domingo, 21 de diciembre de 2008

JACOBO
Hace años – es una anécdota que me contó Patricio, sénior-, una inspectora de enseñanza primaria, se llamaba Gloria, fue a visitar la escuela de un pueblo cercano al nuestro, y como el maestro estuviera como una cuba, o sea, con una pea de las de antes, con una curda que no se sostenía en pie ni entre dos columnas, una a cada costado. La señora inspectora, un hueso duro de roer donde los hubiere, no tuvo más remedio que coger el toro por los cuernos y le espetó de esta guisa:
- Con usted no se puede hablar, está usted beodo, borracho.
- Usted perdone, señora inspectora, pero yo no estoy borracho – contestó entre sonoros hipíos .
- ¡Usted huele a vino!- intervino la inspectora.
- La que huele a vino es usted.
No hay que ser muy perspicaz para imaginarse la cara que pondría la señora inspectora ante tan descarada y contundente respuesta. La veo con las manos en la cabeza mesándose el pelo y dando grititos histéricos y removiéndose en la silla.
- La que huele a vino es usted; yo soy el que lo ha bebido- terminó con sus entrecortadas frases el maestro.
Un rictus de sorpresa o alegría se dibujaría en el rostro de la inspectora. Al maestro, mi felicitación, pues en su estado, con la mona que tenía, al menos supo escoger del diccionario la acepción que le convino en tan kafkiana situación.
Lo de llamar mona a una buena borrachera, lo de buena es un decir, viene de que a las monas les gusta el vino y las sopas mojadas en él. Les hace diferentes efectos la borrachez, porque unas dan en alegrarse mucho y ejecutan saltos y volteretas, otras se encapotan y se ponen en un rincón, cubriéndose con las manos. De aquí vino en llamar mona triste al borracho que está melancólico y callado, y mona alegre al que canta, baila y se ríe con todos. ¡Qué parida me he marcado, paisanos, por leer el Covarrubias!
He comenzado con esta anécdota, porque considero que Jacobo aguantaría no una ni dos, sino cientos de merluzas entre su clientela, más por los años pasados tras el mostrador, que porque la gente de aquella época fueran más borrachingas que los de ahora.
Jacobo Corvillo Tejada era un hombre de semblante serio. Ahora rondaría sobre los noventa años. Creo que nació en los primeros pasos del siglo anterior. Algún antepasado suyo debía de haber sido de color bermejo según era su pigmentación de piel. Era ancho de cuerpo, cara redonda, pelo rojizo y algo ensortijado. Una voz varonil, cavernosa, con la que podría poner firme a un regimiento entero después de una juerga. Su corpulencia no lo hacía distante, más bien todo lo contrario. Era un hombre campechano y buen conversador. Estoy escribiendo de memoria y los recuerdos se esfuman y difuminan con el paso de los años, pero estoy seguro de que muchos de los que me estáis leyendo aún lo tenéis presente en vuestra retina. Y es tan cierto todo lo que digo, que este escrito no hubiera sido posible si el recuerdo de Jacobo no estuviera presente entre aquellas personas que asiduamente, sobre todo en época estival, tertuliamos en los bancos de rígido hierro de la plaza. A todos, mi agradecimiento.
Vivió nuestro amigo Jacobo, allá en los primeros años de su matrimonio, con su mujer Carmen, en el barrio Cuenca, en casa de la suegra. Años difíciles de preguerra y postguerra civil, donde las cartillas de racionamiento eran el elemento primordial para la adquisición de los víveres más necesarios.
Imagino que Jacobo, con ocho hijos, cuatro hembras y cuatro varones, tuvo que echar mano del magín para dar de comer a tanta boca con hambre. No es de extrañar que al gazpacho le pusiera un poco de pan y que toda la muchachada se dieran codazos con tal de pescar algún trozo. Cuando los carpantas se lo acababan, siempre habría algún cacho perdido de pan que, de forma desinteresada, sería presa del más rápido.
Su amistad con los panaderos era básicamente una relación de trueque; él daba la copita de aguardiente matutina y ellos le daban un trozo de masa que Carmen, su mujer, ponía encima del latón dispuesto sobre las brasas de la candela y con el brasero boca abajo cubría la masa para hornearlo. ¡Qué pan más rico! Tierno, crujiente, esponjoso. Se me hace la boca agua sólo de pensar el olor que desprendería.
