viernes, 5 de diciembre de 2008

EL TEJAR DE ELÍAS

Con qué tejemaneje rellenaba el molde de las tejas, baldosas y ladrillos. Aquel sonoro chasquido de la embozada de barro soltado con fuerza sobre la mesa. A un lado, la ceniza de paja quemada con la que espolvoreaba el asiento del molde, al otro, un barreño con agua para alisar la pieza y, en el suelo, aquella mole de arcilla pegajosa de color rojo.
Elías parece llevar el compás de su cante a golpe de barro con aquella voz en falsete. El que es de la tierra, terreno es. Así era su rostro, esculpido por el cincel del Solano y del Gallego, surcado por ríos de sudor exprimido por un trabajo de sol a sol. Hombre neolítico sedimentado por la evaporación bajo el cristal del cielo...
Vivía yo por entonces al final del Barrio Cuenca, frente al Jerrete, a cuyo fondo, enmarcado por el paisaje, se divisa el cementerio rodeado de cipreses y encalado en blanco. Una familia de buitres carroñeaba los despojos de las bestias sacrificadas por El Curtidor, un hombre ancho y fuerte que regentaba una tenería situada un par de casas más debajo de la mía. Un olor penetrante se desprendía de los curtidos y ácidos. Mi puerta falsa daba a la explanada donde Elías tendía, con mimo diría yo, aquellas tejas artesanales alisadas con aquellas manos poderosas, grandes como una pala y dedos ágiles delicados.
¡Qué habilidad en dar forma a aquellas piletas para el agua de las gallinas! A mí me hizo una pequeñita de forma ovalada, una verdadera monada. Me servía para guardar más de un centenar de bolindres que me coció en aquel horno de reminiscencias árabes ennegrecido por las constantes hornadas. Por la noche me los jugaba a la “tanga” en la plaza –había una tenue iluminación- engañando al Feliso, a Navarrete, al Moñi, al Pulpo, a Quiquillo, a Gala y a otros que se me han perdido en el recuerdo. A la mañana siguiente, en la escuela, a la hora del recreo –en mi mente se agolpa la imagen de Plácido anunciando “la hora”- oí decir a Gala que como se enterara de quién el de los bolindres, le partía la cabeza. No volví más por aquello del refrán de la viña.
Al desperezarse la primavera de los trigos y amapolas era cuando Elías empezaba a desarrollar una febril actividad. De buena mañana cogía el carro y el Rucho, así se llamaba aquel borriquillo de color gris plata, camino de Los Joyos. Cargaba el carro de dos varales de aquella tierra rojiza que sus pies amasarían, calzón remangado hasta las rodillas, junto al pozo de agua dura por lo caliza que era. Apaleaba la montaña de barro con una barra de hierro para terminar de desterronar, a golpe seco, los grumos que quedaban. En más de una ocasión le volqué la carretilla cargada, en mi afán de probar a llevarla.
- Tienes que comer más garbanzos, Antoñito – me decía con aquella sonrisa, mitad ironía y mitad provocación-.
Era verano cuando los cobertizos del tejar se convertían en refugio de gitanos y menesterosos. Elías nunca se opuso a que allí se albergaran y así estuvieran a cubierto de las inclemencias del tiempo. Allí dormían en colchones rellenos con la paja del almiar, allí comían a punta de navaja y por allí correteaban los gitanillos con el culo al aire.
En el tejar empecé a fumar como todos los muchachos de aquella época lo hacíamos, por mimetismo, por contagio imitativo, que es como siempre se comienza. Era la hora de la siesta, el sol caía en vertical, un sol de justicia. No lo sentí, pero allí estaba mi padre, que por alguna razón me buscaba, y yo con una bocanada de humo en la boca a carrillo hinchado. No se me ocurrió nada mejor, al escupir el humo, que decir: ¡Qué niebla hace! Mi padre ni vio ni oyó nada. Qué generación más reprimida la mía. Entonces ya tenías buen cuidado de que no te viera fumar tu padre. Ahora debo tener buen cuidado de que no te vean los hijos. Dejádmelo expresar: ¡Amos, anda ya!
Si amenazaba lluvia, Elías ponía bajo el cobertizo los ladrillos apilándolos de canto, de dos en dos, del mismo modo que un niño superpone las fichas de dominó en su intento de construir una torre. Yo perseguía a Quintana entre aquellas torres de ladrillos, que estaban espaciadas de trecho en trecho. Choqué con una de ellas y, como en juego de bolos y al derrumbe de aquélla, cayeron algunas más. Yo me quedé lívido. Elías era un hombre cariñoso, pero también yo le manifestaba un gran respeto. Me sentía anonadado. Había derrumbado parte del esfuerzo y trabajo de un hombre. Tenía que hacer algo, no podía quedarme así, sería injusto. Fui a su casa, que aún continúa allá camino de fábrica de Joselito. Elías no estaba, tal vez había ido a “afeitarse”, que era el eufemismo que utilizaba, cuando de ir “parriba” se trataba, a tomarse una copitas a casa de Agustín o de Jacobo. Al día siguiente yo ya no quería verle, pero él sí quería verme a mí.
- De modo y manera –era uno de sus latiguillos- que tú eres el culpable del estropicio de los ladrillos, ¿ eh? Pues ven acá que me vas a ayudar a sacar un horno. Y cuida que “no te se caiga” ninguno en los pies – me dijo con voz grave -.O al menos, así me lo pareció a mí.
Aquel monstruo fantasmal de fuego que era el horno, ya no existe. No oleré nunca más a paja quemada, ni las pavesas llevadas por el viento caerán sobre mi cabeza. Los almiares simétricos ya no amarillean. El rucho, con epitafio de “él era valiente, él era mohíno”, tal vez fue pasto de los buitres y su piel adobada en la tenería.
En el lugar del tejar, Juanito ha preparado una enramada para cobijo de su ganado.
Al amanecer siguen los cantos de los gallos y tintinear de los cencerros.

Antonio Fdz. Bozano

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