martes, 9 de diciembre de 2008

TABARDA
Hay personas que por una causa u otra han dejado alguna huella en la memoria colectiva de una generación y aún hoy se sigue hablando de vez en cuando de ellas. Ya sabéis que a medida que el tiempo pasa, esa memoria se diluye y lo que le queda es el olvido más negro, la desmemoria traidora, como si un viento huracanado hubiera arrancado las neuronas de nuestro cerebro y el olvido fuese la tumba de nuestros ancestros. No quiero que pase más tiempo y así quede constancia, aunque sea breve, de un personaje que llenó parte de nuestras vidas. Un paisaje en blanco y negro, un tiempo de miseria económica tras los estertores de una guerra civil, unas calles llenas de hombres con chambras grises y mujeres de refajos negros tocadas con oscuros pañuelos en la cabeza, calles terrizas por donde pasaban cansinas mulas tirando de viejos carros cargados de tupidos costales. Una imagen viva, perenne y nostálgica para muchos de nosotros que aún revientan cuando rememoramos aquellos aconteceres. El presente pasa veloz y siempre vivimos del recuerdo.
Retrocedamos más de cincuenta años aquellos que de alguna manera podemos hacerlo. Los más jóvenes simplemente hagan un esfuerzo de imaginación y traten de comprender una época que desconocen. También a vosotros os llegará el momento en que recordaréis en el tiempo algunos años como referencia a algún acontecimiento.
Al que tenga talento le aconsejo que lo disimule, tanto más cuanto mayor lo tenga. Porque aquellos que demuestren talento, sobre todo en abundancia, en el combate con los que no lo tienen, llevan las de perder.
Así era y así sucedió. Horacio, éste fue su nombre, era un hombre bueno. Un calificativo que se adapta a aquellas personas que no hacen mal a nadie y que siguen la senda que marca la estela de su vida sin otros parámetros que vivir y dejar vivir.
Envuelto durante el invierno en un tabardo lleno de remiendos, los pies enfundados en unas botas agujereadas, suela de goma de cubierta de coche, andaba sin prisas por las calles desempedradas. Llevaba una especie de morral al hombro con algunos mendrugos de pan. Era de talla más bien escasa, de rostro desaliñado de incipiente barba, cara enrojecida por algunas manchas y surcada de pequeñas cicatrices.
Horacio era un inquilino asiduo de la calle, donde pasó la mayor parte de su vida. Paseaba ensimismado en sus querencias sin que nada ni nadie interfiriera en su destino. Le gustaba la soledad. Sí, pero era la soledad de sentirse en compañía de los demás por pura casualidad, la soledad de encuentros esporádicos. La soledad del que es ajeno a cuanto sucede a su alrededor. Tal vez en la soledad del que siente la marginación en una sociedad egoísta que sólo mira la propia complacencia.
Se levantaba a la llegada del alba y empezaba su discurrir solitario por calles, caminos y veredas sin otra compañía que sus propios pasos. Persona alegre, manifestaba su sentimiento de placer ante el nuevo día con sonoros cánticos, a grito de pulmones, a empuje de pecho, con música y letra en constante estreno ante un auditorio realmente escaso.
Vivía con su hermana Margarita en una casa próxima al estanco y cuya trasera daba al Rincón de la Paloma, junto a la carpintería del Manchego. Una puerta, casi siempre abierta, resquebrajada y con los tachones oxidados, estancaba la trasera. En tiempo de frío era frecuente verlo en la resolana de la antigua casa de Samuel. Si alguno osaba ponerse delante tapándole el calor del sol, no era difícil sacarle de sus casillas y manifestarse desafiante ante tal insolencia. Cual Diógenes ante la oferta de Alejandro Magno, lo único que quería es que el eclipse corporal del intruso desapareciera al instante. Pues claro que sí, Horacio. Nadie tiene el derecho de apropiarse de todo el calor del astro rey y quitarte a ti ni una sola brizna de un rayo solar.¡Que se quite de delante!
En tiempo de frío y ante la humedad de una niebla espesa, además del deteriorado tabardo, su indumentaria consistía en cubrirse la cabeza con un saco a modo de caperuza con lo cual lograba asustar a los niños y niñas que encontraba en el trayecto. De ahí la fama que adquirió de persona estrafalaria que imponía ciertos reparos ante su presencia entre la infancia de la época. ¡Que viene Tabarda!
Pobre hombre. La verdad es que en su ánimo no estaba despertar el miedo entre la gente menuda, más bien lo contrario, pero su vestimenta enardecía las mentes infantiles siempre dispuesta a dar rienda suelta a la imaginación, tanto en sus alegrías como en sus temores. ¡Tabarda!¡Tabarda!¡Que viene, que viene!
