lunes, 1 de diciembre de 2008

LA ESCUELA

In memoriam: A mi padre,Juan F. Fito, a D. Manuel Santiago, maestro de maestros,a D. Antonio Tena, y a todos los maestros de Granja que supieron y saben transmitir su sabiduría a multitud de escolares.


Mis primeras letras las aprendí de mi padre. Impartía enseñanza en una escuela unitaria situada frente a Correos, en Santa Marta de los Barros. Era una especie de habitación amplia con una puerta a la entrada, de color gris, y un ventanal estrecho, acristalado por encima de la puerta, por donde entraba la luz del sol a media mañana. Un subido peldaño daba acceso al aula.
El mobiliario formado por unos pupitres dobles, desbarnizados, rayados, manchados en su superficie por chorreones de distintos tonos, daban paso a un cuadro surrealista del más clásico estilo Miró. Cada pupitre tenía dos agujeritos, donde reposaban los tinteros de pesado plomo, uno para cada uno, como dos chisteras embebidas que esperasen la mano de un prestidigitador encantado. En un lateral, adosado a la pared, un armario o vitrina de dos puertas acristaladas en la parte superior y dos puertas macizas, opacas, en la inferior, donde el maestro guardaba el poco material fungible y no fungible que había. Entre ellos, una botella de más o menos un litro de capacidad, con un tapón negro de rosca y una inscripción tipográfica que ponía: Tinta PELIKÁN. En esta botella de alquimista, el maestro tintaba el agua con fucsina o anilina azul para llenar los tinteros, en los que siempre secos, a fuerza de mojar las plumillas adosadas a aquellos finos mangos de color lila, en uno de cuyos extremos, forrado por un canuto de hojalata, con una ranura dispuesta al efecto, se anclaba la plumilla. ¡Cuántos borrones, Dios mío, habremos echado en aquellas libretas de dos rayas, primero, y de una raya, cuando ya tenías más arte para escribir!
A tu ladito, no muy lejos, un cartón secante de color rosa - ¿por qué sería siempre rosa y no de otro color? – universo de manchas enteras y de medias palabras que se leían al revés. Si no escurrías la tinta en el borde del tintero, casi seguro, que al empezar a escribir, se te ponía un punto gordo de tinta en la primera letra, y allá tenías que ir absorbiendo con la punta del secante aquella esfera achatada por un polo, si no querías que la tinta te traspasase un par de hojas, con la regañina consiguiente por parte del maestro. Así, que las cuatro puntas del secante estuviesen impregnadas de tinta de tonalidades multicolor del más claro al más oscuro.
Pero para poder escribir a pluma, ¡ qué alegría te daba poder hacerlo !, saltabas y brincabas de gozo, el maestro había de dar su parecer y consentimiento. Por lo cual tú te esmerabas, hacías méritos para que tal sucediera, afianzando el pulso sobre la libreta con ímprobos esfuerzos. Los más enanos utilizábamos una pequeña pizarra individual enmarcada en madera. En uno de los laterales del marco tenía la pizarra un agujero que servía para que, pasando un trozo de cuerda, sujetara al otro extremo un trapo con el que borrar las cuentas y dictados de palotes que escribías. El procedimiento para tal menester era el siguiente: pensabas que comías limón, las glándulas segregaban gran cantidad de saliva, te la preparabas entre los dientes, aspirabas aire para llenar los pulmones, y con todas tus fuerzas, estampabas con rabia el escupitajo sobre la pizarra; agarrabas el trapito, frotabas frenéticamente la superficie , la secabas bien con el otro extremo del trapo, que estaba seco, y aquella pizarra quedaba negra, limpia, reluciente como los chorros del oro, como una patena. ¡Qué gusto volver a coger el pizarrín de punta afilada sobre un adoquín a la hora del recreo y empezar un nuevo trabajo sobre el fondo oscuro de la pizarra!
