lunes, 1 de diciembre de 2008

EL REY

Despuntaba el alba con arrobos de azul intenso. Una pareja de burros, con las orejas caídas y la panza peluda, sin lomos, pero con muchas mataduras, uno tras otro caminan cansinos en pos de la jornada de trabajo.
Con la blanca esclerótica como fondo de unos ojos profundamente negros, con traje negro, zapatos de un negro brillante, como un jaspe, calcetines negros, mascota negra, levemente encajada, y camisa también de color negro, camina con paso señorial, a ritmo de soleá, con el sueño aún colgado de las pestañas, el Rey. Un oscuro Velázquez viviente de la raza gitana.
Eso de que en el pueblo viviera el Rey de los Gitanos me llamó la atención desde el primer momento en que lo escuché. No daba crédito a tal habladuría. Nunca había oído nombre tan relumbrón y su presencia majestuosa ya me incitaba a imaginarlo con cetro y corona real. Corona no llevaba, pero sí que de la solapa le colgaba con real aplomo una cadena de oro macizo sujetando un reloj del mismo metal que guardaba en un pequeño bolsillo. Sebastián Márquez, no exento de fabulación, me decía que esa cadena de oro era el símbolo de su realeza gitana. El cetro era su bastón, que debía ser, al menos, de madera noble por lo elegante y fino.
Es notoria la antigua inclinación de los gitanos a traficar con bestias, yendo de mercado en mercado, de rodeo en rodeo, a esquilarlas, venderlas, comprarlas y trocarlas o cambiarlas.
Cervantes, en la novela de La Ilustre Fregona, cuenta la maña de los gitanos para hacer pasar por ligeros los asnos que vendían. Don Lope Asturiano, resuelto a tomar oficio de aguador, queriendo comprar un asno, “ aunque halló muchos, ninguno le satisfizo, puesto que un gitano anduvo solícito por encajalle uno, que más caminaba por el azogue que le había echado en los oídos, que por ligereza suya”.
Hasta tal punto era fama el engañar de los gitanos, que los payos usaban la misma estrategia cuando de comerciar con bestias se trataba. Si no, ahí está como muestra la estratagema utilizada por Ginés de Pasamonte para deshacerse del jumento que le había robado a Sancho: “ como era conocido, por vender el asno, se había puesto en traje de gitano, cuya lengua y otras muchas sabía muy bien hablar como si fueran naturales suyas”.
- Ah, ladrón Ginesillo, deja mi prenda, suelta mi vida, no te empaches con mi descanso, deja mi asno, deja mi regalo, huye, puto, auséntate, ladrón y desampara lo que no es tuyo- le gritaba, con todo el coraje de su alma, el pobre Sancho.
En la Gitanilla, Cervantes hace una descripción harto simpática y graciosa de la idiosincrasia gitana: “ Parece - dice Cervantes- que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones, y finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo, y la gana del hurtar son en ellos como accidentes inseparables que no se quita sino con la muerte”.
He sacado a colación unos fragmentos de las Novelas Ejemplares y del Quijote, con premeditación. No se piense nadie que tengo la más mínima animadversión hacia esta raza a la que considero digna de mi mayor respeto y consideración. No en vano he tenido por amigos de mi niñez a Manolo y Pepe, hijos del Rey Calé. Esos conceptos acerca de los gitanos se han ido diluyendo en la noche de los tiempos, como cascada de arroyo en el remanso de la ribera entre las brozas de un cañaveral.