Algunos recordaréis que por entonces había unas personas que se dedicaban a guardar las cabras, ovejas y cerdos, con perdón, del lugar. Por la mañana temprano daban larga en la casa de cada cual los bichos que tuvieran y al atardecer volvían con los pastores y porqueros del concejo, yendo cada animal a su casita sin que nadie les señalara el camino.
Jacobo tenía una cochina con manchas y lunares, que se buscaba la vida sola y andaba por los alrededores de la calleja del Mudo. Tuvo un lechón negro, entre otros más, con manchas blancas, o al revés, que tanto monta, y como imagino que el hambre perentoria de la tribu de Jacobo, necesitada de los tocinos, chorizos y morcillas de la excelsa madre cerda del lechón, cuando se quedó huérfano por parte de madre, no tuvo inconveniente el pequeñín en acercarse a las ubérrimas ubres de una perra recién parida a la que le habían quitado los cachorrillos ¡Qué deliciosa estampa! El lechón se comportaba realmente como un perro: olisqueaba por los alrededores de la mesa mientras comían y se daba sus paseítos por la plazoleta del Banco. Siempre detrás de la perra. ¡Qué entrañable imagen! En más de una ocasión cuando la perra enfilaba el Valle abajo, allá que iba el cerdito gruñendo como un poseso si alguien pretendía acercarse a la perra. Así, que no me extraña que algunos americanos excéntricos tengan un cerdo orondo en su casa como mascota y animal de compañía. Vivir para ver. Yo quiero otro lechón así, limpito, ordenado; y además no ladraba, pero le faltó poco.
El oficio de Jacobo, como algunos creen, al principio no fue el de tabernero, no. Durante los años de juventud se dedicó al de zapatero, pero no le gustaba, vaya usted a saber las razones. La cuestión es que montó un bar, una tasca allí en donde hoy está situado el supermercado de Eva con una puerta de entrada por la calle Iglesia y otra que daba entrada a la calle E. Gahete, y se entregó de lleno al sagrado oficio de servir tragos a los demás. El bar era una estancia con tres o cuatro mesas, unas cuantas sillas de anea, un mostrador de madera pintado de marrón y unas estanterías con la botellería correspondiente. Las paredes estaban adornadas con un par de carteles, enmarcados y acristalados, que exhibían una marca de Cazalla, con una señorita sonriente, pelo corto, con un clavel rojo y un rizo acaracolado sobre la frente.
Ya sabéis la fama de los taberneros en lo referente a vinos, por el hecho de aguarlos en más o en menos. Más más que menos, según el decir de los parroquianos. Siempre me ha hecho gracia esa comparación que se hace de los taberneros y los curas: “los curas y los taberneros son de la opinión de que cuantos más bautizos hagan, más dinero pa el cajón”. O aquél que dice: “aguadores y taberneros del agua hacen dineros”. Hombre, algo habría de esto. Después de diez copas, nadie sabe el sabor, el olor ni el color del vino. En estos trances, uno no está para disquisiciones y elucubraciones metafísicas, ni químicas, ni tan siquiera etílicas. El Evangelio también nos habla de un milagro del agua y el vino. Cristo estaba entre medio de aquella boda de Caná y, con todos mis respetos, algún lingotazo se daría festejando el matrimonio de unos amigos.
Otro refranillo viene a decir: “ya viene la tabernera/ con la libreta en la mano/ apuntando a quien le debe/ y borrando a quien ha pagado”. No era el caso de Jacobo.
- Apúntame a mí esta ronda – tercia uno.
- A mí me apuntas la otra - .
- Que ya sabéis que no me gusta apuntar – argüía Jacobo. Y lo olvidao, ni agradecío ni pagao.
- Eso, eso es lo que me gusta a mí, que no apuntes y tengas memoria.
Y lo aceptaba con esa cara seria y bonachona denotando en su expresión mitad ironía y mitad de qué voy a hacer.