Había dos clases de pizarrines. Uno, duro, de pizarra gris. Un cilindro más bien irregular de un palmo de largo. El otro, de color blanco, blando, cremoso, como de yeso y totalmente cilíndrico. Estos eran más caros. Pintaban mejor sobre la pizarra y se veía lo escrito con mayor nitidez. Uno y otro, cuando caían al suelo, se partían en mil pedazos – qué coraje te daba cuando se te rompía, con lo bonito que era entero – y de esta forma, pues nada, que tenías muchos más pizarrines, eso sí, más pequeños. Te guardabas en el bolsillo los demás trozos y seguías escribiendo con el cacho que tenía la punta afilada. A la hora del recreo, si no había otra cosa mejor que hacer, te dedicabas a aguzar los distintos trozos para tenerlos dispuestos y no tener que escribir de lado, cambiando de posición el pizarrín a cada palabra o número.
Era signo de buena educación, ya te lo avisaban y tú lo tenías en cuenta, el que te pusieras de pie cuando entraba una persona mayor. En esa posición permanecíamos hasta que el maestro, con un gesto, nos indicaba que nos sentáramos, o bien, hasta que dicha persona se marchaba, si era asunto de poca monta lo que había que tratar. Es que en aquel tiempo éramos muy educaditos y civilizados.
Entonces, los padres, cuando tenían que hablar con el señor maestro para preguntar por su niño, iban sin cita previa ni hora convenida. Aquí te cojo, aquí te mato. Si la mamá del nene, un suponer, venía en aquel momento de la plaza de abasto cargada con dos repollos, un kilo de brevas, tres kilos de papas, media morcilla lustre y una coliflor, al pasar como pasaba frente a la escuela, no era mal momento para preguntarle al señor maestro qué tal va mi niño, a la vez que apostillaba: -Y si hace falta darle una bofetada, señor maestro, désela usted, que este niño es un desmadrado y un desmandado que no hace caso de nadie-. Y terminaba diciendo, más o menos, que las cosas bien pudieron suceder de otra manera: -¿Quiere usted unas pocas brevas, señor maestro?- Ande, tómelas usted, que yo me he comido ahora mismito una y son dulces como la miel. Están de fresquitas, que da gusto comerse una. Tome usted, señor maestro, cómase ésta que está llorando almíbar-.
A todo esto, el señor maestro, disculpaba el ofrecimiento, tan inesperado como inoportuno, argumentando su inapetencia en aquel momento y lo poco apropiado del lugar, para zamparse un par de brevas mientras los niños miraban cómo se las engullía. - Que no, señora, en otro momento más oportuno. Estoy en clase y no me parecería correcto-.
También los maestros eran muy educados y civilizados.
Así, que en vista de la negativa del señor maestro a zamparse las brevas en tiempo de trabajo, la señora optó por dejárselas en la mesa sobre una verde hoja de higuera. Los de la clase estábamos en suspense viendo el tira y afloja de la situación. Cuando vimos que la señora hacía ademán de marchar, muy educadamente, nos levantamos y la despedimos con un vaya usted con Dios.
De cuando en cuando nos visitaba la señora Inspectora de Enseñanza. Para entonces, el señor maestro, nos aleccionaba del modo y manera de comportarse en su presencia. Había que estar quietecitos, bien sentados, hablar bajito, no molestar, no decir palabrotas y otros cuantos noes y afirmaciones para la situación. Los mayores vigilaban que todo estuviera en orden. Cuando entraba, puestos en pie, nos sonreía, y con un gesto de la mano, nos hacía sentar. Ella se sentaba en una silla frente al señor maestro y allí hablaban un buen rato de no sé qué asuntos revisando papeles, listas, libretas de los diarios, dibujos y trabajos de los mayores. Después venían el interrogatorio de la señora Inspectora. Era el momento clave. Todo el mundo atento a su pregunta y cuidado con la respuesta. Siempre eran preguntas fáciles, de andar por casa. No se complicaba la vida.