Ya sabéis que en el proceso de aparición de los apodos, los motes, se salva poca gente. Hay apodos que son naturales, surgidos de algún defecto físico o bien atendiendo al carácter personal del individuo; otros son hereditarios y caen en los descendientes como fruta madura. A Tabarda , ni que decir tiene, el mote le sobrevino por su reiterada e insistente indumentaria.
Según cuentan los cronistas de tradición oral de nuestro pueblo, Tabarda tuvo novia en su mocedad, pero nadie me ha dado razón de su nombre ni de quién fuere. Es lo de menos. O no, según se mire, pues ahora se me viene a la mente la pregunta que le hizo un enamorado al filósofo Sócrates:
- ¿Debo casarme o no?
Sócrates contestó:
- Hagas lo que hagas, te arrepentirás.
¡Sabia respuesta! Al ansia de casarse, sólo el ansia de descasarse iguala, como bien lo expresó el poeta Felipe Pérez en estos versos:
Una verdad encerrada
en un sencillo aforismo:
el matrimonio es lo mismo
que fortaleza sitiada.
Y así vemos combatir
luchando sin descansar:
los de fuera por entrar;
los de dentro por salir.
Imagino que su corazón se aceleraría ante el paso de una moza, que los ojos se le abrirían como platos ante una mirada femenina, que le hormiguearía el estómago ante el contoneo de una chica. Pero no, imagino que no; que las caricias, las miradas, el contoneo de una mujer no entraba en su esquema amoroso aunque lo sintiera. Una especie de esquizofrenia daría al traste, si es que las hubo, con todas sus ilusiones. Ninguna mujer, en el estado de Tabarda, se enamoraría de él. Hubiera sido difícil tal resolución. Al pobre se le fue la cabeza y me imagino que él tenía conciencia de su situación. Se ponía frenético si alguien, en tono burlón y para incomodarle, le insinuaba que a Fulanito – no escribo el nombre real para no herir la sensibilidad de algún familiar- se lo han llevado al manicomio. Esto era nombrar la bicha, sacarle de sus casillas y se ponía de una violencia tan incontestable, que lo menos que debía el interlocutor es hacer mutis por el foro, si no quería recibir la ira de sus manos y la ferocidad de sus palabras. Pero no se enfadaba porque a Fulanito se lo llevaran, no. Lo que realmente le molestaba era oír la palabra manicomio. ¿Era una premonición en su subconsciente?
Dentro de su esquema mental había algo que destacaba sobremanera, era el sentido de la amistad, aunque fuera con ese sentimiento infantil que caracteriza a este tipo de personas. Y además buscaba el cariño y la aquiescencia de los que más le hacían rabiar y enfadar. Tal vez fuese un tanto masoquista, pero tenía una especial predilección por Víctor Alvarado – el amo de la Caja de Badajoz – que era el que más se metía con él. Ya sé que Víctor lo hacía en plan broma y que en el ánimo de éste no buscaba otra cosa que provocarle para oírle. Aun así, Víctor – el banquero – era el ojito derecho en la pandilla de estudiantes de aquella época. Para hacerlo “enritar”, le decía al finalizar:
- Anda ya, si no sirves ni “pa pedió”.
Ya la teníamos armada y la cosa podía terminar a pedradas.
Tabarda debía de tener una memoria, como suele decirse, de elefante. No había papel que encontrara en la calle, que no lo leyera. Se sentaba en una recacha y allí leía y releía cuanto papel había hallado. Creo haber oído que tenía una mecánica lectora envidiable. En un tiempo en el que la mayoría de la gente era analfabeta en funciones, era poco común el saber leer y además hacerlo bien. No me extraña, el ejercicio continuo en tal sentido hace maestro. Solía comprar el ABC cuando conseguía algún dinero en su petitorio y no dudo de que se leería hasta los anuncios e incluso las esquelas mortuorias. Si alguien pasaba por su lugar de lectura, era buen momento para preguntarle:
- ¿Qué dice el periódico?
Acto seguido era capaz de pormenorizar cada noticia leída, dando incluso referencias y juicios críticos. Era una persona leída; vaya si lo era.
Tabarda fue un elemento más del mundo académico de la época. El Carmen era el lugar donde D. Arcadio daba clases de latín y religión a los estudiantes de entonces. Por allí merodeaba Tabarda ante su propio delirio preguntando e informándose de las distintas materias. No tenía reparos en preguntar a los estudiantes en las asignaturas del día. Quería saber, eso era todo. Lástima que las propias limitaciones y las familiares, no contribuyeran a su desarrollo intelectual. En otra situación tal vez hubiera podido salir adelante.
Solamente a los cantantes, a los músicos y a la gente de farándula se acostumbra pedirles que repitan lo por ellos ejecutado, cuando esto ha sido del gusto y agrado de los espectadores. Tabarda siempre estaba dispuesto a repetir, cuando se le pedía, aquellas parrafadas entresacadas de los libros de texto que le dejaban. Podría decirse que llevaba consigo todas las riquezas, pues no son grandes los que nacen, sino los que lo saben ser.