Cambió de domicilio, por lo menos, en dos ocasiones más. Yo no recuerdo que viviera en lo que hoy es la tienda de tejidos de Fermín. Sí recuerdo su casa en la plazoleta del Banco. Entonces yo era migo de Carrasco – colorao también – que era la piel de Barrabás en aquellos años de infancia diciendo palabrotas y haciendo picardías. Un cariñoso recuerdo, amigo Carrasco, desde aquí, allá donde estuvieres. Fuiste un tío legal, pero el destino se cebó en ti y te llevó pronto.
Teniendo en cuenta la época, hay que considerar a Jacobo como un hombre emprendedor. Montó una fábrica de gaseosas y relleno de sifones. No creáis que no, las gaseosas tenían su marca:
- TAKÍN (refresco de limón o naranja).
- ZEPELÍN (altos vuelos, un refresco también).
- Gaseosa LA GRANJEÑA (nombre sonoro donde los haya, en botella blanca,
con tapón de porcelana y su tapajuntas de goma). Carmen, la madre de Dani, nuestro alcalde, era la encargada de rellenar los sifones. Al principio lo hacía manualmente en una saturadora, máquina donde se mezclaba el agua con el gas mediante una bomba. Se necesitaba cierta fortaleza para darle a la palanca de relleno, por lo cual, al cabo de cierto tiempo, la fatiga y el cansancio se hacían presente, con el consabido fastidio que suponía tanto sifón y tanta gaseosa. Con el paso del tiempo compraron una saturadora eléctrica y aquello ya era otro cantar, la máquina casi funcionaba sola. Estaba situada la fábrica en el Pozo Concejo en una nave adaptada ad hoc, o sea, para aquello, en cristiano.
Repartían las gaseosas normalmente dos de sus hijos, Manolo y Carrasco. Llevaban un carro de color verde. Al principio era sólo una plataforma rodante. Luego la perfeccionaron poniéndole unos varales y sus estaquillas. De esta forma la mercancía estaba más segura al bronco paso del jumento. Tiraba del carro un burrito castaño oscuro de belfos blanquecinos, ágil, bastante nuevo, que atendía por el nombre de Canario. ¡Sooo, Canario!, y el animal se quedaba estático ante la puerta del bar correspondiente hasta descargar. Allí quedaba quieto y mudo, espantándose los tábanos con el rabo.
Me vienen a la mente recuerdos en color sepia:
-¡Vamos, Canario!, que te pesan los c… más que a Matusalén – picándole Carrasco con la varilla de mimbre -. La verdad es que a Matusalén le pesarían los c… como a los demás, pero con más de novecientos años en sus costillas, a cualquiera le pesan.
Cuando Canario tiraba del carro verde por el barrio Cuenca, camino de la aldea, iba con trotecillo picado al enfilar la cuesta abajo, que parecía que tenía azogue en las orejas. Era un carrillo comodón, ya llevaba sus ruedas de goma insonorizadas.
En ese tiempo el juego estaba prohibido, pero los jefes locales debían hacer la vista gorda, o sea, que les cebaban los ojos para ponérselos gordos y que no vieran, o bien les agrandaban las tragaderas con lo que fuera para que hicieran caso omiso de la ley. Es un suponer, ¿eh?, que yo no lo vi.
Jacobo montó un bingo, una lotería se decía entonces, en el bar. Una vez vendidos los cartones con sus correspondientes números y todo, Carmelo, un trabajador del campo por cuenta ajena, cantaba las bolas que iban saliendo. Para señalar los números se utilizaban chorchos – no digo chochos porque me suena mal- poniéndolos encima del número voceado. Algunos números, dada la peculiaridad de los mismos, tenían una denominación coloquial e inmutable:
- Un civil = el 5.
- Dos civiles = 55
- Un pelao = 10
- Cuácara con cuácara = 44
- Las banderitas de Italia = 77
- Eufemio y el tío Joseíto = 88
Para lo de Eufemio y el tío Joseíto yo tengo mi propia interpretación. O bien los dos eran unos vejetes entrados en los ochenta y ocho cada uno, o que los dos eran más chulos que un ocho, y como eran dos ochos, pues eso, más chulos “entoavía”.
