, ante un plato de patatas fritas con un huevo, su padre, mi tío, con cara adusta y seria, nos preguntaba:
- ¿Esta tarde habéis estado en el cañaveral, en la rivera?
- ¡.....!


AntonioFernández Bozano

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