Cuando entré en la escuela, yo era de los más pequeños junto a mi amigo Ignacio. Los grandes tenían ya catorce o quince años. Me fascinaban los dibujos que hacían en aquellos diarios de clase. ¡Qué bien pintaban aquellos mozalbetes, ante mis ojos de renacuajo!
Me sentaba yo en primera fila, en el primer banco, que para eso mi padre mandaba allí, junto a mi amigo Ignacio, cuyo padre trabajaba en el Ayuntamiento y también mandaba. Cada día, a la misma hora, después de atender el señor maestro a uno de los grupos de la clase, nos tocaba leer a los dos. Teníamos cada uno su cartilla de Primera RAYA. Aquélla que empezaba con las vocales en orden y después las ponían tan desordenadas, que era dificilísimo diferenciarlas sin que te dieran un pescozón a cada vocal; aquélla que al llegar a la m , había dibujada una chica joven, de media melena, con el nombre de mamá debajo. "Mi mamá me mima, mi mamá me ama". Más adelante, el papá y la pipa. Por cierto, que el papá tenía poco pelo y la pipa era curvada y no echaba humo. El tití, estamos en la t, era un monito pelado con la cola enrollada en espiral, la mar de "mono" y sonriente, con cara de travieso. Yo estaba a la espectativa, y a una señal del señor maestro, salía disparado hasta su mesa para leer el primero. Siempre llegaba yo antes a leer, entre otras razones, porque mi asiento estaba más próximo a la mesa del maestro y segunda porque, ya lo he dicho, estaba atento a la indicación. Pero mira tú por donde, que un día, estaría yo en las Batuecas, en Babia, pensando en las musarañas, poniéndole a una mosca un cucurucho de papel de fumar en el culo, o lo que sea, la cuestión es que Ignacio llegó aquel día antes que yo a leer. Era la primera vez que me sucedía esto en dos años. Ello hirió mi orgullo y se me saltaron unos lagrimones como puños. Yo no quería llorar, pero mi padre no pudo por menos que reírse de mi actitud y aquello me hizo estallar en rabia, llorando desconsoladamente.¡ Mierda niño!
Aquel día, las desgracias no vienen nunca solas, no pudimos salir a recreo. Llegó un municipal a la escuela y avisó al maestro de que no saliera nadie, que un perro rabioso andaba suelto por el pueblo.
Un escalofrío me recorrió la columna vertebral cuando el señor maestro nos explicó las consecuencias que sufriríamos en caso de que el perro nos mordiera. Allí dentro estábamos totalmente seguros. Los alumnos mayores en sus pupitres, ajenos a todo lo del perro, ya eran unos sabuesos, pero los más pequeños nos arremolinamos alrededor del maestro, temerosos e inquietos. Mi padre tenía entreabierta la puerta y observaba el exterior. Al poco rato, pasaba el perro por la acera de enfrente con la cabeza gacha y babeando. Lo vi a gatas entre las piernas de mi padre. Por allí marchaba, tranquilo, como si no fuese nada con él, seguido de una pareja de la Guardia Civil a prudente distancia, en espera del momento propicio para dispararle. Cayó a las afueras del pueblo, allá por el pilar.
Al llegar a Granja me sorprendió enormemente la Escuela Graduada, la Escuela Pública, según le llamábamos entonces. Me llamó la atención su enorme estructura, una mole rectangular desnuda de todo ornato, de blancas paredes encaladas a golpe de mirasol atado a una larga caña. Una especie de fábrica insolente, sin estilo. Una fachada lisa de corajuda austeridad, abierta por dos ringlas de ventanales, ofreciendo a la mirada inquisitiva del viandante, la melancolía tenue de un establecimiento fabril. Una breve escalera daba entrada por sendas puertas a la escuela. Niños a un lado, las niñas a otro. Los niños con los niños, las niñas con las niñas, en aquel jaulón de micos.
