lunes, 1 de diciembre de 2008

EL TREN

Una serpiente trepidante de cabeza negra discurre por los raíles asentados sobre las viejas traviesas de madera de encina a medio tapar por el balasto, tal vez picado a golpe de maceta –de mango largo y flexible- por un sudoroso torso desnudo y unos brazos bravos y musculosos. Un camino terso, paralelo, que se pierde en la vega amarillenta de los trigales...
Nunca hasta entonces había visto el tren. Contaba yo por entonces la edad de ocho años y tenía, ya entonces, la imagen seria, excesivamente seria, que me ha caracterizado desde que me conozco. Mi abuela, con esa filosofía popular que poseen los viejos, siempre me decía que tenía cara de juez y que iba estirado como si me hubiera tragado un sable.
Con esa impaciencia propia de los niños que desea algo al momento insistía yo, una y otra vez, para que me llevaran a la estación a ver el tren. Hacía dos día que vivíamos en el pueblo y, a pesar de la lata que le daba a mi padre, mis deseos no los veía cumplidos y las evasivas eran continuas. Bastante tenían con ordenar los bultos y enseres que conllevó el traslado de nuestra casa en Santa Marta. Pero al tercer día, como una admonición evangélica, así sucedió.
Doña Elena, maestra de grato recuerdo, me presentó a mis primeros amigos de La Granja: Quini Muñoz y Mariano, que en paz descanse. Fueron a mi casa del Barrio Cuenca, por entonces vivíamos allí y, pasando por la calleja de Mejago, enfilamos la carretera de la estación a paso de galgo corredor, tales eran mis ganas de llegar. El camino se me hizo largo, quizá por esa vehemencia que suponía ver cumplir un deseo tan largamente esperado.
Llegamos a estación. Mi primera visión del entorno fue un pozo blanco con brocal rojo y sobre él, un cubo sujeto a la cuerda pasante de una carrucha ennegrecida por el óxido. A su lado, dándole sombra y, si mi memoria visual no se ha perdido en el recuerdo, una higuera de verde fronda. No lejos de allí, al lado mismo, una gran casa blanca de enormes ventanas rodeada por una verja de hierro asentada sobre un muro encalado y una esbelta palmera en el jardín como un enorme paraguas de varillas desplegadas.
Llegado que hubimos a pie de estación, yo no veía el tren por ninguna parte. Qué nervios. No podía ser, tenía que estar allí tal como lo había imaginado en multitud de ocasiones. Mis ojos escrutaban en vano en ambas direcciones. Fue una grave desilusión para mí. Mariano, después de observar el reloj adosado a la pared de estación, enjalbegada de cal blanca, de muros y salientes de ladrillo a la vista pintados de color marrón rojizo, dijo que aún no era la hora.
Había gente deambulando por el andén, otros que aguardaban pacientemente sentados en sendos bancos también marrón rojizo, mientras los más, esperaban a pie rodeados de maletas y bultos de diversa índole.
No tardó mucho tiempo, aunque a mí se me hiciera interminable la espera, en llegar el tren. Yo no hacía más que mirar, bien arrimado al borde del andén, inclinado el cuerpo hacia la vía y alargando el cuello cuanto podía hacia el lugar de procedencia. Al fin apareció lentamente por la izquierda. Tragué saliva, y un escalofrío me recorrió desde la nuca por toda la espalda. Era algo majestuoso a mis ojos de niño. Un monstruo enorme de color negro avanzaba por los raíles y por su lado derecho desprendía un ruidoso chorro de vapor. De su chimenea, un ojo negro que miraba al azul del cielo, despedía un humo blanquecino que iba dejando una estela perdida de jirones y un olor a carbón mineral que quedó para siempre asociado a mi conciencia. De una boca pequeña situada delante de la chimenea salía un chorro discontinuo de vapor, a la par que un silbido estridente anunciaba su llegada. Una llegada suave en el rodar, pero ruidosa por los constantes escapes de vapor de aquel monstruo de hierro.
Ajetreo de gente que baja y de otras que suben. De un vagón de carga abren una puerta corrediza y entran y sacan pesados fardos que transporta en una carretilla de manos, con ruedas de hierro, un empleado vestido de pantalón y camisa azules.


El jefe de estación, gorra de plato color azul y una banderola roja enrollada sobre un mástil breve bajo el brazo, da la salida tocando insistente y repetidamente una campanilla situada al lado del reloj, toca un silbato de grave sonido, y la máquina le contesta largo como una despedida amorosa. El tren chirría en su arranque, las bielas son lentas en su rotación, suenan las válvulas de escape, crujen los desvencijados vagones y un chuc-chuc fatigoso fluye de sus entrañas.


Al paso de los años, en mi época de estudiante en Badajoz, fueron innumerables las veces que tuve que viajar en tren. Era un tren de vía estrecha, un tren familiar, acogedor y seguro –viajaba una pareja de la Guardia Civil con tricornio y mosquetón-, un tren de cuentos infantiles: pequeñito, coqueto, con asientos de madera, con sus ventanillas abatibles por las que asomabas la cabeza para que te entraran en los ojos pavesas de carbonilla incandescentes que te ponían los ojos rojos como tomates rojos.
Era frecuente que el tren, en su férreo caminar, al llegar a la cuesta de la Joyana, temblara, palpitara, sudara vapor por sus cuatro costados y, exhausto por su largo caminar, asmático, se tomara un descanso en plena subida para oxigenarse entre medio de las amapolas rojas. Su parada era total y absoluta. El choteo que se organizaba era de órdago a la grande. Algunos pasajeros bajaban y empujaban en medio de la chanza, el delirio y el jolgorio general. Mientras tanto, el tren reponía energías e insuflaba presión a su caldera. ¡Ahí era verlo encarrilar hacia su destino y desatascarse por las bravas de la empinada cuesta! ¡Cómo hipaba la máquina con su pobre pulmón de acero asfixiado!

Por la carretera, de vuelta a casa, Tomás marcha al paso de un burro uncido a un viejo carrillo donde transporta mercancías y bultos de la estación. Es un hombre enjuto, entrado en años, y sus ojos desprenden una mirada serena. Lleva una chambra desabrochada gris oscura y su cabeza la cubre con una gorra de visera un tanto ajada por el uso. No tiene prisa, y si la tiene, el rucio, marrón y de hocico blanquinoso, parsimonioso como si tuviera todo el tiempo del mundo, no lleva ninguna.
Al final de la carretera, entre los tejados rojos, emerge la torre hermosa. Erguida, enhiesta, centinela de la tarde. A su alrededor, un enjambre de aviones –vencejos- veloces y chillones, en acrobáticos vuelos desafiantes de las leyes de la gravedad. Dos cigoñinos mueven aparatosamente las alas y saltan sobre el pretil de la torre ensayando un próximo vuelo.
Llegamos a la plaza. Don Arcadio, con sotana y manteo, pasa entre nosotros y en un santiamén le rodeamos y nos da a besar las mano. No sabíamos por qué, pero así era y así lo hacíamos.
Suenan las campanas a las santas inclinaciones y su tañido se expande en el atardecer rojo de los campos. Huele la brisa a jaras y a tierra mojada.

Antonio Fdez. Bozano

No hay comentarios: