lunes, 1 de diciembre de 2008

LA PRIMERA COMUNIÓN
(A Franci, que me enseñó a jugar a los bolindres)
Todos los niños, en los meses previos al día de la primera comunión, tienen la cabeza hecha un batiburrillo. Toda la familia gira alrededor de lo mismo. Y las abuelas, con ese cariño tan de abuela, las que más organizan y desorganizan.
Era un 24 de junio. Mañana calurosa del día de San Juan en los entrantes del período estival, cuando las chicharras esparcen su monótono sonido por las enramadas colindantes. Las paredes enjalbegadas recortaban la silueta de un perro, rabo entre las patas, que corría azuzado por cuatro mozalbetes a pedrada limpia. Por la acera de enfrente iba yo con un traje de chaqueta blanco, largo pantalón y camisa blanca de cuello duro que me apretaba cual dogal de reo en la horca; un redondo medallón de mi madre, un relieve de la virgen con manos suplicantes, sostenido por un grueso cordón azul con una inscripción en círculo que dice: Asociación de Hijas de María; un misalito de blanco nacarado con el dibujo de un cáliz dorado y una Hostia de la que salían rayitos, unos más largos que otros. Qué calor, y por si fuera poco, unos guantes blancos de tela.
Llegué a la iglesia y me puse al lado de Juanín, un niño menudito y moreno, de sonrisa amplia, del que no he vuelto a saber más, se esfumó en mi entorno como una ligera niebla en un día de sol, vestido de gris corto, con zapatos y calcetines negros. No me gustó mi parafernalia al ver a Juanín tan normalito y yo tan empingorotado. Le pregunté a mi padre por qué aquel niño no iba de blanco como yo. No recuerdo qué me contestó.
La tarde anterior fui a confesarme de mis pecados con D. Arcadio. Por el camino, barrio Cuenca arriba, mi padre fue repasándome los Mandamientos de la Ley de Dios y los de la Iglesia.
El primero, “Amar a Dios sobre todas las cosas”. A pesar de las veces que lo había recitado en la catequesis, seguía sin enteder lo de “sobre”. Yo quería amar a Dios, pero ¿dónde estaba? Y eso de sobre todas las cosas, sí que era para mí un galimatías. Si Dios estaba sobre todas las cosas, ¿por qué no lo veía yo? Ni siquiera lo había visto yo “sobre” mi caballo de cartón, que eso sí que era una cosa bonita para estar sobre.
“No tomarás el nombre de Dios en vano”, era el segundo. Para mí tomar era sinónimo de coger. ¡Cómo iba a coger el nombre de Dios si no lo veía por ninguna parte! ¿Y cuál era el nombre de Dios? Yo le pregunté ami padre, era preguntar por preguntar, pues ya sabía la respuesta, cómo se llamaba, y me respondió que Juan.
- ¿Y el nombre de Dios?, pregunté yo.
- Pues Dios, me contestó.
Y seguía sin entenderlo. Lo de vano, para mí, era que no tenía el grano gordo una espiga de trigo o cebada. Me imaginaba a Dios como una espiga con todos los granos vanos. ¿Estaría el nombre de Dios en los granos vanos de las espigas? No me atreví a preguntarle a mi padre, sería vano, no me enteraría.
“Santificar las fiestas”, tercero. Entendía bien lo de fiesta, pero eso de santificar, no sé qué carajo era. Seguíamos andando la cuesta arriba.
El cuarto, “Honrar padre y madre”. ¿Qué es honrar?, pregunté.
- Querer, respondió mi padre.
- Ése sí que lo entiendo. ¡Claro que os quiero!
“No matarás”, el quinto. Ése lo entendía perfectamente. Quitando alguna cucaracha, alguna salamanquesa y unas pocas hormigas, no había matado más. Tendré que tener más cuidado de aquí en adelante y dejar de matar bichos a diestro y siniestro.
El séptimo, “No hurtar”, iniciaba mi padre cuando pasábamos por la zapatería de Plácido que entonces estaba a medio camino entre mi casa y la plaza, hacia arriba por la acera izquierda
- ¡Que te quedas el seis, el seis, que me los voy contando con los dedos!, le increpé yo con esa impaciencia propia de los pocos años.
- Ése a ti no te toca, repuso mi padre sin más.
- ¿Y por qué?, torné a preguntar yo que no quería que se pasase el sexto así porque sí.
- Eres pequeño y tú no sabes.
- Pero el seis dice “No fornicar”, que me lo he aprendido bien en la catequesis, que simpre que digo los mandamientos de retahíla me dan un vale para cambiarlo por juguetes el día de Reyes.
¿Pero qué es fornicar?, preguntaba el niño y vuelta con la burra al sembrado.
- Son cosas feas, por toda respuesta de mi padre.
Aquello no tenía fin y seguía sin saber por qué a mí no me podía tocar fornicar si era un mandamiento como los demás. ¡Era pequeño! ¡Vaya respuesta!
“No hurtar”, continuó mi padre para que yo fuese examinando mi conciencia.
- Hurtar es robar, que ya veía venirse la pregunta encima- me dijo mi padre.
- Pues le he robado a Pascualín dos estampas de cajas de cerillas y tres bolindres-, contesté.
- Se los devuelves y así estarás bien.
- ¿Y no puedo guardarme las dos cosas? En verdad eran cinco.
- No, ya sabes que hay que devolver lo robado para que se te perdone el pecado.
Aquello se ponía feo. Tendría que ver a Pascualín con la vergüenza que me suponía realizar el gesto de la devolución Pero no había más remedio. Porque si un suponer, ahora se desbocan las mulas de un carro y yo voy tan tranquilo por la mitad de la calle, me pasa una rueda de aquellas de aro de hierro por la cabeza y me mata. Pues eso, que me voy derechito a las calderas de Pedro Botero, o sea, al infierno para toda la vida. Demasiao, chacho. Que no, que le tengo que devolver las estampillas de cerillas y los bolindres. No quiero chamuscarme. ¡Pues no tendrá que haber allí aulagas ardiedo! ¿Para qué se los quitaría si yo tengo mas de quinientos apilados en cajas de cerillas? Y de bolindres, pues lo mismo, centenares.
“No levantar falso testimonio ni mentir”-, proseguía mi padre. Y éste, que los voy contando yo, es el ocho. Me quedan dos dedos.
- ¿Y pesa mucho el testimonio ese?
- Cómo que si pesa, ¿qué tiene que pesar?-, me preguntaba mi padre que no intuía la relación de lo que había dicho con mi pregunta.
- Es que si tengo que levantar el testimonio – yo me pensaba que testimonio era una especie de demonio – no sé si podré.
Mi padre se reía de mi candidez en analizar las palabras bajo mi prisma infantil, y yo sin saberlo, moviéndosele la barriga hacia arriba y hacia abajo ostentosamente. No sé de qué se ríe, pensaba yo.
- No pienses en el testimonio. ¿Tú dices mentiras?, me espetó a bocajarro.
Confieso que me quedé desconcertado y con los ojos como platos ante la pregunta. Se me vinieron a la mente montones y montones de mentiras. Esta mañana sin ir más lejos, una maceta de pilistras se ha roto sola. Yo no había sido. Habría sido mi hermana Rosario o el gato, que según mis cuentas, ya había roto unas cuantas.
El noveno, “No desear a la mujer del prójimo”, me lo dijo de pasada diciéndome mi padre que no me tocaba a mí ése, que no hiciera comentario. Como no quería discusiones lo dejé así. Eso debía de ser cosas de mayores. A mí no me tocaba porque era pequeño, lo presentía.
Me queda un dedo, el último, el que hace diez, pero no debía de ser nada importante porque ya llegábamos a la puerta de la iglesia. El “No codiciar los bienes ajenos”, que era el dedo diez, lo entiendo bien ahora. ¡Es que los ajenos tienen cada bienes! Qué tentaciones, Dios mío.
Entré en la iglesia y D. Arcadio ya estaba en el confesionario. Ya sabía él que yo iba a ir para confesarme por primera vez. Estaba metido en aquella especie de chabolita de madera con rejillas a los lados. Siempre me pareció aquello – lo digo con todos mis respetos – como una caseta de mastín, pero más alta.
- Ave María Purísima.
- Sin pecado concebida.
Sin más preámbulos, me arrodillé delante de D. Arcadio y desembuché el me arrepiento, padre, de mis pecados. D. Arcadio fue preguntando y yo iba contestando. No era tan complicado, solamente había que ir diciendo sí o no y cuántas veces, él te repasaba la conciencia mejor que uno mismo. ¿Cómo podría ser que te preguntara aquello que justamente tú no querías ni insinuar? ¿Sería verdad que los curas leen en la frente? Me miraba con una cara bonachona y sonriente enmarcada por aquella gafas de cristales gruesos llenos de redondelitos concéntricos y me despidió con una galletita en la mejilla izquierda cuando ya me dio la bendición.
Al día sigiuiente fue la comunión. Mi abuela paterna – yo era el ojito derecho de los nietos – estaba allí para asistir a la ceremonia. Era una mujer excesivamente gruesa. Vestía de negro, el cabello, terso en la frente, lo recogía detrás en un abultado moño. Su presencia llenaba la estancia con esa pose de las personas mayores. Sentada sobre una silla, preparaba los detalles de mi vestimenta con ese cariño y mimo de las abuelas. Me quería con verdadera pasión, entre otras razones, porque ella sabía que yo quería ser cura. Era una persona bastante religiosa y tener a alguien en la familia que rezara por ella alguna misa, era sacarla del purgatorio antes de tiempo, que no era poca cosa ya que, según apostillaba el Ripalda, lo mal que se pasa allí. Un día que me enfadé con ella, no recuerdo porqué, le dije que ya no sería cura y a aquella mujer se le caían unos lagrimones como puños al pensar que su salvación estaba en mis manos. ¡Pues menuda responsabilidad cargaba a mis espaldas la buena mujer!