El primer día de clase, yo, como era nuevo, aún no sabía dónde tenía que ir. El director, D. José Cuenda, me llevó a su despacho de dirección, y me sondeó con varias preguntas para ver mi grado de sabiduría o ignorancia, que esto no lo tengo muy claro. De la única pregunta que me acuerdo era aquella de "qué es un triángulo". Le respondí muy bien que era un polígono de tres lados y que podían ser "más chicos y más grandes" (sic). Cuando me preguntó qué quería decir polígono, ahí me la tragué doblada, no tenía ni la más remota idea de lo que significaba, y me quedé embobado mirando la impertérrita cara de D. José. Viendo mi supina ignorancia, me explicó que poli, mi amiga Poli, significaba muchos, y gono, no tenía ningún amigo que se llamara así, ángulos. O sea, muchos ángulos, cuando en verdad sólo tenía tres.¡ Sí que me lo ponía difícil! Y encima me dijo que era griego. Ya me parecía a mí que algo raro tenía la palabrita para no saber lo que quería decir. Por mi parte , no había visto yo en mi vida a un griego para que me lo hubiera dicho o al menos insinuado. Después me hizo recitar el Credo y la Salve. Esto ya fue mejor. Sin más, me llevó del brazo a la clase de mi padre, le dijo lo que fuera sin soltarme, y salí de nuevo levemente arrastrado, hasta la clase de tercer grado donde, vestido de negro traje, se levantó cortésmente, ante la entrada del director, D. Manuel Quintana. Me presentó al resto de la clase, y mirando de hito en hito, me sentó al lado de Calderón, mi amigo Manolo, al que tratábamos de martirizar llamándole Calderón de la Barca. Ahí es nada, ni se inmutaba el tío. Por allí, en el banco de delante, andaba también Antonio Quintana y Valentín Heras, amigos para siempre. La verdad es que no recuerdo a otros elementos, quiero decir compañeros, de la clase.
Desde el aula, a tiro de bolindre, al otro lado de la carretera de la Estación, pace parsimoniosamente, como si tuviera todo el tiempo para él, en una cerquilla, el caballo de Caramelo, mostrando sus viriles atributos (el caballo), ante la mirada infantil y un tanto maliciosa de los escolares. Al lado , una casita de sencilla rusticidad arquitectónica con un par de ventanucos estrechos y un tejado de viejas tejas descoloridas por las inclemencias del tiempo, donde sobresale enhiesta, una blanca chimenea de negra boca que expele un tenue y claro hilillo de humo que se deshace al leve contacto del aire.
Nos reíamos con el caballo y alguien, no sé quién, soltaba aquella adivinanza que decía:
Grande lo tengo,
más lo quisiera,
que entre las piernas
no me "cabiera".
(El caballo)
Repito, el caballo,¿eh?
Es la hora del recreo. Plácido, traje de pana marrón, gorra de plato de oficial marinero en un mar de niños, un reloj de bolsillo asido a una gruesa cadena que sobresale del chaleco, abre la puerta de la clase y anuncia la hora del esparcimiento al maestro: "la hora", va avisando por los distintos grados. Los chicos vamos saliendo como sabandijas escaleras abajo. Uno, no sé quién, monta en la sobada barandilla y algún saliente le engancha el pernil del pantalón haciéndole un siete de arriba abajo por donde se le ven las entretelas y parte de los interiores. El director, ojo avizor que estaba, sólo le oí decir "me alegro; para que no vuelvas a hacerlo otra vez". ¡Toma ya, pa que t´enteres! Se cogió el roto pinzándoselo con una mano y fue camino de su casa a un forzoso cambio, un poco a la pata coja y un tanto escorado hacia la derecha debido a tan incómoda posición.
Se llena el patio de una escandalosa algarabía infantil. Unos juegan a "fútgol" con una mediana pelota de goma que arremolina a su alrededor una amalgama abigarrada de escolares a ver quién le da la patada a la enjaulada pelotita entre tanto pie a porfía. Hoy, los muchachos juegan con más sentido posicional. Han visto mucho fútbol por televisión.