Los de tercero de bachiller daban religión, como ya he referido antes, con don Arcadio. La asignatura estaba dividida en tres partes: liturgia, moral e historia de la Iglesia. Al final del libro de texto – qué horror, Dios mío – venía un anexo con la lista completa de los Papas, desde San Pedro hasta Pío XII, asignando a cada uno de los Papas el año de nacimiento, período de reinado, muerte, etc. Miguel González es testigo de que se sabía la lista completa, pues en más de una ocasión, Tabarda iba a su casa a pedirle el “libro de los Papas Santos”. Como quiera que fuere y si alguno de ellos reinase poco tiempo, apostillaba:
- Este pobre, Fulano IV, por ejemplo, “qué poquito duró”.
Cuentan una anécdota de Tabarda que, al menos para mí, es cuanto menos, realmente sorprendente. Parece ser que aquel día llovía y merodeaba por los alrededores del Cerro Caballero o de los Joyos. Ante la persistencia de la lluvia, no tuvo otra opción que encaminarse lo más raudo que pudo hacia el cementerio, que era lo más próximo que tenía para resguardarse. Arreciaba la chaparrada y, ni corto ni perezoso, se adentró en una tumba vacía, en decúbito supino, o sea, boca arriba, sobre el pavimento del sepulcro, esperando a que el aguacero amainara. En tal posición, le sobresalían un tanto los pies, a lo mejor atemorizado de meterse excesivamente dentro. Allí se durmió plácidamente hasta que Sota, enterrador de feliz memoria, descubrió en una de sus andanzas sepulcrales, que unos pinreles sobresalían de una de aquellas tumbas. Acercóse Sota con sigilo, precaución e imagino no sin cierto temor y, oh sorpresa, allí dormía como un niño el amigo Tabarda a pierna suelta. No sé si lo despertó o lo dejó dormir; no viene al caso, pero así lo escuché y así lo cuento.
Tenía un lugar en el que a menudo solía comer y que estaba situado en el Pozo Concejo. Aún hoy está aquella piedra, me la indicó José Mari, el de Bruno, incrustada en la fachada de la cochera de Prestine, en la que solía poner las viandas del momento. Hiciera frío o calor, allí estaba para reponer energías en el momento preciso.
Es la hora de salir los niños de la escuela. Tarde de un mayo primaveral y en el pretil de la torre las cigüeñas hacen el gazpacho. En la carpintería del Manchego suena el ris-ras suave de una sierra. Una pandilla de muchachos apedrea la portezuela de la casa de Horacio a la vez que gritaban:¡Tabarda!¡Tabarda!¡Tab...!
Salió éste vociferando y, con gestos de malos modos, arrancó tras los chicos en cansina carrera, a la vez que Margarita, su hermana, blandiendo una escoba con la que debería de estar barriendo el corral, la lanzó contra la muchachada, con tan buena fortuna, que hizo trastabillar a unos cuantos y cayeron al suelo cuatro o cinco a la vez. Una escena realmente cómica, si no hubiera sido porque los muchachos llevaban el susto metido en el cuerpo ante la persecución de Tabarda.
¡Tabarda!¡Tabarda!, resuena aún en los oídos de una generación.
De trágico tuvo varias cosas, entre ellas su muerte en el manicomio de Mérida, según tengo entendido. De idiota no tuvo ninguna. Incluso se pronunciaba irónicamente, que es la más delicada manifestación de talento. Descanse en paz un hombre bueno y pacífico al que el destino le jugó una mala pasada. Un hombre que se enfrascó en las lecturas más peregrinas con el único afán de saber. Un hombre que al paso del tiempo sigue vivo en la memoria de un pueblo. Paz y gloria a un hombre que fue un elemento más del paisaje cotidiano de La Granja de Torrehermosa.

A. Fernández Bozano
N. B.: Mi agradecimiento a don Miguel González, pues sin su lección magistral –aquí entra el maestro, que como al sacerdocio, le imprime un carácter permanente - habría sido imposible este artículo que espero sea del agrado de todos vosotros, ya que los recuerdos están presentes en muchos de los que me leéis.

3 comentarios:

mamoan dijo...

Acabo de meterme en tu "blog" por primera vez y he leído la historia de Tabarda. Además de amena, la encuentro entrañable y un recuerdo hermoso, de los que tienen que formar parte de nuestro acervo històrico. La encuentro también un homenaje, no sólo a Tabarda sino a personas que, genios como él, existen en la actualidad y nos pasan desapercibidas.

fernandezbozano dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
mamoan dijo...

Todavía no tengo ningún "blog" pero estoy en ello. Acabo de descubrir algo de la inmensidad de posibilidades que tiene. Ya te lo comunicaré. No, no soy de Granja. Gracias por tu oferta.