Los gorriones, excitados, con las plumas alborotadas por el calor de la tarde, chirrían furiosos a la sombra de los tejados. El sol estremece las aristas y arrecia tanto que parece va a encender el minísculo tizón de las hormigas que cruzan la calle enhiladas con dorados granos de trigo en las maxilas, sobre el polvo de la tierra que hierve. Aúllan los oídos de puro silencio. De pronto, una catarata de música anega la carretera de la estación, llevando el compás con sus golpes trotones sobre el pavimento, la caballería real: caballos, yeguas, mulas y burros a galope por las traseras. Crines al viento en haces de luz policromada. Un perro, con las fauces abiertas, lengüetea el aire empapado de olor de romero.
Manolo y yo íbamos a la misma clase, hacíamos tercero de primaria con D. Mnuel López Quintana. Yo quería hacer amistad con él y no fue difícil a pesar de su alta alcurnia. Para mí, si su padre era el Rey, Manolo tenía que ser un principito o un infante, aunque sólo tuviera ocho años. Desde entonces pienso que los niños por sí mismos no crean barreras sociales; las creamos o marcamos los mayores no sé porqué maldita razón. No olvidaré, Manolo, esa tarde que me dijiste: “Ven, Antonio, que te vas a montar en mi pony” -para mí era un caballo enano- . Me hiciste el niño más feliz de la Tierra. Qué poca cosa y cuánta grandeza vi en aquella invitación. Nunca te manifesté esta ansiedad mía por montarme en tu pequeño caballo, pero tu sensibilidad gitana lo intuyó. Hiciste desbordar en aquel momento tu alma profunda de soleares y fandanguillos. Gracias, Manolo.
Parece ser que los gitanos fueron originarios de Hungría, donde continúan establecidos hoy en día en número considerable, y de donde hubieron de transmigrar y derramarse por toda Europa. Fueron recibidos con poca hospitalidad y eran maltratados en todas partes, ya que la Pragmática de Medina del Campo, al describir sus costumbres, les trata de andar siempre “ pediendo lemosnas, e hurtando, e trafagando, engañando e faciéndovos fechiceros e adevinos e faciendo otras cosas no debidas no honestas”.
Es decir, lo mismo que los payos hacen y han hecho en distintas épocas de la historia. Y si no, leed, por ejemplo, la prensa de estos últimos meses.
Aislada de esta suerte la raza por la persecución y con la complicidad de todos, fue natural que los gitanos, convertidos ya en enemigos de la sociedad en que vivían, huyesen de ocupaciones estables y sedentarias, y prefiriesen otras compatibles con la facilidad de mudar residencia. Motivos muy semejantes habían introducidos a los judíos en la dedicación al ajercicio del comercio, pero los gitanos que eran más pobres y menos cultos, se dedicaron generalmente al tráfico por menor de ganado y bestias.
El Rey de los Gitanos, Juan Antonio, también se dedicó a estos menesteres. Hablaba con parsimonia en sus tratos, con señorío, con casta, sabedor de poderío, pero justo y ecuánime en sus propuestas. Era yo un mocoso y, en el rodeo, le veía sacaar unos fajos enormes de billetes dispuestos para el pago del ganado en trato. Lo hacía sin ostentación, sin lujos, con esa sensación de naturalidad que implica un hecho común y corriente por lo cotidiano.
Los Reyes Católicos, allá por el siglo XV, mandaron que saliesen los gitanos del reino si no tomaban oficio y ocupación permanentes. Carlos V agravó la pena y Felipe II les vetó traficar en las ferias y fuera de ellas si no llevaban testimonio legal de residencia y de que eran dueños de lo que vendían.
Llegaron los tiempos de la mecaninazación del campo y consiguiente disminución de la compreventa de ganado para los menesteres de labranza. El Rey fue asesorado por algún vecino del pueblo para que adquiriera tierras en el término. No lograron convencerle en este sentido. Tuvo miedo de dedicarse al algo totalmente nuevo y desconocido para él; tal vez fue esa ley atávica que imprimió en el subconsciente gitano la norma de Felipe III exigiéndoles a que tomasen sólo los oficios de labranza que eran los que cabalmente más aborrecían.
Carlos III, quizás con una visión más abierta, con una mente más sencilla, desengañado de tantas funestas experiencias, tomó un camino diverso. En lugar de atormentar y destruir a los gitanos, tendió a diluirlos e incorporarlos en la masa general de la población.
Cuando en mis viajes em preguntaba la gente mayor de dónde era, al decir que de La Granja, era raro no escuchar algún comentario a los desmanes cometidos durante la guerra civil y de que allí vivía el Rey de los Gitanos. Esto último me vanagloriaba y yo adoptaba cierta pose de importancia. Granja no ha sido mi cuna, pero ha sido la almohada de mi niñez y juventud.
Ya no veré mas al Rey. La última vez que hablé con él, paseaba por la estación, se le notaban los años, pero continuaba manteniendo la misma prestancia. Rememoró con mis preguntas recónditos rumores que desaparecieron con el viento errante, secretos al aire en la congoja de una saeta, esas cadencias que rayan y abren surcos profundos y ponen rictus de tragedia en las faces gitanas heridas por la pena como una mueca del cante grande.
Antonio .Fdez. Bozano

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