Otros juegan al repión. Los que al tirar se quedaban en el círculo, miraban con ojos como platos la afilada punta de los repiones con los que intentaban sacarlo del redondel a puazo limpio.El que más y el que menos ya llevaba uno de repuesto para tales menesteres, so pena de quedar expuesto a que su repión bueno quedara seriamente dañado. Había unos repiones grandísimos, gordísimos, de madera de encina, que para tirarlos, en vez de un cordel, necesitaban más bien una soga y un descomunal brazo para lanzarlos. ¡Qué repión! No recuerdo de quiénes eran, pero había un par de ellos que llamaban la atención. ¡Qué pedazo de tocón con púa, Dios mío, hecha a machamartillo de herrero, a los que dábamos la lata inmisericordemente unos, otros y los demás, con lo de ponerle púas a los repiones!
Si era tiempo de bolindres, se veían por aquí y por acullá verdaderas parvas de niños alrededor de un gua apostando cantidades ingentes de bolas, los que más tenían y menos les importaba perder o ganar, mientras que los más, apostábamos de dos en dos o de cuatro en cuatro como mucho, jugando a la tanga. Si cortabas pares, eras ganador; si impares, ganador el otro.
Otros jugaban al triángulo, juego menos espectacular, pero no exento de estrategia para que no te mataran o no te quedaras dentro del mismo al tratar de sacar algún bolindre que iba derecho a la faltriquera o la bolsita de tela que te había hecho tu madre si lo sacabas del triángulo. Previamente se había tirado a raya para decidir, por la mayor o menor proximidad, quién comenzaba a tirar, una vez realizada la apuesta.
Otros simplemente jugaban al gua, aguardando pacientemente mediante la táctica de proximidad al hoyo, que algún pardillo quedara lo suficientemente al alcance como para darle un sello y mandarlo fuera del juego.Un contrincante menos y sigue la guerra de los bolindres. Pero Plácido vocea desde las escalerillas que ya está bien de juegos, que es la hora de volver al trabajo escolar. Los más reacios, los remoloness, los que se recuelgan en el juego, se ven expuestos a la ira de Plácido, que con una palabra más alta y acompañada de un gesto que no indica la menor duda, sirve para que la caterva remisa de zangandungos salga dando pingos vapuleándose el culo con los talones. En la huida uno se da un guarrazo al trastrabillarse con otro, pero no le da tiempo nada más que a levantarse y seguir la indicación de Plácido, sin mirarse tan siquiera el rasguño de las rodillas y el codo. Despejado el campo, Plácido se sienta tranquilamente en una silla de aneas rotas de tanto amolarse las uñas los gatos, a la sombra de una parra, allá a la puerta de la casita donde vive. Un olorcillo a puchero se expande por el derredor.
Llegamos al aula y D.Manuel Quintana tiene puestas en la pizarra varias multiplicaciones de tres cifras y un problema de ovejas, vacas y un caballo -¿ sería el de Caramelo?- que decía más o menos:
Un labrador cambia un rebaño de 120 corderos valorados en 268 pts cada uno, por cuatro vacas,valoradas en 6390 pts cada una, y además un caballo. ¿Cuál es el valor de éste?
- Es el caballo de Caramelo, decía el Valentín, al que llamábamos la Rana por su peculiar manera de nadar, riéndose por lo bajito como una jimia:ji,ji,ji, - levantando y bajando rítmicamente los hombros en su hilaridad. Éste también tiene dos colas, una más arriba y otra más abajo, ji,ji.
Los que estábamos a su lado, sonreíamos su oportunismo sin atrevernos a más, pues D. Manuel estaba ya dando golpes en la mesa con la palmeta, en vista del pequeño alboroto.
Salían los dos empatados en cuestión de dinero si el caballo valía 6600 pts, pero a mí me daba la operación 6500 pts, que tampoco estaba mal para un caballo, y aquí me tienes repasando las multiplicaciones y la resta para averiguar dónde estaban las malditas 100 pts que me faltaban.
Los sábados rezábamos el rosario, a pie firme en el pasillo, dirigido en los misterios por D. José el director, hombre de profunda fe y religiosidad donde los haya habido. En mayo, mes de María, nos reunía a todos los escolares en una clase, creo que era la segunda subiendo a la derecha, donde una imagen de la Virgen asentada en su peana adosada a la pared, presidía los cantos y ofrendas de flores que traíamos los niños. El "Venid y vamos todos / con flores a María /con flores a porfía / que madre nuestra es", lo entonaba con una bonita voz de tiple mi amigo José Mari Espinal, y cantábamos a coro los demás. Al llegar al verso de "con flores a porfía" aquello no era cantar, aquello era berrear al unísono un centenar de chiquillos a ver quién voceaba más intensamente, incluidos los desafinos de unos cuantos que tenían el oído uno enfrente del otro. Reconozco que cuando José Mari hacía el solo yo sentía una endiablada envidia, porque modestia aparte, yo cantaba mejor que él. Pero José Mari era un enchufado del director con aquella carita de angelito y de niño bueno que tenía. Sí, he de reconocer que él cantaba mejor que yo por Antonio Molina y Juanito Valderrama, pero en lo demás no. Y como su padre le regalaba un saco de garbanzos cada año al director, pues eso, que siempre cantaba el niño. ¡Qué granuja y qué egoísta el muchacho! Y además siempre le hacía las pelotas al director - perdón, en singular, la pelota - y por eso le dejaba siempre cantar. Un abrazo desde aquí, José Mari.
También cantábamos el "Cara al sol", que mira tú por donde, no sé por qué siempre lo cantábamos de espaldas, bueno, sí sé, era sencillamente porque a esa hora el sol lo teníamos a la espalda. No recuerdo bien si era una vez a la semana o dos. Lo digo por lo de izar y arriar bandera que son dos tiempos distintos. Aquello de "impasible el ademán" no había quién entendiera lo que quería decir y aún más si lo traducías por "imposible el alemán". Lo de imposible ya lo intuías más o menos, pero lo de impasible era ya harina de otro costal, ¿qué querría decir? Ademán, ni por asomo te sonaba el significado. Eso es lo que pasa desde tiempo inmemorial cuando la transmisión es oral, de boca a oído. Se me vienen a las mientes algunos romances que se transcribían más por afinidad sonora y se invertían términos, hasta tal punto, que no los entendía ni la madre que los parió. Ahora recuerdo el término latino "in diebus illis" (en aquellos días, en aquellos tiempos),mal separado por un ignorante que dijo no entender qué significaba el "busilis". Hay busilis cuando suceden acontecimientos imprevistos, misteriosos, mágicos. Gustavo A. Bécquer emplea el término en la leyenda de Maese Pérez, el organista, cuando durante la misa del Gallo suena en el órgano los mismos sonidos que imprimía Maese Pérez cuando vivía:
- ¿No os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara; no os lo dije yo? Aquí hay busilis (...) Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira...., aquí hay busilis. En efecto, el busilis, el imposible el alemán, era el alma del Cara al sol.
Salimos por la tarde de la escuela y, al ver pasar un carro cargado de costales, algunos nos recostasmos en la parte trasera, con el consiguiente enfado del conductor, que no estaba dispuesto a llevar una sobrecarga sobre las ya sufridas mulas. Es una tarde espléndida que invita a ir las Pedreras a darle cachiporrazos a las despiertas e inquietas ranas. Allí pasamos un rato. Al atardecer, la plaza se llena del bullicio propio de una chiquillería entretenida en los más diversos juegos. Los aviones chirrían desaforadamente despidiendo las luces del último sol.


A. Fernández Bozano

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