En aquel tiempo era muy raro que una comunión se celebrara en un restaurante como es costumbre en estos días. En mi casa estaba dispuesta la camilla llena de bandejas de roscos, perrunillas, pestiños, bolluelas,etc. A mí, yo no me acordaba de que no se podía comer, se me iban los ojos detrás de las perrunillas doraditas y azucaradas que había hecho la señora Josefa. En un descuido de los presentes cogí una y le di un bocado. No bien empecé a saborearla, cuando:
- Niño, escupe eso-, me increpó roja de espanto mi abuela que en un tris vio que no podría hacer la comunión ese día.
Me quedé con los carrillos inflados sin atreverme ni a respirar. Llegó mi madre y me hizo escupir lo que tenía en la boca a la vez que me restregaba la lengua con una servilleta preguntándome si había tragado algo. Dije que no, qué iba a decir, vaya usted a saber. Desde las diez de la noche del día anterior que no probaba bocado y eran las once de la mañana, mañanita de san Juan. ¡Qué castigo, Dios mío!
Ya he hecho la primera comunión. Qué importante me sentía, era como si de un vuelco me hubiera transformado en otro chiquillo con esa especie de valentía interior que denota que has hecho algo que redundará en la posteridad. Y si no, a qué venía esa pregunta entre irónica y de reproche que te hacían ante cualquier tropelía: “ ¿y tú has hecho la comunión?” , “pues a ver si te portas mejor”, si la situación era de menor calibre, o “ a ver si te portas bien”, si la cosa había sido gorda.Mi madre me hizo visitar, con cuello duro y zapatos de charol blanco que me habían hecho una sobadura, a las vecinas y amigos para que vieran lo guapo que iba. Alguna pesetilla cayó. Porque si no, a guisa de qué iba a ir yo en tal jaez.
En una de mis idas y venidas estaban en la plaza unos muchachos del barrio Cuenca jugando a los bolindres. Sin encomendarme ni a Dios ni al diablo me puse a jugar con ellos como debía ser. La plaza entonces estaba cercada por un murete de rojizos ladrillos; una palmera en el centro, pequeñita, desplegaba sus palmas al sol canicular y unos arriates con plantas pisoteadas la circundaban por su interior. Era tierra tierra.
- Está en bebe, eso no es gua -, decía el Moñi que estaba de mirón.
- Eso es gua – terciaba yo, que veía el bolindre más bien dentro que fuera.
La discusión se terminaba ahí, en un tira y afloja hasta que, de común acuerdo, se volvía a tirar nuevamente. Otras veces no había discusión. Dependía a menudo de la envergadura, de la prestancia, fortaleza, catadura del que tenías enfrente y te callabas. Amén, que pintan tortas.
- Tiro a porve -, es decir, en plan entrenamiento.
- Vale, respondía yo, mientras que Manolín probaba con su china en dirección al gua.
- Ahora ya, a perde -, o sea, de verdad.
En uno de los lances, el Manolín, con su china, le dio un arbello a mi bolindre azul que había comprado en ca Argimiro, que me lo descalabró. No lloré, pero no me faltaron ganas. Azul, nuevecito, brillante, que lo había picado al restregarlo contra la arenilla aprisionándolo con la suela de los zapatos para que no resbalara entre los dedos. ¡Qué arbello me dio!
Por la tarde, ya sin traje ni cuello duro, nos arremolinamos en la plaza toda la caterva de muchachos. El pijotero Moñi nos organizó una de guardias y ladrones. Se decía en este juego una retahíla cuando uno de los ladrones había sido localizado para que se estuviera quieto donde estaba. Era así:
Hilo verde, travieso.
Más adelante.
¡Quietecito mi compañero!
La verdad es que aquello era un lío. No se sabía bien quién era el que te había visto, pues la cancioncilla se oía por todos los frentes y de forma atropellada en aquel guirigay de gritos.
Se acabó de momento el juego. Por la puerta del Ayuntamiento salía cautelosamente Crespo, agente autoritario de la autoridad autoritaria, con el vergajo en la mano, dispuesto a terminar con aquella algarabía de sabandijas andantes que pisoteaba, como caballos de Atila, los parterres de la plaza. Visto que fue, no quedamos ni uno por todos los alrededores. ¡Que viene Crespo, que viene Crespo! Era la voz de alerta ante la cual lo menos que podías hacer, so pena de que quisieras que te estriaran las nalgas, era desaparecer por una de las ocho calles que desembocan en la plaza.
La tarde languidece – esto es lo más cursi que he escrito en mi vida, pero lo dejo, so lánguido, – y el sol se oculta tras los tejados del Ayuntamiento. Los aviones, vencejos, en negra bandada, surcan el azul del cielo en acrobáticos vuelos impregnando el aire con sus estridentes chillidos. Suena el esquilón de la torre anunciando al santo rosario. Dos viejas agarradas del brazo marchan en suave charla en un bisbiseo imperceptible Un velo negro cubre sus blancas cabezas. Miran el reloj de la torre que marca las ocho en punto y se adentran en la iglesia.

Antonio Fernández Bozano

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