Las líneas que se cantaban eran recibidas con una alegría moderada, pero amigo, si alguien cantaba bingo, aquello era Troya. Un simple manotazo, uno sólo, con el que manifestaba su alegría el interfecto de la suerte, daba al traste con toda la mesa y los chorchos volaban en dirección cenital, y al rebote con el techo, salían desparramados por todo el bar. Qué manotazos, Dios mío. Qué alegría las dos pesetas del bingo. ¡Bingo!
Era Jacobo una persona con bastante recámara, cauteloso, burlón cuando el caso lo requería o bien que necesitara darle correa, darle cuerda a algún retrancado con el codo encima del mostrador:
- Que no bebas más, Martínez, que ya estás cargao.
- Yo…, yo… cargao, ¡amos, anda! Si esto es más agua que vino – señalando el vaso.
- Si fuera agua – contestaba Jacobo -, no necesitarías tres puntos de apoyo, dos en el suelo y otro en la barra. Esto es agua, pero tú estás hecho uvas, terminaba no sin cierto tono de sarcasmo en el gesto y en las palabras.
- ¡Anda ya y echa un tanque!
El tal Martínez se llegó un atardecer sin una peseta que poder gastarse en vino. El pobre necesitaba un trago de los suyos para aminorar la sed, pero no sabía cómo conseguirlo. Se acercó meloso al mostrador y enseñándole una ristra de ballesta que le colgaban de la faja, mimoso le dice a Jacobo:
- Mira Jacobo, ponme un tanque que mañana te lo pago con los pájaros que coja.
- Pues ven mañana.
- Pero hombre, si tienes la botella en la mano y no te cuesta trabajo.
- Sí, yo tengo la botella en la mano, pero tus pájaros yo veo que están volando. Mañana pájaros, mañana tanque – determinado y tozudo.
- Pues préstame una peseta – insistía Martínez.
- Te doy la peseta, pero te tomas el tanque ahí enfrente, en Laureano.
Era, era precavido el amigo Jacobo.
Las necesidades de una casa con diez bocas que alimentar, vestir y demás no debía ser moco de pavo. Había que comer, que es algo ineludible. El hombre no se amilanaba. Allí donde había feria, allá que se iba con los bártulos para montar un tenderete en el rodeo. Sé que a Hinojosa iba en carro. Y así recorría los pueblos de los alrededores: Azuaga, Fuenteobejuna, Peñarroya,… Más de un negocio de los que se trataban en los rodeos fueron sellados con un apretón de manos en su tenderete y refrendado con un buen trago.
Por uno de esos rodeos andaba Celedonio – el rey de los gitanos – que ya estaba bastante mal a causa de un cáncer prostático que le llevó irremediablemente a la tumba.
- Jacobo, qué malito estoy. No puedo más – se quejaba Celedonio.
- Que no, hombre, que no. Eso no es nada, ya verás. Mi padre también murió de eso, le contestó Jacobo para ayudarle a sobrellevar la maldita enfermedad.
Pues qué alegría, ¿no? Es que le salió lo cazurro, lo mordaz y no pecó precisamente de aticismo. Pero las cosas son así.
Hay otra faceta genuinamente jacobina. Siendo como era de un carácter emprendedor, no pudo por menos, cómo no, que manejar también el mundo de los toros. Se metió en ello e hizo sus pinitos como empresario taurino.
Aquella primera empresa taurina tuvo lugar, a las cinco de la tarde, en una cerca del Pozo Concejo, frente a la oficina de los Ruiz, siendo alcalde D. Carlos Rivas. El primer espada fue el Niño del 11, de Badajoz, el cual tuvo una actuación meritoria y calurosamente aplaudida.
- Según tú y la burra (de) Jacobo.
- Adiós, me voy que tengo más hambre que la cochina y la galga (de) Jacobo juntas.
La sombra de la noche cae sobre la calle Iglesia. Una bombilla de luz mortecina en la esquina ilumina tenuemente la entrada de la taberna. Una llovizna suave cala las rendijas de los adoquines y un olor a tierra mojada te empapa los pulmones. Dentro de la tasca, Jacobo sigue con el sagrado oficio de servir tragos. Colgado en el muro de la pared, un carburo da luz a la estancia llena del humo que desprenden los cigarrillos. Alguien sale a la puerta , mira a ambos lados, y escupe en la calle.

A. Fernández Bozano

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